El bienestar de todos. John Ruskin
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Primero, que deberían existir escuelas de entrenamiento para jóvenes costeadas y supervisadas por el gobierno3; que a cada niño y niña que nazca se le debería permitir, a deseo de los padres (y en algunos casos, bajo castigo), asistir a una; y que, en esas escuelas, al niño o niña se le debería (con otros aprendizajes menores que en estos ensayos serán considerados) enseñar de forma obligatoria, con la mejor calidad pedagógica que el país pueda producir, las siguientes tres cosas:
(a) las leyes de la salud y los ejercicios relacionados con ellas;
(b) hábitos de gentileza y justicia; y
(c) la vocación a la cual debe dedicar su vida.
En segundo lugar, que en conexión con estas escuelas, se deberían establecer, también bajo la regulación del gobierno, fábricas y talleres para la producción y venta de todo lo necesario para la vida y el ejercicio de todo arte útil. Y que, sin interferir ni un ápice con la empresa privada, ni imponiendo restricciones o impuestos al comercio privado, sino dejando que ambos den lo mejor de sí y que estos superen al gobierno si pueden, debería llevarse a cabo en estas fábricas y talleres trabajo reconocido como bueno y ejemplar, y vender productos puros y reales, para que así una persona pueda estar segura de que, si decide pagar el precio del gobierno, que obtendrá por su dinero pan que sea pan, bebida que sea bebida y trabajo que sea trabajo.
En tercer lugar, que cualquier hombre o mujer o niño o niña que no tenga empleo debería ser acogido o acogida en la escuela estatal más cercana, para que realicen la labor que, luego de un juicio, se determine apta para ellos a una tasa fija de salario reajustable cada año; y que, siendo incapaces de realizar tal labor debido a su ignorancia, se les debería enseñar, o si no pueden realizarla por enfermedad, se les debería atender; pero si se oponen a trabajar, se les debería asignar, como una obligación de la naturaleza más estricta, la forma más degradante de trabajo útil, y el salario de tal trabajo se deberá retener para primero sustraer el costo de hacer valer la obligación, aunque este salario se pondrá nuevamente a disposición del trabajador tan pronto como recapacite en relación a las leyes de empleo.
Finalmente, que se provea a ancianos y minusválidos un hogar, para que, cuando le ocurra a una persona una desgracia dentro de tal sistema que sea consecuencia del sistema y no de sus actos deliberados, reciba un trato honorable. Porque “un trabajador sirve a su país con su picota, de la misma manera que otra persona puede servir con su espada, su lápiz o su bisturí” (repito este pasaje de mi texto Economía política del arte, el cual recomiendo al lector para mayor detalle). Si el trabajo es menor, y por lo tanto, el salario en tiempos de salud menor, entonces la recompensa en tiempos de enfermedad puede ser menor, pero no por eso menos honorable; y debería ser un tema natural y directo para el trabajador cobrar una pensión, porque se la merece, como lo es para una persona en mejores condiciones cobrar su pensión porque ha cumplido con su labor.
A esta declaración solo puedo añadir, a modo de conclusión, y en relación con la disciplina y el pago de la vida y la muerte, que, tanto para ricos como para pobres, las últimas palabras de Livio en torno a Publio Valerius Publícola, de publico est elatus4, no deberían ser un cierre de epitafio indigno.
Por lo tanto, estas cosas quiero y estoy pronto, dentro de mis capacidades, a explicar e ilustrar en sus distintas perspectivas, persiguiendo aquello que les concierne de manera indirecta. Aquí las menciono brevemente, con el fin de evitar que el lector se alarme ante mi última idea, aunque le solicito, por el presente, que recuerde que, dentro de una ciencia que se basa en elementos sutiles de la naturaleza humana, solo es posible responder por la verdad final de los principios, y no por el éxito directo de los planes, y aun con los mejores de estos, lo que se puede lograr inmediatamente es siempre cuestionable, y lo que se puede conseguir en últimas cuentas, siempre inconcebible.
John Ruskin
Denmark Hill, 10 de mayo de 1862
Notas
1. ¿Cuál? Porque donde es necesario investigar, enseñar es imposible.
2. “La disciplina competente que se ejerce sobre un trabajador no es la de su empresa, sino la de sus clientes. Es el miedo a perder su empleo lo que restringe sus fraudes y corrige su negligencia” (La riqueza de las naciones, Libro I, Cap. 10). Nota a la segunda edición: Lo único que añadiré a las palabras de este libro será una invitación realmente seria a todo lector a que conciba por sí mismo el tipo deplorable de alma que un ser humano debe tener para leer y aceptar una oración como esta y, lo que es más, escribirla. Como forma de oposición, quiero entregar las primeras palabras comerciales de Venecia, que las descubrí en su primer santuario: “En este templo, la ley del comerciante debe ser justa; sus mediciones, correctas; y sus contratos, honestos”. Si alguno de mis lectores actuales piensa que mi lenguaje en esta nota es desmedido o indecoroso, les ruego que lean con atención el párrafo 18 de Sésamos y lilas, y que verifiquen que yo nunca utilizo, al momento de escribir, ninguna palabra que no sea, a mi completo arbitrio, la mejor según la ocasión. Venecia, domingo, 18 de marzo de 1877.
3. Algunas personas sin capacidad de proyección se preguntarán con qué fondos se podrían financiar tales escuelas. Más tarde analizaré las formas más convenientes de financiamiento directo; indirectamente, producirían mucho más que lo que necesitan para mantenerse. El mero ahorro que traería el conocimiento sobre el crimen (uno de los artículos de lujo más costosos del mercado moderno) que se podría impartir en los colegios, les permitiría producir a estos 10 veces el dinero que necesitan para mantenerse. Su economía de empleo sería pura nuevamente, y sería demasiado grande para que fuera posible calcular.
4. P. Valerius, omnium consensu princeps belli pacisque artibus, anno post moritur; gloria ingenti, copiis, familiaribus adeo exiguis, ut funeri sumtus deesset: de publico est elatus. Luxere matronae ut Brutum (Lib. II, Cap. XVI).
ENSAYO I
Las raíces del honor
Entre las mentiras que en diferentes épocas han tomado control de las mentes de grandes masas de seres humanos, tal vez la más curiosa, y claramente la menos encomiable, es la supuesta ciencia moderna de la economía política, que se basa en la idea de que es posible determinar un código de conducta social sin tomar en cuenta la influencia del afecto que existe entre las personas.
La economía, al igual que la alquimia, la astrología, la brujería y otras creencias populares, tiene su origen en una idea verosímil. “Los afectos sociales”, nos dice el economista, “constituyen elementos accidentales y desestabilizadores de la naturaleza humana; por el contrario, la avaricia y el deseo de progreso son elementos constantes. Ignoremos los primeros y concibamos al ser humano simplemente como una máquina codiciosa. A partir de esto, analicemos qué leyes de compra, de venta y de empleo dan las mayores riquezas en total. Una vez determinada las leyes, cada individuo tendrá la libertad de introducir el elemento afectivo desestabilizador a su gusto, así como de determinar para sí mismo el resultado de las nuevas condiciones”.
Este método de análisis sería perfectamente lógico y útil si los elementos accidentales fueran de la misma naturaleza que las fuerzas examinadas primero. Si suponemos que un cuerpo en movimiento se ve afectado por fuerzas constantes e inconstantes, por lo general la forma más sencilla de analizar su curso sería observar su recorrido, tomando en consideración primero las condiciones constantes para luego integrar los elementos que causan variación. Sin embargo, los elementos