El Círculo Dorado. Fernando S. Osório

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El Círculo Dorado - Fernando S. Osório

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a pista.

      A las nueve de la mañana, cuando llegó al club, sus amigos ya se encontraban allí. Bueno, para ser exactos, todos menos Borja, al que eso de la puntualidad le traía sin cuidado.

      «Mi libro dice que el buen jinete tiene que tomarse la vida con calma si no quiere padecer de estrés el día de mañana», solía aclarar ante el escepticismo general. «Ojo, y no es que a mí no me guste ser puntual. Si de mí dependiese, lo sería más que el AVE. Pero claro, un autor importante, si quiere que lo tomen en serio, tiene que cumplir con las normas de su propio método». Aquel argumento, totalmente lógico en su opinión, era utilizado una y otra vez como excusa inapelable cada vez que llegaba tarde, y su entrenador (o sus amigos, cuando quedaban) lo esperaba con cara de mosqueo y con alguna que otra tentación de estrangularlo.

      Mercedes, Diego y J.R., aunque no tomasen parte en el concurso, habían acudido para acompañar a sus amigos, dispuestos a ayudarlos en cualquiera de las mil y una tareas que aparecían como por arte de magia en toda competición: trenzar, poner vendas, cepillar o simplemente dar ánimos y apoyo en esos momentos en los que los nervios hacen inevitable acto de presencia.

      Cuando eran ellos los que participaban en alguna prueba de Doma sus amigos también estaban ahí dispuestos a echar una mano con lo que fuese, ya que entre los miembros de la pandilla, la amistad y el compañerismo estaban siempre por encima de todo haciendo bueno aquello de «hoy por ti, mañana por mí».

      El día, reluciente y azul, de pleno verano, había atraído a un buen número de público que iba poco a poco ocupando su lugar en las gradas a la espera de que comenzase la competición.

      La primera prueba era de la de 0,50 metros. En ella participaban los más pequeños y aquellos que no tenían aún los conocimientos necesarios para enfrentarse a mayores complicaciones. A pesar de la escasa altura, siempre era una de las más animadas gracias al Ejército de padres, familiares y amigos que se desgañitaban animando a sus hijos en sus primeros contactos en el mundo de la competición.

      Sandra, Borja y Elisa salieron a la pista de ensayo para pasear y comenzar el calentamiento. Elisa y Diego coincidían en que este era el momento que más odiaban, esos minutos en que el turno se acerca, la salida a pista es inminente y lo único que escuchas es la voz metálica de megafonía anunciando: «prevenido fulanito», «preparado menganito», o lo que es lo mismo: ya no hay vuelta atrás y que sea lo que Dios quiera.

      Esa era una de las razones por las que a Diego, aunque de vez en cuando tenía que hacerlo, nunca le había gustado el mundo de la competición. La otra, y más importante, es que era uno de esos jinetes afortunados que saben disfrutar simplemente del día a día y del trabajo bien hecho sin sentir la necesidad de tener que medirse con nadie; una felicitación de su profesor o cualquiera de esas jornadas en la que el caballo se entrega al cien por cien y parece formar parte de uno mismo constituía siempre su mayor premio y el chaval eso no lo cambiaba por un saco de escarapelas o el trofeo más valioso. «A mí lo que me gusta es montar a caballo y aprender, no llevarme una copa a casa», contestaba mecánicamente a todos aquellos que se extrañaban de su desinterés por la competición. A los que no se conformaban con aquella respuesta e insistían en la importancia de concursar y ganar para ser un gran jinete, les respondía contándoles la historia de uno de sus ídolos, Nuno Oliveira, un gran jinete portugués que asombró al mundo con su equitación, su estilo y un envidiable dominio del arte ecuestre.

      A casa de Oliveira acudía gente de todo el mundo buscando recibir las lecciones del «Maestro», como llegó a conocérsele internacionalmente. Pues bien, el gran Nuno jamás compitió profesionalmente, impecable argumento que el niño utilizaba gustosamente para cerrar la boca a los que cada cierto tiempo venían a agobiarlo con el eterno tema de los concursos.

      Por supuesto la equitación había cambiado mucho desde la época de los jinetes como Nuno Oliveira y se había ido dejando atrás la parte «barroca» de la vieja escuela para ir centrándose con el tiempo en aspectos más técnicos y funcionales, que los avances de la ciencia (que, entre otras cosas, había descifrado en profundidad la anatomía del caballo y su aplicación al rendimiento deportivo) habían catapultado a otra dimensión.

      Y es que el progreso afecta a todo, incluso a la equitación. Diego era consciente de ello y, como es lógico, se dejaba llevar por las tendencias de los tiempos actuales que eran las que le transmitía su entrenador. Así y todo, por encima de los aspectos técnicos, lo que verdaderamente le llamaba la atención al muchacho era el espíritu que había alimentado tanto a Nuno como a su otro adorado ídolo, George Theodorescu: la pasión por lo que hacían y la búsqueda de la belleza y el arte.

      Para Sandra, sin embargo, competir era una de las partes más divertidas de montar a caballo y un aliciente que la hacía esforzarse día a día con una envidiable determinación. Era una deportista en todo el sentido de la palabra y la derrota le importaba muy poco: si ganaba era la niña más feliz del mundo, pero si perdía, bien porque su caballo se parase o porque ella metiese la pata, se lo tomaba con humor y resignación esperando a que en la próxima oportunidad las cosas fuesen de otra manera: toda una muestra de su carácter alegre y extrovertido que le había hecho ganarse el corazón de todos los que la rodeaban.

      1 Pura Raza Española.

      El reloj fue poco a poco avanzando en su carrera y la prueba de 1,10 metros dio comienzo. La mayoría de los participantes en esa altura eran mayores que ellos: chicos y chicas que llevaban más tiempo montando y que ya estaban a punto de dar el salto a categorías superiores.

      Borja fue el primero en salir a pista y enseguida dejó claro que aquel no iba a ser su día pues en el obstáculo número tres ya se había perdido. «¡Derechaaaa!» gritaba Hugo, su profesor, a todo pulmón desde el fondo de la pista indicándole hacia dónde tenía que girar. Fue inútil. Borja a aquellas alturas tenía tal lío en la cabeza que ya no sabía lo que era derecha, izquierda, arriba o abajo, por lo que siguiendo su particular filosofía paró su caballo, saludó al jurado y salió trotando muy dignamente por donde había entrado.

      Después le tocó el turno a Elisa, que era apoyada desde las gradas por todos sus amigos que la animaban a voz en grito con ímpetu de auténticos ultras futboleros: «¡Elisaaa, Eliiisaaa!» Y fue tal vez por eso, por el apoyo de sus compañeros y porque aquel día pudo controlar sus nervios, que acabó el recorrido con tan solo cuatro puntos de un derribo. La sonrisa de oreja a oreja con la que abandonó la pista lo decía todo: no había felicidad comparable.

      Sandra fue tercera en la prueba con un excelente recorrido que le ganó un gran aplauso de todos los asistentes. Lo cierto es que en los últimos meses había mejorado mucho y sus progresos empezaban a dar fruto en forma de resultados.

      Habían sido muchos los días en los que o bien hacía un montón de puntos o su caballo se paraba y ambos eran eliminados. Aquella mañana las semillas del trabajo y el entrenamiento habían florecido y la vuelta de honor supuso un premio muy especial para caballo y amazona.

      Tras la entrega de trofeos los seis amigos se reunieron en la cafetería tratando de hacerse un sitio como podían entre el barullo de jinetes, público, padres y demás familia que se daban cita siempre en todo concurso.

      –¿Qué tal el recorrido, Borja? –picó Elisa–. Como fue tan rápido no me dio tiempo a verte.

      –Si no tienes ni idea de caballos no es culpa mía. En mi libro, exactamente en el capítulo dos, dice que el domingo es día de descanso y debe ser empleado en el arte de dormir. Simplemente quise acabar pronto para ir a echar una cabezadita al coche.

      –Seguro –continuó Elisa pletórica–, y yo que me lo creo.

      –Escucha

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