Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego. Ramiro A. Salazar Wade

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Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego - Ramiro A. Salazar Wade

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solo movió la cabeza para asentar que no la conocía.

      Regresaron al pueblo por el mismo camino. Roberto Talante llevaba la valija sobre sus hombros mientras Salomé caminaba delante. Se veía por ratos preocupada para en seguida reírse a carcajadas.

      2

      Tres días pasaron desde que Salomé había llegado al pueblo. Tres días continuos de lluvias imparables. Dormitando sobre su cama, veía cómo las gotas se estrellaban en el vidrio de la ventana. La mañana debía seguir gris. Fumaba marlboros rojos. Vestía tan solo shorts cortos y sus senos eran cubiertos por un top deportivo sin tirantes. El humo llenaba la habitación. Cada vez que se acercaba al buró a depositar las cenizas, podía ver, por la ventana que daba a la calle principal, a Roberto, sentado en la banqueta bajo la lluvia, esperando que saliera para acompañarla y obedecerla. Se sentía orgullosa del hechizo que hipnotizaba a aquel hombre de brazos como robles. La camisa mojada se pagaba a la espalda del hombre, sus músculos traspasaban la tela dejando ver lo fornido de su cuerpo. No calculaba su edad, pero creía que no pasaba los cuarenta años. Sus barbas lo hacían ver como mendigo. El cabello largo negro le recordó a un cuervo y, desde ese día, ese sería su sobrenombre.

      Tres fuertes golpes provenientes de la puerta de entrada la pusieron alerta. Sintió flojera de pararse, lo cual la molestó. Sopló sobre la punta del cigarro haciendo que las brasas del tabaco se apagaran. El viento que desprendía de sus pulmones era gélido. En seguida sonrió como siempre lo hacía: descaradamente. Calzó sus botas sin calcetas y salió de su habitación para abrir la puerta y sorprender a los visitantes.

      —¿Qué buscan? —dijo.

      —Buscaba a doña Leonora. Debía entregarme unos vestidos —dijo la joven apenada, soltando una risita.

      —La doña ya no vive aquí —respondió Salomé, mientras sostenía la puerta.

      Miró hacia la acera. Podía ver en su imaginación a la antigua dueña de la casa llevando maletas en ambos brazos, caminando hasta la estación del ferrocarril para dirigirse a casa de uno de sus hijos o quienquiera que pretendía visitar. Nunca escuchó las palabras que doña Leonora le decía. Lo único que le importaba era adueñarse de la casa. Volvió a esbozar una gran sonrisa, que dejó perpleja a la joven.

      —Hola, me llamo Sara. ¡Qué extraño que doña Leonora se fuera sin decir nada!

      —Dejó varios vestidos en unas cajas. Si quieres, pasa a buscar. Pueden estar los tuyos.

      Sara era regordeta, de mejillas infladas, rojas como tomates. Usaba lentes inmensos para ver. Sus cabellos negros estaban recogidos en una cola de caballo. Llevaba un short muy ajustado que hacía que sus lonjas se desbordaran, mostrando el ombligo, ya que la blusa que usaba era holgada, pero muy corta.

      Buscó los vestidos en cajas arrinconadas en un cuarto. Los encontró todos. Solo uno no estaba terminado.

      Para el final de la tarde, ambas bebían cervezas en la cocina. Las bebidas le caían bien a Sara. Eructaba sin apenarse. Parecía que Salomé fuera su amiga de toda la vida. Luego de degustar la última bolsa de frituras y terminar su cerveza, se despidió sin que las bebidas la hubieran mareado.

      —Gracias por su hospitalidad. Me tengo que ir —dijo la joven mientras tomaba los vestidos y caminaba hacia la puerta.

      Salomé la observaba moverse, con media sonrisa esbozada, mientras sostenía el cigarro con los dedos para llevarlo a la boca. Antes, movió la cabeza negativamente: no le gustaba el físico de la chica, ni su forma de vestir.

      —Ven a visitarme. Voy ayudarte.

      —¿Ayudarme?

      —Voy a hacer que dejes de ser una cerda —dijo Salomé.

      Las palabras cayeron como agua fría en Sara, quien tomó una actitud agresiva. Miró fijamente a Salomé. Vio su cuerpo, el cual seguía cubierto por las mismas mínimas prendas con la que estaba en la cama. Sintió envidia, en seguida vergüenza, y salió de la casa, no sin azotar la puerta con todas sus fuerzas.

      3

      Eran las seis de la tarde cuando Salomé y el Cuervo volvieron al panteón. La lluvia era ahora una leve llovizna. El sol ganaba la lucha a las nubes que empezaban a disiparse. Sobre un trozo de cielo azul se formaba un arcoíris. Visitaron muchas tumbas, fila por fila. Caminaron hasta que, en el centro del camposanto, Salomé gritó: “¡Eureka, malditos!”. Luego de una búsqueda que les tomó un corto tiempo, descubrían la tumba de Mercedes de Todos los Santos Torres, viuda de Alcadia, nombre que el cofre enterrado le había dado. La fecha de muerte databa de hacía más de sesenta años.

      Salomé se arrodilló frente al sepulcro, colocó sus manos sobre el concreto, cerró sus ojos, levantó la cabeza hacia el cielo y, en seguida, profirió palabras incoherentes para el léxico común. El cuervo veía cómo su ama se contorsionaba con espasmos continuos. Luego de unos minutos, cayó rendida sobre la tumba, con su respiración agitada. Dejó pasar tiempo para recuperarse; enseguida rio a carcajadas. Sin levantarse, se recostó boca arriba, introdujo un cigarro en su boca, lo encendió con tan solo tocarlo con sus dedos, inhaló los humos fuertemente. Al soltarlos, abrió los ojos y vio a su compañero.

      —Esperaremos a que sea de noche. Ya falta poco. Mientras, ve a conseguir una pala y una barreta. Aquí te espero.

      Mercedes de Todos los Santos era un ama de casa. Su vida fue de lo más normal, fuera de envenenar a una docena de hombres. Su vida criminal inicio a los veintitantos años. Iba por el sexto hijo cuando se cansó de estar embarazada y, una noche, envenenó la bebida de su esposo con matarratas. Fue su primer muertito. De ahí en adelante se dedicó a visitar cantinas de los pueblos vecinos. Se sentaba en una esquina. No tardaba mucho tiempo sola. Bebía con su víctima, se divertía hasta el cansancio y se iba con él para que, antes de que amaneciera, ya estuviera muerto en la cama de algún hotel gracias a sus pócimas y venenos. Cuando asesinó a su última víctima, fue descubierta. Su muerte por linchamiento fue terriblemente dolorosa.

      Salomé sabía todo esto con solo tocar la tumba. Sabía que lo que venía sería un gran reto. Se mortificaba al recordar sucesos pasados. Sabía que, esta vez, no podía perder, no debía perder. De ser así, no le quedaría nada para seguir en el juego.

      La noche llegó acompañada del cantar de grillos. La luna menguante se levantaba hermosa por todo el cielo limpio que mostraba el manto de estrellas. Los moscos caían muertos en cuanto tocaban la piel de Salomé, quien seguía en la misma posición, mirando el infinito.

      Pasadas las nueve de la noche, llegó el Cuervo cargando la pala y la barreta. Al verlo, Salomé se puso de pie. No tuvo que decir palabra alguna: en cuanto llegó al lugar, el hombre inició su trabajo. Golpe a golpe, cavada a cavada, llegó hasta el ataúd. El trabajo lo dejó agotado, pero, aun así, seguía dentro del hoyo.

      —¡No abras el ataúd! —dijo Salomé con un grito—. Sal. Descansa lo mejor que puedas.

      El Cuervo se sentó sobre una tumba. Su respiración se escuchaba cansada. Salomé caminaba de un lugar a otro; se veía nerviosa. Como siempre, rio a carcajadas. Sus ojos abiertos de más la hacían ver de una manera extraña, con aire de locura. En cuanto vio que su compañero recuperó la compostura, le dijo:

      —Toma la barreta. La necesitarás.

      En seguida se paró a la orilla del hueco recién cavado. Señaló el ataúd con la mano izquierda,

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