El Círculo Dorado. Fernando S. Osório

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El Círculo Dorado - Fernando S. Osório

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Sin tan siquiera poder pensar en lo que estaba sucediendo el suelo se hundió literalmente bajo sus pies siendo engullido por la montaña.

      J.R., que no había visto el estrecho agujero que parecía haber estado aguardándolo camuflado como un depredador entre los claros y sombras que lo acompañaban en su escalada, no tuvo ni tiempo de procesar la información de lo que había sucedido y en un abrir y cerrar de ojos se encontró sentado (y un tanto magullado) en una galería que, a primera vista y tras recuperarse del aturdimiento producido por el golpe, parecía conducir al interior de la montaña.

      Tras comprobar que no estaba herido y que la salida de aquella pequeña trampa no presentaba mayor problema (solo tenía que subir un par de metros por una especie de escalera natural) decidió encender la linterna que siempre llevaba en la mochila e investigar a dónde conducía aquel pasadizo.

      La respuesta fue más rápida de lo que esperaba ya que, tan solo a unos metros de donde se hallaba, el camino acababa muriendo en una cueva de unos cincuenta metros cuadrados.

      El lugar no parecía presentar ninguna clase de peligro y el techo, que Juan iluminó con su linterna en busca de murciélagos o cualquier sorpresa desagradable, era lo suficientemente alto como para que la sensación no fuese agobiante o claustrofóbica.

      Con la situación bajo control Juan Ramón no pudo evitar un grito de alegría ante el fortuito descubrimiento porque aunque así, a bote pronto, no podía pensar en ninguna utilidad práctica para su hallazgo, algo le decía en su interior que el lugar que contemplaba con el orgullo de un improvisado Indiana Jones de una u otra manera, iba a ser de gran provecho para los intereses del Círculo Dorado.

      Tras disimular bien la entrada con ramas y arbustos J.R. voló hacia el pueblo como alma que lleva el diablo dispuesto a contar a sus amigos el fenomenal descubrimiento. Albergaba la esperanza de que la noticia, de ser tomada en serio, se convertiría en un gran punto a su favor como nuevo miembro pudiendo incluso ayudarlo a deshacerse de una vez por todas del apodo de «novato» con el que a veces sus compañeros lo provocaban cariñosamente.

      Afortunadamente para Juan, la reacción de sus amigos superó con creces las expectativas. Tal fue el revuelo causado por la noticia que al día siguiente la pandilla al completo contemplaba con ojos de asombro lo que a partir de ese momento se convertiría en su guarida secreta. Aquella cueva, cuya existencia posiblemente nadie conocía, era el lugar idóneo como base de operaciones por lo que, por unanimidad y con gran alboroto de vítores y aplausos, fue aceptada de inmediato como tal.

      Como es lógico, la desbordada ilusión y la impaciencia generalizadas exigían que el lugar entrase en funcionamiento cuanto antes. A partir de aquel día se volcaron en cuerpo y alma, no solo en hacerla habitable, sino en lograr que el aspecto de su flamante «sede» fuese lo más acogedor posible.

      Borja, que era el «manitas» del grupo, llevó sus herramientas hasta la cueva y allí, con unas vigas de madera que compraron entre todos, construyó unos rudimentarios bancos que colocaron alrededor de una mesa plegable que adquirieron en una tienda de bricolaje. Llevaron mantas, sacos de dormir, chucherías, sus cómics y revistas favoritos y, como último adorno, la calavera donada por la hermana de Sandra que al fin tendría un lugar digno desde el que vigilar las actividades del grupo.

      La iluminación de la cueva fue lo que más guerra les dio. Después de escuchar todas las sugerencias y planes (algunos verdaderamente imaginativos pero poco prácticos) acabaron solucionándolo echando de nuevo mano de sus ahorros y comprando unas cuantas lámparas de gas que, situadas en lugares estratégicos, conseguían un resultado más que aceptable.

      Había, así y todo, un último e importantísimo detalle que de no ser por Mercedes a nadie se le hubiese ocurrido. Alguien, al igual que le sucediera a Juan Ramón, podía dar con la entrada de manera fortuita (o sea, cayéndose dentro) acabando para siempre con su lugar secreto. Aquella idea causó una gran conmoción entre los miembros del Círculo que comenzaron a imaginarse a toda una legión de extraños invadiendo su «base de operaciones» de un momento a otro.

      Antes de que cundiese el pánico, Mer anunció con una divertida sonrisa que ya tenía pensada una solución para solventar aquel problema de seguridad.

      El ingenioso plan (aprobado por todos con gran alborozo) consistía en colocar unos tablones de madera sobre la grieta de entrada cada vez que abandonasen la cueva. Sobre ellos esparcirían ramas y arbustos hasta cubrirlos por completo. De esta manera, si algún excursionista despistado pasaba por allí y pisaba el punto de acceso, en ningún momento se daría cuenta de lo que se encontraba bajo sus pies.

      La Cueva de la Calavera se convirtió a partir de aquel momento en sede oficial y secreta del Círculo Dorado y lugar de reunión en el pasarían un montón de horas de diversión y planearían minuciosamente cada una de sus aventuras.

      Solo faltaba un último detalle para comenzar su andadura oficialmente, un importante detalle surgido de la inspiración de Elisa: si querían ser como los caballeros andantes de la antigüedad, deberían elegir un emblema como el que aquellos llevaban en su armadura, un símbolo con el que de alguna manera se identificaran y por el que todo el mundo (la posteridad incluso, añadió Diego en un arrebato de optimismo) los reconocería tras las hazañas que sin lugar a dudas llevarían a cabo con éxito en el futuro.

      La elección de ese escudo personal se convirtió a partir de aquel momento en una importante decisión, todo un reto de imaginación que a alguno le dio más de un dolor de cabeza.

      –Solo pensad en que Superman o Batman se hubiesen equivocado a la hora de elegir sus emblemas –repetía Borja una y otra vez para que todos se motivasen de manera conveniente–; ¿sería el mundo igual? ¡No señor!, así que esforzaos y no os quedéis con lo primero que se os venga a la cabeza. Como dice mi padre: «en estos tiempos, la imagen es lo más importante».

      –Así te ven, así te tratan –repetía con guasa a coro el resto de la pandilla, que ya se sabía los dichos de su amigo de memoria.

      Tras unos días de profunda meditación, Diego fue el primero en decidirse eligiendo como escudo de armas la figura de un dragón, una criatura sabia, misteriosa y desconcertante de la que hacía tiempo había leído que tan pronto andaba por el suelo como los hombres como, de repente, se elevaba volando por el cielo como las aves. El chaval, que a menudo emprendía el vuelo gracias a los sueños que siempre poblaban su cabeza, no necesitó pensárselo dos veces: él sería el dragón.

      Mercedes fue la siguiente en tomar la difícil decisión decantándose por la imagen de un unicornio. Aquel caballo blanco de las leyendas era un ser hermoso de cuya existencia nunca había dudado, un mágico y bellísimo animal que estaba segura aún habitaba en algún lugar remoto, visible tan solo para aquellos que conservan intacta la capacidad de creer en sus sueños.

      Elisa optó por una herradura plateada que para ella encerraba un doble significado: por un lado sintetizaba la pasión ecuestre que la acompañaba desde que tenía uso de razón y por otro representaba uno de los talismanes más populares de la buena suerte (y como Elisa era un poco supersticiosa quedó muy satisfecha con su elección).

      J.R., al igual que sus compañeros, barajó un montón de opciones pero en el momento en que la idea de una tortuga le vino a la cabeza supo que era la correcta. Aquel animal, no solo era una de sus mascotas favoritas (en casa tenía un par de ellas), si no que, por su pachorra natural, a él constantemente le estaban comparando con ellas. ¿Qué mejor pues que una tortuga para representarlo ante el mundo?

      La figura de una estrella fue la elección de Sandra. Era la estrella que contemplaba algunas noches desde su ventana y a la que, desde muy niña, le pedía sus deseos; un símbolo con un gran valor personal cuyo significado

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