El Círculo Dorado. Fernando S. Osório

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El Círculo Dorado - Fernando S. Osório

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en su garganta sin poder salir de manera coherente–, quiero decir… y ¿qué hicieron?

      –Denunciarlo a la Guardia Civil.

      –¿Y? –lo apremió Juan impaciente.

      –Pues que allí pasaron del tema un montón. O sea que un poco más y se ríen de ellos a la cara. Ya sabéis que este tipo de historias no tienen muy buena fama pues la mayoría de las veces son movidas falsas que se inventa la gente para salir en la tele o en los periódicos.

      –Seguro que la CIA está detrás de esto –intervino Borja muy serio y con total convencimiento–, como si lo viese.

      –Vale Borja, no flipes que la historia no va por ahí –lo cortó Diego a duras penas aguantando la risa. Conocía a la perfección la mente calenturienta de su amigo y sabía que si se le daba pie era capaz de crear en segundos una trama de espionaje internacional donde posiblemente no había más que una anécdota sin importancia y perfectamente explicable–. Bueno, la cosa es que después de varios avistamientos…

      –¿Varios avistamientos? –ahora fue Elisa la que interrumpió–, o sea, que ha pasado más de una vez.

      –Tú lo has dicho Eli, por lo que se ve unas cuantas

      veces –contestó Diego con aires de importancia y muy satisfecho de ser el portador de aquella exclusiva que parecía despertar tanto interés–. Pues bien, un grupo de vecinos, hartos de tantos rumores, lucecitas misteriosas y cuentos de brujas, decidieron formar una especie de patrulla e ir a comprobar personalmente lo que estaba pasando. Así que esperaron una noche sin luna, pillaron el todoterreno del Emilio y se plantaron en la torre.

      –Diego, por favor, no seas paleto –intervino Mer–, se dice Emilio a secas. No «el Emilio».

      –¡¡¡¿Podré acabar de contar la maldita historia?!!! –gritó Diego fuera de sí, ya que si había algo que le reventaba era que lo interrumpiesen constantemente en medio de un relato.

      –Perdón –se disculpó Mercedes aguantando a duras penas la risa–. Sigue, por favor.

      –Está bien –Diego hizo una pequeña pausa para recrear la tensión perdida y continuó con la narración–. Como no querían arriesgarse demasiado, no entraron directamente en la torre sino que decidieron ocultarse y observar de lejos durante un rato para asegurarse de que no había peligro. Hasta las once y media de la noche todo fue perfectamente: ni un sonido, ni un movimiento, ni por supuesto, ninguna de aquellas luces misteriosas hasta que…

      –Hasta que, ¡¿qué?! –apremió J.R. al que tanta intriga le estaba empezando a crear una extraña sensación en el estómago.

      –Hasta que a las once y media todo cambió... –contestó Diego para, a continuación y dejando que en un gesto teatral su vista se perdiese en algún punto indeterminado del bello paisaje, volver a quedar en silencio. Un grito unánime de impaciencia lo devolvió a la realidad:

      –¡Sigue, por favor! –gritaron todos a coro. Diego había conseguido su objetivo: lograr intrigar a su auditorio y que deseasen impacientes escuchar el final de la historia.

      –Está bien –continuó el niño tomándose su tiempo y vengándose de esta manera por las continuas interrupciones que había sufrido–. Como os decía, a las once y media aproximadamente, unas misteriosas luces comenzaron a alumbrar el interior de la torre. Según dijeron no eran muy grandes y tan pronto quedaban quietas como se movían de un lado a otro. Muy extraño. Lo cierto es que los miembros de la «patrulla» no sabían qué hacer: correr a la Policía o acudir a investigar ellos mismos.

      –¿Investigar ellos mismos? –intervino Mercedes–. ¡Eso es tener narices!, sí señor. Si me pasa a mí no paro de correr hasta llegar a Australia.

      –Ya te digo –corroboró Borja mirando a su amiga de manera burlona–. Aunque dudo mucho de que pudieses correr hasta Australia ya que, por si no lo sabes, es una isla. En todo caso nadarías ¡so burra! –añadió el niño vengándose de esa manera por la corrección gramatical que hacía tan solo unos instantes Mercedes le había hecho a su amigo. Diego era su colega y ahí estaba él para ayudarlo siempre que lo necesitase.

      –Gracias, Borja –respondió Mer bajando humildemente la cabeza–, me encanta recibir lecciones de Geografía de alguien que no tiene claro ni dónde está Francia.

      –¿Os interesa el final de la historia o preferís quedaros con la intriga? –preguntó Diego alzando la voz al ver que su protagonismo de intrépido investigador amenazaba con esfumarse de nuevo.

      –Sigue, Diego –le dijo Borja mirando a Mercedes desafiante–, solo intentaba poner a «esta» en su sitio.

      –Lo sé. Gracias, colega –contestó Diego con una sonrisa–. Pues bien, como os decía, había dos opciones: ir a la Policía o investigarlo ellos mismos.

      –Y lo que hicieron fue… –apremió J.R., que quería llegar cuanto antes al fondo de aquella extraña historia.

      –Bueno, Juan, aunque parezca increíble se decidieron por lo segundo.

      –¡Alucino! –dijo Juan realmente admirado.

      –Pues sí, por lo que escuché tenían miedo de que las luces ya no estuviesen cuando regresasen con la Guardia Civil así que, con un par de narices, «el Emilio» y sus amigos

      –Diego miró a Mer desafiándola a que volviese a corregirle, pero esta vez su amiga no dijo ni mu– salieron del coche sigilosamente y caminaron hasta la torre. Pero cuando tan solo les separaban unos cincuenta metros de su objetivo… sucedió.

      –¿Qué sucedió? –preguntó Elisa con los ojos muy abiertos.

      –Sucedió que escucharon un alarido que pondría los pelos de punta al más valiente. Según explicaron más tarde en comisaría era un grito horrible, algo que en su vida habían oído y que estaban convencidos de que no era humano.

      –Mi madre –intervino Sandra–, es como una peli de terror.

      –Lo sé –asintió Diego–. Como es lógico, después de oír aquello se piraron a toda mecha y no pararon hasta llegar al pueblo.

      El niño terminó su relato y miró a su alrededor para observar qué efecto habían causado sus palabras. El éxito de la narración no podía haber sido mayor ya que cinco caras lo miraban embobadas con una mezcla en sus rostros de asombro y una pizca de miedo.

      Al final fue Mercedes la que rompió el silencio:

      –¿No te estarás quedando con nosotros, verdad? –fue lo único que se le ocurrió. Diego la miró indignado. Los asuntos del Círculo eran sagrados y jamás bromearía con una historia semejante. Mer se dio cuenta al instante de su error.

      –Perdona Diego, es que he quedado tan alucinada que no supe qué decir.

      –Yo si sé qué decir –dijo rápidamente Sandra con la emoción pintada en sus pupilas–, este es el caso que hemos esperado desde que nos conocemos, o sea «la gran aventura», o sea nuestra oportunidad, o sea, ¿cuándo vamos?

      –¿Cómo que cuándo vamos? –atajó rápidamente J.R. al que todo aquello de castillos solitarios, excursiones nocturnas y gritos desgarradores no le convencía en exceso–. Primero habrá

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