El Círculo Dorado. Fernando S. Osório
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–Pues no, no oí hablar de ninguna, pero aquellos, afortunadamente, eran tiempos muy lejanos y diferentes a los nuestros. Además, esto va a ser también un grupo de superhéroes ¿no?
–¡Por supuesto! –concedió su amigo rotundamente.
–Pues te recuerdo que en los X-men, en los Vengadores o en los Cuatro Fantásticos hay mujeres, por no hablar de Wonder Woman, Supergirl, etc.
–Mmmm –gruñó Borja, a quien no le gustaba mucho dar su brazo a torcer–, está bien, sé que las mujeres pueden hacer las cosas igual de bien que nosotros y que en los cómics existen un montón de excelentes superheroínas. Vale. No me había dado cuenta y tienes razón. Pero por los menos reconoce que no hay quien las entienda –y en ese punto Diego guardó un prudente silencio pues ahí sí que estaba de acuerdo con su amigo.
Afortunadamente y por cosas del destino, que a veces depara sorpresas muy gratas, una nueva alumna de Los Alazanes llamada Sandra entró en sus vidas y los dos chavales se dieron cuenta enseguida de lo absurdo que había sido todo aquel debate. Sandra les demostró con creces que las chicas podían hacer las mismas cosas que los hombres y que, además, sin ellas posiblemente todos sus planes resultarían muy aburridos.
Sandra era diferente a todas las niñas que habían conocido hasta el momento: era simpática, sabía mucho sobre caballos y además montaba muy bien. Y no es que el resto de las que conocían no tuviesen también alguna (o todas) de estas cualidades, pero ella era especial.
Todo esto, unido a su valor y ganas de emprender cualquier tipo de aventura, acabaron convirtiéndola en el primer miembro femenino del Círculo Dorado. Tras ella llegarían Mercedes y Elisa, a las que conoceréis dentro de muy poco.
El último en incorporarse a la pandilla fue un chaval de trece años recién cumplidos llamado Juan Ramón, que se convertiría en el benjamín del grupo y que no tardaría en ganárselos a todos gracias a su permanente sonrisa, a su predisposición y, sobretodo, a un grandísimo corazón siempre dispuesto a ayudar al que lo necesitase. Con él, las puertas quedaban definitivamente cerradas, ya que tanto Diego como Borja no querían que el Círculo creciese en exceso pues esto comprometería seriamente las posibilidades de mantener el anonimato. Además, como dijo Sandra en un momento de inspiración, con la incorporación de Juan Ramón el equipo estaría formado por tres hombres y tres mujeres, con lo que la relación de poder quedaba perfectamente equilibrada haciendo bueno el espíritu de su nombre y emblema.
Siguiendo el plan original de los dos socios fundadores, el grupo había sido seleccionado cuidadosamente y todos los elegidos habían aceptado entusiasmados. Pero, claro, con decir «sí» no bastaba. Eso, en opinión de Diego hubiese sido demasiado simple y aburrido (o «cutre», en palabras de Borja), por lo que el convertirse en miembro de pleno derecho del Círculo Dorado pasaba por un último pero importante detalle: prestar un solemne juramento que los uniría a él de por vida. Todos lo habían realizado, y tal vez debido a su teatral escenificación se había convertido en uno de esos momentos mágicos y emocionantes que jamás se olvidan.
El juramento, escrito en un pergamino y sellado con una gota de sangre del nuevo miembro, decía y dice así:
«Yo (a continuación el aspirante deberá pronunciar su nombre de manera solemne) juro lealtad a mis compañeros, ayudándolos y apoyándolos en todo lo que necesiten, así como mantener en secreto mi pertenencia al Círculo Dorado.
Juro proteger a los animales, denunciando y enfrentándome, si es necesario, a aquellos que no lo hagan allí donde se encuentren.
Juro tratar a mi caballo igual que a un amigo, atendiéndolo y cuidándolo como se merece.
Juro no mirar nunca para otro lado, porque todos somos alguien y YO soy alguien.
Que este juramento haga más fuerte al Círculo Dorado y que la calavera venga a buscarme si falto a mi palabra…»
Lo sé. No hace falta que digáis nada. Sé que a estas alturas os estaréis preguntando qué significa eso de «la calavera». Pues bien, no le deis muchas vueltas al tema ya que no es ningún acertijo con un significado oculto para que os rompáis la cabeza o un misterio accesible solamente a los integrantes del grupo. No. La famosa calavera no es ni más ni menos que lo que su nombre indica: ¡una calavera! Tan sencillo como eso, o sea, un antiguo y auténtico cráneo humano donado generosamente por la hermana mayor de Sandra (que estudiaba Medicina y siempre tenía la casa llena de cráneos, huesos y otras porquerías que su madre a menudo amenazaba con arrojar por la ventana) que se convirtió en una pieza fundamental en el ritual de la ceremonia de entrada al tener que realizarse el juramento con una mano puesta sobre ella.
Lo cierto es que todos le tenían un poco de respeto a aquella reliquia que de alguna extraña manera parecía observarlos atentamente con sus ojos vacíos e infinitos. Pero ese toque un tanto macabro era precisamente lo que le daba su valor: el de ser un complemento indispensable para ambientar a la perfección la ceremonia de iniciación con un aire de solemnidad.
La importancia de la calavera como símbolo llegó a ser tal que acabó cediendo su nombre al lugar secreto elegido por la pandilla como punto de encuentro: «la Cueva de la Calavera», un rincón alejado del pueblo y perfectamente escondido entre los peñascos de una garganta situada a escasos metros del río Negro; un paraje de difícil acceso al que, tal vez por esa razón, los turistas y el progreso no habían contaminado aún con su presencia.
La cueva había sido descubierta casualmente por Juan Ramón una tarde de verano cuando, tras uno de aquellos largos paseos en bici que tanto le gustaban, se había alejado en exceso llegando hasta la misma orilla del río. El chaval se había comprado la tarde anterior una nueva cometa que prometía grandes emociones y, una vez allí, consideró que aquel lugar era tan bueno como cualquier otro para hacerle una primera prueba. Así que, ni corto ni perezoso, extrajo de la mochila su nueva adquisición dispuesto a demostrarle al mundo sus dotes de piloto acrobático.
Pero con lo que J.R. no contaba era con que aquel día el viento soplaba demasiado fuerte y así, antes de darse cuenta, el artefacto de tela se le escapó de las manos, volando sin control y haciendo todo tipo de cabriolas para acabar estrellándose después de unos minutos entre los matojos de una de las cercanas colinas.
El muchacho, cuyo amor propio era una de sus grandes cualidades, no estaba dispuesto a volver al pueblo con las manos vacías exponiéndose a las burlas de sus amigos, por lo que, tras permanecer boquiabierto los instantes de rigor que siempre conlleva un desastre de esa magnitud, analizó la situación fríamente optando por la única solución que tenía si quería recuperar su cometa: echarle ganas y valor, y escalar la empinada pared de roca que se erguía desafiante ante él.
La hazaña resultó ser más asequible de lo que parecía y así, tras unos minutos de ascensión, se encontraba ya a escasos metros de su preciado objetivo.
Fue en ese momento cuando el escalador hizo un sorprendente descubrimiento: completamente invisible desde abajo discurría una especie de senda que conducía hasta lo alto de la colina.
Juan, con el ánimo de un intrépido explorador, no se lo pensó dos veces y decidió recorrer el camino oculto dispuesto a comprobar si realmente llegaba hasta la cima. Y como el azar es a menudo padrino de los grandes eventos, nuestro amigo acabó encontrándose fortuitamente con algo que marcaría para siempre el futuro del Círculo y sus actividades.
Y es que, con la cometa bien aprisionada bajo el brazo para que no volviese a jugársela y la mirada