Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego. Ramiro A. Salazar Wade

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Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego - Ramiro A. Salazar Wade

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en un par de semanas, formó amistad con Sara Windleton, la jovencita que conoció el día que se adueñó de la casa de la señora Leonora Alcoser. La necesitaba para sus planes. Con pequeños embrujos y promesas falsas la atrajo, la sedujo. Todos los días, Sara pasaba a visitar a Salome después de la escuela. Fumaban y bebían cervezas mientras charlaban. En realidad, la que hablaba era Sara, quien daba información de todo lo que sucedía en el pueblo.

      Los primeros días de amistad falsa, Salomé deseó desatar un plan malévolo contra Sara, pero, en las visitas siguientes, se percató de que la muchacha le servía más como colaboradora, así que la dejó hablar. Por ella se enteró de Juliana Avellaneda, jovencita con quien Sara peleaba todos los días.

      Juli Avellaneda era una chica normal que ocultaba una adicción a las anfetaminas, un secreto a voces. Su madre era alcohólica social; su padre trabajaba todo el día y no le importaba lo que sucedía en su familia, ya que sostenía un romance extramarital con Amaranta Bolaños, ama de casa respetada, casada con el señor Sánchez. El hermano de Juliana, de nombre Peter, pasaba desapercibido al grado de que, en ocasiones, dormía fuera por días y nadie notaba su ausencia.

      Un mes transcurrió desde que se firmó el convenio. El primer movimiento lo hizo Salomé contra una amiga de Sara: Romina. Así, días antes de cumplirse el mes, envió a Romina una prenda, un regalo que Sara le haría por su cumpleaños. Aquella blusa envenenada con pócimas la volvería adicta al resistol. Cuando la usara, se desataría el maleficio. Ahora, la bruja esperaba que Sara le contara sobre la adicción de su amiga para poder disfrutar su primer movimiento.

      El tablero de ajedrez era el pueblo; las fichas que se movían eran las personas. En el mes que trascurrió, muchos artilugios se suscitaron por parte de las jugadoras. Ambas esperaban el ataque y se defendían aguardando una estocada. Algunos de los habitantes estaban involucrados sin saberlo, intoxicados, embrujados, a la espera de que se desatara alguna desgracia. Esa misma tarde en la que se cumplía un mes, llegó Sara a casa de Salomé con una notica que era una bomba para la sociedad del pueblo. Bebieron cervezas y fumaron mientras Sara hablaba de lo ocurrido.

      —Es un escándalo, Salomé —dijo Sara mientras sostenía con una mano la botella de la cual acaba de beber—. El señor Armengol terminó matando a su amante y luego se suicidó. —La cara de Salomé era de asombro actuado—. Y eso no es nada: su amante era un chavo de veinte años. Por eso creo que se suicidó. Su esposa los cachó en el acto en el hotel. Nadie sabía nada. Todos pensábamos que el señor era hombre.

      Al escuchar toda la historia, el semblante de Salomé cambio: sintió un fuerte escalofrío, el sabor de su boca cambio; se volvió tan amargo que la obligo a devolver el estómago. Las uñas de sus dedos meñiques se desprendieron de la piel, brotando sangre. La comisura de los labios se le secaron a tal grado que, al abrir la boca, se rajaron, permitiendo la salida de más sangre. Sin embargo, enseguida tomó compostura y bebió cerveza hasta terminar la botella. Los síntomas que acababa de tener le decían que Helga era la responsable de todo, y que su primer ataque era mejor que el de ella.

      8

      Al siguiente día fue el entierro del joven Gerónimo Sala. Su vida terminó de un balazo en la cabeza, dado certeramente por su amante, el señor César Armengol. La multitud que asistió al panteón era considerable: entre llantos, gritos y canciones fue despedido Gerónimo por todos sus familiares y amigos. Muchas versiones corrieron sobre lo sucedido. Nadie sabía la versión completa, que implicaba lo ocurrido antes: la señora Rubí Asmitia de Armengol dormía anestesiada por sus pastillas para los nervios y, cuando despertó, se encontraba caminado sin saber lo que sucedía. Sus pies se movían y ella se dejaba llevar. Luego de caminar, llegó a un motel retirado del pueblo. Estaba nerviosa, no sabía dónde se encontraba. Subió unas escaleras que la llevaron frente a una puerta. De pronto, sintió la necesidad de abrir la puerta. Aquello sería una sorpresa para ella y su marido, quien se encontraba desnudo sobre la cama. Este, al escuchar que la puerta se abría, sintió un miedo por todo el espinazo que corrió hasta su cara al ver que quien se encontraba en el umbral era su esposa. Mirando aquel espectáculo, Lourdes gritó el nombre de su marido, quien solo llevó sus manos a la cara tapando sus ojos. El muchacho, que también estaba desnudo, se puso de pie sin pudor, miro a su rival, rio maléficamente, tomó unos cigarros y se metió en el baño dando un portazo al cerrar. Lourdes se retiró sin decir nada, dejando a su marido sollozando sobre la cama.

      Al finalizar el cortejo, dos sombras deambulaban en el camposanto. Helga y Salomé se cruzaron frente al sepulcro del joven.

      —Hola —dijo Salomé sin quitarse el cigarro de la boca. —Un movimiento soberbio.

      —Eres muy joven y viniste al pueblo equivocado.

      —Es el inicio. Esto todavía no acaba.

      —Es el final —dijo Helga mientras señalaba la tumba de Gerónimo dando a entender que sería el destino de la joven bruja.

      Salomé, al mirar, sintió enfado.

      Helga vestía una minifalda color negro que hacía que sus piernas resaltaran. Los lentes oscuros le daban un toque de misterio. Miró para todos lados. Rio sarcásticamente. Levantó sus faldas; no llevaba bragas. Se agachó en el sepulcro y orinó. Salomé siguió fumando sin inmutarse. Quiso reír, pero se detuvo para fruncir el ceño, molesta por sentirse derrotada.

      —Eres una puerca —dijo Salomé, mientras se daba la vuelta.

      En una esquina la esperaba el Cuervo.

      Helga la alcanzó. Tras de ella caminaba Saladino. Hombro con hombro caminaban mientras salían del panteón. De pronto, ambas sintieron molestias al caminar. Se vieron espantadas. El rostro de Salomé era de desconcierto, el de Helga era de asombro.

      —¿Qué me hiciste? —pregunto Salomé.

      —No hice nada, pero creo que un “corazón negro” llego al pueblo.

      —¿A qué te refieres?

      Al revisar sus pisadas, vieron cómo la tierra, el polvo, el monte y todo por donde habían pasado flotaba. En seguida Helga, se quitó su zapatilla, la cual se encontraba empapada de sangre. Al revisar la planta de su pie, pudo observar que se habían cuarteado, provocando un derrame de sangre. Aquello era la prueba indeleble de que una bruja poderosa, con pacto con el diablo, llegaba al pueblo.

      —Corremos peligro. Escucha el único consejo que voy a darte: vete del pueblo. Esta lucha va a ser a muerte —dijo Helga mientras se calzaba para iniciar su caminar.

      —No puedo caminar. Cuervo, ayúdame. Cárgame.

      —Eres nueva. Estás débil —dijo Helga mientras vaciaba una poción en ambos pies de Salomé—. Con esto tienes. Ahora sí, última ayuda. Vete. Estás perdida en esta lucha.

      —No te debo nada. Escucha: no te debo nada —dijo Salomé, molesta por lo que acababa de ocurrir.

      Helga asintió con la cabeza. Sus pensamientos estaban en otro lugar, en otro tiempo. Se tomó la muñeca del brazo derecho, en la cual sintió dolor. Enseguida se levantó la manga de su blusa. Tenía un tatuaje: jeroglíficos egipcios. Debajo de este estaba una cicatriz, un recordatorio. Supo enseguida que la bruja que acaba de llegar al pueblo era Sinaida Rand, una antigua contrincante con la cual perdió hacía más de veinte años en un pueblo olvidado hasta ahora, de nombre Villa Carbón.

      Helga subió a su auto en la parte delantera. Saladino tomó el volante. En seguida puso en marcha el automóvil, que llevó hasta donde caminaban Salomé,

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