El bienestar de todos. John Ruskin
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Entonces, nuestro primer objetivo es encontrar el camino más directo disponible hacia esta igualdad de salarios. Nuestro segundo objetivo es, como se mencionó anteriormente, mantener sin cambios el número de trabajadores empleados, sea cual sea la demanda accidental de lo que produzcan.
Creo que el único problema esencial que debemos resolver para lograr una organización justa del trabajo es el de las grandes e inorportunas desigualdades de demanda que siempre se dan en las operaciones mercantiles de cualquier nación. El tema presenta demasiadas ramificaciones como para ser investigado completamente en un texto de este tipo; no obstante, se pueden observar los siguientes factores generales.
El sueldo de un trabajador debe ser mayor si el trabajo se encuentra expuesto a períodos de inactividad, a diferencia del sueldo de un trabajador con empleo fijo y seguro. Sin importar qué tan difícil se vuelva conseguir un empleo, la ley general siempre nos indicará que los trabajadores deben obtener mayor remuneración diaria si solo tienen, en promedio, la certeza de que tendrán trabajo tres días a la semana y no seis. Si suponemos que una persona no puede vivir con menos de un mínimo establecido, es necesario que semanalmente reciba ese dinero, ya sea por tres días de “trabajo arduo” o por seis días de “trabajo normal”. En la actualidad, la tendencia de todas las operaciones comerciales es considerar las profesiones y los sueldos como si fueran una suerte de lotería. De esta manera, el sueldo del trabajador depende de un esfuerzo intermitente y la ganancia del empleador, de una suerte hábilmente manipulada.
Repito que no es mi intención investigar aquí hasta qué punto parcial esta tendencia pueda ser una consecuencia del comercio moderno. Me contento con el hecho de que, en sus aspectos más nocivos, es claramente innecesaria y que se trata del producto de la pasión que sienten los empleadores por las apuestas, y de la ignorancia y del libertinaje de los trabajadores. Muchos empleadores no pueden sino aprovechar todas las oportunidades de obtener ganancias, por lo que se lanzan desesperadamente hacia cualquier brecha que se les presenta en la muralla de la fortuna, batallando para volverse ricos y enfrentando con impaciente ambición los riesgos presentes, mientras que muchos trabajadores prefieren tres días de labor pesada y tres días de borrachera, a seis días de trabajo moderado y uno de sabio descanso. No hay modo más eficaz en la que un empleador que realmente desea ayudar a sus trabajadores pueda hacerlo que asegurándose de que ni él ni ellos tengan estos desordenados hábitos; manteniendo el control de sus operaciones comerciales dentro de cierta escala, sin caer en la tentación de una ganancia rápida; y, al mismo tiempo, guiando a sus trabajadores en lo que respecta a los hábitos regulares de la vida y del trabajo, ya sea incitándolos a optar por un salario bajo y un trabajo fijo por sobre un salario alto y un puesto inestable sujeto a la posibilidad de que en algún momento no tengan trabajo, o, si esto no fuera posible, entonces evitando el sistema de exceso de esfuerzo por un supuesto mayor salario diario, y aconsejando a sus trabajadores que acepten una paga menor a cambio de trabajo más regular.
Al realizar cambios radicales de este tipo, sin duda habrá grandes inconvenientes y pérdidas que afectarán a todas las personas que hayan empezado el movimiento. Aquello que se puede llevar a cabo de forma fácil y sin pérdidas no siempre es lo que se tiene que hacer, o lo que realmente deberíamos hacer.
Ya me he referido a la diferencia entre los grupos de un regimiento de soldados asociados para propósitos bélicos y los grupos de personas asociadas para propósitos de fabricación, afirmando que los primeros parecen dispuestos a sacrificar sus vidas, mientras que los segundos, no. Este hecho es la principal razón de la baja estima que por lo general se tiene hacia los comerciantes cuando se les compara con los uniformados. Desde una perspectiva filosófica, a primera vista no parece razonable (y muchos escritores han intentado probar que no lo es) que una persona racional y pacífica, que se dedica a comprar y a vender, debiera tener menos honor que una persona violenta y a veces irracional, cuyo trabajo es asesinar. No obstante, la humanidad siempre ha preferido al soldado, a pesar de la opinión de los filósofos.
Y es así como debe ser, porque el negocio del soldado, real y esencialmente, no es asesinar, sino ser asesinado. Es a esto a lo que el mundo rinde honor, aun sin conocer bien su significado. El negocio de un asesino a sueldo es asesinar, pero el mundo nunca les ha mostrado más respeto que a los comerciantes: la razón por la que honramos al soldado es porque él o ella ponen su vida al servicio del país. Puede que un soldado sea imprudente (amante del placer o de las aventuras), o que motivos sin importancia o impulsos groseros lo hayan llevado a elegir su profesión, y que estos mismos motivos e impulsos afecten su conducta diaria en el servicio. Sin embargo, el estima que le tenemos se basa en este hecho del cual estamos completamente seguros: si lo ponemos en un fuerte que está siendo atacado, y el soldado sabe que tiene todos los placeres del mundo a sus espaldas, y solo la muerte y el deber ante él, nuestro soldado ha de mirar hacia el frente. El soldado sabe que la decisión que ha tomado lo puede llevar a tal escenario en cualquier momento, y ha asumido su papel de antemano, pues virtualmente un soldado en realidad muere todos los días de manera continua.
Al abogado y al médico les guardamos el mismo respeto porque creemos en su voluntad de sacrificarse por otros. Sin importar la sapiencia o la sagacidad de un gran abogado, nuestra principal fuente de respeto emana de nuestra creencia de que, en el asiento del juez, la persona será capaz de juzgar con justicia, pase lo que pase. Si creyésemos que ella aceptará sobornos y utilizará su astucia y su conocimiento jurídico para dar credibilidad a decisiones injustas, no la respetaríamos, sin importar qué tan inteligente fuera. Nada despertaría en nosotros ese respeto excepto nuestra convicción tácita de que, en todos los actos importantes de su vida, la justicia, y no sus intereses personales, es su guía.
En el caso de un médico, la base de nuestro respeto hacia él o ella es aún más clara. Sea cual sea su ciencia, nos espantaríamos si nos enteráramos de que nuestro médico considera a sus pacientes como conejillos de Indias. Nuestro espanto sería aún más grande si nos enteráramos que el doctor ha estado utilizando sus mejores habilidades para dar veneno disfrazado de medicina a sus pacientes porque otras personas lo han sobornado para que asesine.
Finalmente, este principio se puede ver con la mayor claridad posible en el caso de los miembros del clero. La bondad detrás de sus actos no excusa al médico de no saber medicina, ni al abogado lo excusa su inteligencia de no saber sobre su profesión; pero el clérigo, aun cuando el poder de su intelecto sea pequeño, es respetado porque presumimos que es caritativo y que está dispuesto a ayudar.
No puede haber duda alguna de que el tacto, la cautela, la decisión y otras facultades cognitivas que se necesitan para el manejo exitoso de un gran negocio, aun si no son comparables a las del gran abogado, general o sacerdote, a lo menos se asemejan a las condiciones mentales de los oficiales subordinados de un barco, o de un regimiento, o de un pastor de una parroquia local. En consecuencia, si todos los miembros eficientes de las profesiones apodadas liberales todavía son, a lo menos hasta cierto punto, más honorables que el gerente de una empresa, la razón debe ir más allá de la seguridad que tenemos en sus diferentes facultades mentales.
La razón esencial detrás de esto es que suponemos que el comerciante siempre actúa de forma egoísta. Su trabajo puede que sea muy necesario para la comunidad. No obstante, se entiende que el motivo por el cual lo realiza es completamente personal. Cada uno de los actos del comerciante está enfocado (la gente así lo cree) en obtener la mayor ganancia personal posible, y dejar lo menos posible a su vecino (o cliente). La gente le impone al comerciante, casi por ley, este principio como su principal motivo de acción; y le recuerda a cada momento que la función de un comprador es la de depreciar y la de un vendedor la de estafar (y el pueblo, recíprocamente, adopta este enfoque para sus vidas, proclamándolo a los cuatro vientos una ley universal). Sin embargo, es la gente misma quien condena involuntariamente al comerciante