Faustófeles. José Ricardo Chaves

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Faustófeles - José Ricardo Chaves Sulayom

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joven se sintió muy emmmmmommmmmcionado por el regalo, al que imaginó cargado de sutiles efluvios. Entonces, mientras le decía “gracias”, abrazó a Eulogia, quien lo retuvo unos instantes sobre su pecho palpitante.

      Lazos kármicos

      Esa mañana Eulogia no tenía ganas de levantarse. Podía percibir el sonido de la lluvia; el día estaría gris, húmedo, frío; invitaba a seguir en la cama, entre sábanas y cobijas tibias. Eulogia aceptó la soporífera invitación de la mañana, dio media vuelta en su amplia cama y durmió una hora más.

      Una pesadilla la despertó y fue entonces cuando decidió levantarse. Se puso su bata de seda, dio unos pasos en su habitación penumbrosa mientras bostezaba perezosamente. Se acercó al secretaire que había sido de su padre, miró la fotografía de su hija y revisó la agenda del día. Bostezó una vez más, ahora de forma más prolongada. “Qué bueno que hoy no tengo que ir al hospital con las Damas Voluntarias. Ultimamente he estado tan metida en sus labores que he descuidado un poco los asuntos de la logia, también a mis amistades. ¡Qué le vamos a hacer! El servicio, la ayuda a los enfermos, olvidarse un poco de una misma y entregarse a los demás. Teosofía práctica. Si no, para qué tanto libro y tanta reunión de logia. Aunque debo reconocer que a veces, en días como hoy... Bueno, a ver, ah, sí, a las cuatro es el té donde Mimí Moncayo... se me había olvidado...”

      Eulogia salió de su ensimismamiento frente al secretaire y se dirigió al tocador y, tras mirarse en el gran espejo, exclamó: –¡Y yo con este pelo! Lo peor de todo es que ya no tengo tiempo para ir al salón de belleza.

      Tras unos instantes, recuperada la compostura, se llevó las manos al rostro, se masajeó circularmente la frente, las mejillas, los párpados. Sintió en las yemas los residuos de la crema nocturna. Inspeccionó su cara para ver el estado de sus arrugas. Un nivel aceptable dada su edad. No pudo evitar un tercer bostezo. Fue al lavabo y se lavó la cara con agua fría. Volvió a la recámara, al tocador y se cepilló. Se acercó al ventanal, entreabrió las cortinas y observó la incesante llovizna que caía sobre el jardín. Sintió un leve escalofrío. Abrió del todo el cortinaje para que ingresara la escasa luz de la mañana. Después fue a la otra ventana y repitió la operación. Se quedó contemplando los árboles de la calle. Vio abrirse la puerta de madera de una cochera y luego salir el carro de un vecino, que se alejó rápidamente por las calles poco transitadas de Los Yoses. La puerta se había vuelto a cerrar. Más allá un adolescente paseaba con su perro bajo la débil lluvia. Entonces Eulogia se acordó de Fausto.

      Desde que lo vio por primera vez en la logia tuvo la corazonada de que se trataba de un muchacho especial. No tanto por el interés mostrado en esos oscuros saberes como por un cierto magnetismo que de él emanaba, algo en su mirada que la remitía no sabía dónde, tampoco cómo ni cuándo. “Será que nos conocimos en una vida pasada y ahora nos reencontramos, algo en su aura me hace guiños, sí, eso debe ser, una encarnación pasada vivida dónde, cuándo, qué nexo tuvimos para que ahora nos hayamos vuelto a encontrar. Porque yo a Fausto lo conozco, sí, sin duda, y aunque me dé un poco de vergüenza yo le voy a preguntar, le sonsacaré a ver qué piensa, qué siente, tal vez sea un sentimiento mutuo; me parece que sí, si hay lazos kármicos él también se dará cuenta, al menos lo intuirá, es un muchacho sensible...”

      La ensoñación de Eulogia fue bruscamente interrumpida por el chirrido de un frenazo. Miró a la calle y un carro verde estaba detenido y al frente había un perro en el suelo y, aunque estaba algo lejos, pudo distinguir un rastro de sangre que se mezclaba con la lluvia. El adolescente de unos minutos antes se dirigía velozmente hacia el lugar del atropello y al ver a su perro muerto, se abalanzó sobre el cuerpo y comenzó a llorar intensamente. Eulogia no oía nada, toda la escena transcurría como en una película muda: sólo el joven aferrado a su perro muerto, la llovizna sobre ellos, sobre los árboles de la calle y del jardín, y el carro verde dándose a la fuga.

      Agripa

      Lejos de la visión de Eulogia, Fausto abraza feliz a su perra. Un hermoso animal de pelaje negro que el muchacho encontró en uno de sus paseos, en los tiempos en que comenzaba a frecuentar la logia. De pronto vio salir de entre los cafetos a esa perra que ladró tres veces. “Perro que ladra tres veces no muerde ni una sola vez”, pensó Fausto, “Canis Trismegistus”, Anubis, Canabis, Cabeza de Ibis, y al acercarse más, el animal se calló. El joven acarició su cabeza y el can movió satisfecho su cola, como si esa caricia hubiera sido la respuesta adecuada a algún oscuro enigma. Fausto continuó su camino y el perro esfinge lo siguió. Al volver a casa, el animal aún continuaba junto a él. ¿Sería acaso el Cadejos, perro espectro con sus ojos de fuego? Entonces Fausto pensó que podía adoptarlo. Sus tías aceptaron la propuesta, bajo la condición de que él se encargara de todos los cuidados del animal.

      “Es perra”, dijo Marina al revisarla. “Mientras no nos vaya a llenar la casa de crías a cada rato...” Vana advertencia porque Agripa (nombre que Fausto le otorgó al animal en honor del famoso taumaturgo renacentista) era una perra que curiosamente no frecuentaba a los de su especie, al menos durante el tiempo que llevaba de vivir con ellos. Que el sexo de la perra no coincidiera con el sexo del mago renacentista fue algo que no le preocupó mucho a Fausto a la hora de bautizar al animal pues, como se sabe, el alma es andrógina. Fue así como se convirtió en la casta e inseparable compañera de caminatas de Fausto y, cuando el muchacho pasaba horas en su cuarto estudiando, Agripa lo acompañaba echada a su lado, como impregnándose de las abstrusas enseñanzas que Fausto se afanaba en aprender.

      El sabio inspirado

      Ahí estás, Fausto, escuchando y tomando notas de lo que se dice en esos diálogos de logia. Ante la repentina renuncia del antiguo secretario de actas, Eulogia te propuso como candidato ante los otros miembros. En un principio algunos de ellos recelaron, que eras casi un niño, que no tenías experiencia, pero la opinión de Eulogia –dar oportunidad a la nueva generación– terminó por convencerlos. Te sentaste en esa silla ancha, al lado del presidente, y nerviosamente comenzaste a hacer tu trabajo. Tu esfuerzo no fue en balde pues a la semana siguiente tu acta, cuando la leíste en público, fue aprobada, apenas con una que otra corrección menor. Respiraste aliviado.

      Y ahí has continuado, semana tras semana, oyendo y escribiendo.

      A tu lado siempre se sienta Eulogia –cuando va a las reuniones, pues ya habrás visto que no es muy puntual–. De ella observás sus zapatos que siempre parecen nuevos, sus piernas blancas, el vestido acorde con el color de los zapatos, sus manos con varios anillos que reposan mansamente en el regazo, como pequeños y coloridos

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