Faustófeles. José Ricardo Chaves

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Faustófeles - José Ricardo Chaves Sulayom

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o conversar y preguntar, pero esta característica suya no impedía que colaborara con entusiasmo en el abastecimiento textual de Fausto.

      Y Eulogia dijo que sí, que claro, que ella compraba los libros, y están ahora aquí, en mi casa, Fausto, en cajas de cartón, el marido de Lorena los trajo rápidamente, los descargó de su camioneta y cobró una suma no muy evangélica pero indudablemente una ganga, dada la cantidad de títulos y la calidad de muchos de ellos, pues Lorena siempre se distinguió por buscar libros raros, ediciones viejas, ya ves, nadie sabe para quién trabaja, sí, Fausto, venite a Los Yoses ahora mismo para que escojás los que querás, todos si es del caso, vos decidís, vení, te espero.

      Fausto, ni lerdo ni perezoso, salió disparado. Tomó un autobús que lo dejó en San José y corrió al Parque Central donde abordaría otro que lo dejaría en Los Yoses. Ya en casa de Eulogia, se puso a revisar el material libresco en medio de una euforia ante tanto título muchas veces conocido sólo por referencia. Fue vaciando las cajas de cartón, una a una, en un interminable gozo, en una excitación que no cesaba sino que más bien crecía ante cada descubrimiento bibliográfico. Eulogia lo miraba complacida sentada en una silla estilo Chippendale con respaldar gótico. Hablaba poco pues sabía que Fausto casi no la escucharía, tan fascinado se encontraba ante aquel cúmulo de libros, incapaz de poner atención a algo que no fueran esas letras impresas.

      El muchacho decidió quedarse con tres cuartas partes del lote de libros. El resto –a su juicio– era material espúreo, ocultismo de pacotilla: Samael Aún Peor, Sergio Reyes de La Ferrière... El muchacho estaba inmensamente agradecido con Eulogia, a la que le debía nada menos que esa maravillosa biblioteca. Sí. Con ese material ya no tendría que pedir libros prestados –con excepción de algunos títulos verdaderamente esotéricos, como la Kabala Denudata, de Khnor Von Rosenroth puesta de nuevo a circular por Mac Gregor Mathers–. Se acercó a Eulogia y la abrazó emocionado, sosteniendo en sus manos dos libros de pasta verde de la colección rosacruz de Max Heindel. Eulogia sonrió satisfecha y besó al joven en la cabeza. Acarició su cabellera negra y le dijo: –Estoy para servirte. Decime qué necesitás y yo trataré de conseguírtelo; si puedo, claro.

      —Gracias otra vez. Es usted muy buena conmigo, doña Eulogia.

      —¡Qué buena ni qué ocho cuartos! Sí te voy a pedir un favor.

      —Dígame.

      —Que dejés de decirme “Doña Eulogia” y que no me tratés de usted. Me hace sentir demasiado vieja. Ya sé que lo soy, pero no tanto. Bueno... al menos eso quiero creer. Llamame Eulogia, o simplemente Logia, como me dicen mis ami­gos íntimos.

      —No sé si pueda. Tratarla de usted me parece la manera más natural, la que me sale solita. Tratarla como usted quiere, de vos, me parece una falta de respeto, aunque seamos amigos. Me sentiría muy forzado, sin naturalidad. Tal vez más adelante.

      —Ni modo... si te molesta tanto... ¿Y lo del doña?

      —Pues lo mismo. ¡Cómo la voy a tratar tan confianzudamente!

      —Cabezón que sos. No podés hacerme ni siquiera ese pequeño favor...

      Eulogia puso entonces una cara de tristeza que buscaba conmover al joven. Dio unos pasos hacia el piano y, meditabunda, comenzó a tocar algunas teclas, sin ton ni son. Fausto, con un sentimiento de culpa, exclamó:

      —Bueno, hagamos una cosa. La llamaré Eulogia y la trataré de vos pero sólo en privado, cuando nadie más esté. ¿Qué le parece?

      —Maravilloso, será nuestro pacto secreto –respondió Eulogia, quien de inmediato cambió de cara y, entre sonrisas, con un paso infantil se alejó del piano y se acercó a Fausto. Entonces lo tomó de la mano y, como una niña que juega a la ronda, dio los pasos de una danza personal. Fausto, al verla tan contenta, también sonrió. Alrededor de ellos, los libros se extendían desordenados sobre la alfombra.

      El guiño de Indra

      Para seguir viéndose sin interferencias, Eulogia sugirió a Fausto que la visitara más a menudo en su casa de Los Yoses. Ahí también podría almorzar, dormir su siesta, hacer sus tareas, estudiar lo profano y lo oculto, en fin, lo que más se le antojara. Tampoco era ésta una solución, argumentó Fausto: si su tío estaba en casa, igual notaría su ausencia y, al regresar, armaría camorra. En todo caso –pero esto ya no lo dijo– visitar a Eulogia en su residencia serviría para alejarla un poco de Tibás y no echar así más leña al fuego.

      Una vez a la semana, generalmente los martes –día de la reunión teosófica–, Fausto visitaba a Eulogia luego del colegio. Ese día marcado lo esperaba siempre un banquete vegetariano que, una vez consumido, lo enviaba invariablemente a dormir la siesta a la recámara de la hija de Eulogia, quien desde hacía dos años vivía en los Estados Unidos con su papá. Aunque Eulogia se había casado dos veces (y dos veces se había divorciado), sólo del segundo matrimonio tenía descendencia: esa “nena” de diecinueve años que, una vez terminado el colegio, se fue a estudiar música al extranjero aprovechando que su papá vivía en los Estados Unidos desde hacía varios años –incluso había vuelto a casarse-.

      Fausto aceptaba los beneficios de su amistad con Eulogia. La estimaba, pasaba ratos agradables con ella, admiraba su entereza ante las adversidades, su constante buen humor, su locuacidad. Sin embargo, a ratos tantas atenciones de su parte lo abrumaban, lo hacían sentirse como volviendo a un estado infantil, de indefensión, del que más bien quería alejarse. Sentía que Eulogia, en su soledad, se aferraba a él y, la verdad era que Fausto no quería convertirse en salvavidas de nadie. A ratos se sentía culpable por esa actitud que autotildaba de egoísta, pero rápidamente se reponía, sobre todo ante la inminencia

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