El bienestar de todos. John Ruskin
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Nótese que no acuso ni pongo en tela de juicio que las conclusiones de esta ciencia no sean correctas si aceptamos los términos propuestos. Sencillamente, sus conclusiones no me interesan, de la misma manera en que no me interesaría una ciencia de la gimnasia basada en el supuesto de que los seres humanos no tienen esqueletos. Tal supuesto nos permitiría afirmar que sería beneficioso comprimir a nuestros alumnos como píldoras, aplastarlos como tortillas o estirarlos como cables; y que una vez obtenidos los resultados buscados, sus esqueletos serían reinsertados, lo que les causaría algunos problemas a sus cuerpos. El razonamiento puede ser encomiable y las conclusiones, ciertas, pero la ciencia sería deficiente en términos de aplicabilidad. La economía moderna se apoya precisamente en premisas similares. Esta ciencia no supone que los seres humanos no tienen esqueletos, sino que solo son esqueletos; es decir, a partir de esta negación del alma funda una teoría osificante del progreso; y luego de demostrar todo lo que se puede hacer con los huesos, y de armar interesantes figuras geométricas con el cráneo y el húmero del difunto, comprueba con éxito el problema de la reaparición del alma en las estructuras corporales. No niego la verdad de esta teoría: simplemente niego su aplicabilidad en el mundo moderno.
Curiosamente, la inutilidad de esta teoría se hace patente durante los bochornos causados por las huelgas de los trabajadores. Aquí podemos observar uno de los casos más sencillos, de manera pertinente y positiva, del primer problema clave al que se enfrenta la economía política: la relación entre el empleador y sus empleados. Esto se debe a que ante una crisis seria, cuando muchas vidas y grandes riquezas se encuentran en riesgo, los economistas políticos prácticamente no tienen nada que decir: no tienen ninguna solución demostrable al problema; al menos ninguna que pueda convencer o calmar a las partes en conflicto. Los empleadores tercamente adoptan un enfoque y, de igual modo, los trabajadores adoptan otro; y ninguna ciencia política puede establecer entre ellos un punto de encuentro.
Sería extraño si fuera así, porque ninguna “ciencia” tiene por objetivo lograr acuerdos entre personas. Cada nuevo economista intenta afirmar o refutar, en vano, la tesis de que los intereses de los empleadores son antagonistas a los de los trabajadores: ninguno de ellos parece recordar jamás que las personas no siempre son enemigas porque sus intereses sean antagónicos. Si solo hay un pedazo de pan en la casa, y tanto la madre como los niños están hambrientos, no podemos afirmar que sus intereses sean los mismos. Si la madre se lo come, los niños seguirán hambrientos; si los niños se lo comen, la madre tendrá que ir a trabajar con el estómago vacío. Sin embargo, no siempre tiene que haber “antagonismo” entre ellos; no siempre pelearán por las migajas; y la madre, aun siendo la más fuerte, no siempre se va a quedar con el pan. Lo mismo pasa en todos los otros casos, sin importar las relaciones que existan entre las personas: no es posible dar por hecho que los individuos con intereses diferentes deban tratarse con hostilidad, o que vayan a utilizar la violencia o la mentira para sacar ventaja.
Aun cuando esto fuera así, y fuese justo y conveniente considerar que la única influencia moral que motiva a estas personas es la misma que mueve a las ratas o a los cerdos, todavía sería imposible determinar las condiciones lógicas de la pregunta. Nunca podremos demostrar de forma general que los intereses de los empleadores y de los trabajadores son idénticos ni contrarios, dado que dependiendo de las circunstancias puede que sean ambos casos simultáneamente. De hecho, ambas partes quieren que el trabajo se haga bien y que se pague un precio justo por él, pero en la división de los beneficios, las ganancias de unos pueden llegar a ser las pérdidas de otros. El empleador no tiene interés en que sus empleados se enfermen o se depriman porque los sueldos que les paga sean extremadamente bajos, ni a los trabajadores les interesa ganar sueldos altos a costa de las ganancias del empleador a tal nivel que a este le sea imposible expandir la empresa o dirigirla de manera segura y humanitaria. Un conductor no debería desear un aumento si la compañía no tiene dinero para mantener los vehículos en buen estado.
La variedad de factores que entran en juego es tan infinita, que todos los intentos por calcular formas de conducta sobre la base de la balanza de la conveniencia son inútiles. Es así como debe ser. Quien nos creó nunca dispuso que los actos humanos fueran guiados por la balanza de la conveniencia, sino por la balanza de la justicia. Es por esta razón que todos los intentos por determinar la conveniencia han sido condenados al fracaso desde y para siempre. Ningún ser humano ha conocido, ni conocerá, las consecuencias últimas que un modo de conducta tendrá sobre sí mismo o sobre otras personas. Sin embargo, todos somos capaces de discriminar entre un acto justo y uno injusto, y la mayoría de nosotros sí sabemos lo que significa lo uno y lo otro. También entendemos que las consecuencias de la justicia serán, a la larga, las mejores posibles, tanto para nosotros como para el resto, aunque no podamos determinar cuál es la mejor situación ni cómo puede llegar a ocurrir.
Me he referido a la balanza de la justicia incluyendo dentro del término justicia el afecto, tal y como el que una persona puede sentir por otra. Todas las relaciones correctas entre un empleador y sus empleados, y los intereses de ambos bandos, dependen finalmente de esta balanza.
Creo que la forma más simple, así como la mejor, de ilustrar estas relaciones es analizando el oficio del empleado o empleada doméstica.
Vamos a suponer que el dueño de la casa quiere obtener de sus empleados la mayor cantidad de trabajo posible por el salario que les paga. Nunca les da tiempo para sí mismos; apenas los alimenta y les asigna las peores habitaciones; y el resto del tiempo los fuerza para que cumplan con sus deseos hasta tal punto, que el siguiente paso los haría renunciar. Cuando una persona actúa de tal manera frente a su empleado, lo que comúnmente se llama “justicia” afirma que la persona no ha violado ninguna ley. El empleador logra un acuerdo con sus empleados por el tiempo y el servicio que prestarán, y bajo ese acuerdo los acepta en su casa. El máximo esfuerzo que puede exigirle a sus empleados es establecido por los otros empleadores del barrio; es decir, por el actual sistema de salarios correspondiente al trabajo doméstico. El trabajador tiene toda la libertad de buscar un nuevo empleo si es que así lo desea; y lo único que el empleador puede hacer es indicarle el precio real de su trabajo en el mercado, que será equivalente a la cantidad de trabajo por la que él o ella estará dispuesto a pagar.
Esta es la visión política y económica del caso, de acuerdo a los expertos de esta ciencia. Afirman que por medio de este procedimiento se puede obtener el mayor promedio de trabajo del empleado y, en consecuencia, el mayor beneficio para la comunidad; y, por medio de la comunidad y por acto reverso, el empleado también obtiene mayor beneficio.
Sin embargo, esto no es así. Lo sería si el trabajador fuera un motor a base de petróleo, o magnetismo, o gravedad, o de cualquier otra fuerza cuyo valor sea calculable. No obstante, el empleado es un motor cuya energía de motivación es un alma. Esta peculiar fuerza, incalculable, entra en las ecuaciones del economista político sin que este se dé cuenta y refuta cada uno de sus resultados. La mayor cantidad de trabajo que este curioso motor puede entregar no será a cambio de dinero, ni bajo mayor presión, ni con la ayuda de ningún otro tipo de combustible. La mayor cantidad de trabajo solo se obtendrá cuando la fuente de energía, es decir, la voluntad o el espíritu del sujeto, llegue a su máxima potencia por medio de su combustible natural y correcto: los sentimientos.
Es posible que pase, y por lo general pasa, que si el empleador es una persona sensata y esforzada, una gran parte del trabajo manual se puede completar por medio de la presión mecánica reforzada por una voluntad fuerte y guiada por un método sabio. También es posible que pase, y por lo general pasa, que si el empleador es indiferente