Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego. Ramiro A. Salazar Wade

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Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego - Ramiro A. Salazar Wade

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serás absorbida por Sinaida. Mejor vete.

      —¿Quién diablos es Sinaida? —preguntó Salomé mientras le mostraba el dedo en forma vulgar y se reía descaradamente, como ella sabía hacerlo, con cara de loca.

      Sin decir nada, Helga subió el vidrio de su auto, el cual inició su marcha dejando atrás a la pareja, quien aceleró su caminata.

      9

      Treinta y cinco años atrás, Helga era muy joven. Su verdadero nombre no tiene importancia. Se iniciaba en las artes oscuras bajo el manto de su maestra, Lenna Krohm. Aún con senos sin desarrollarse, vivía en el fango y la suciedad. Pedía limosna para sobrevivir. Su rostro, siempre bajo una capa de lodo; sus ropas, raídas y sucias. Su mal olor era una particularidad. Seguía a su maestra desde las sombras, tratando de aprender lo más rápido posible.

      En esos días, sus manos estaban cubiertas por una pócima que provocaba hongos en la piel, dando picazón y mal olor, y, si esta no era curada adecuadamente, podía gangrenarse. Cuando alguna buena persona se acercaba a ayudarla con algunos billetes, caía en su trampa, llevándose su fingida gratitud y la mano contagiada.

      Con el paso de los años, dejó de ser niña. Su inteligencia se desarrolló con su cuerpo. Cambió de estrategia: se volvió una señorita que llevaba a hombres a un cuarto de motel por las noches. Cuando caían en sus encantos y hechizos, hacía lo que quería con ellos, les sacaba dinero, los hacia llorar, los chantajeaba. Debía tener cuidado: sabía que no todos los hombres son fáciles de manipular y que la mayoría no son susceptibles a los hechizos o embrujos. Aun así, se arriesgaba todas las noches.

      Como cualquier muchacha, se enamoró de un joven de su edad. Cumplía diecisiete años cuando conoció Salvador Ward, joven apuesto de cabellos sobre su frente, moreno tostado por el sol, ojos negros como su pelo, delgado como una espiga, un año mayor que ella. La deslumbró al cruzarse en la calle. Él disimuló muy bien, mientras ella se enojó por no despertar curiosidad, por no excitarlo, por no hacerlo que la mirase, porque su hechizo fracasó en él.

      La segunda vez que se vieron, ella llevaba a cabo un proyecto, el cual dejó inconcluso por seguir a Salvador. Al terminar la tarde, se besaban en la banca de un parque, platicaron toda la noche, bebieron café, refrescos, comieron golosinas. Fue el mejor día de su vida. Al día siguiente, pagó con su piel. El proyecto debía llevarse a cabo y no fue así. El castigo impuesto por Lenna Krohm fue duro: su espalda pagó el precio, diez latigazos que ella aguantó estoicamente.

      Seis meses de relación con Salvador le ablandaban el corazón a Helga. Dejó la vida nocturna donde se aprovechaba de hombres por pasar más horas con su novio. Poco a poco fue olvidando su formación. Pasaban días sin que viera a su maestra, la cual empezaba a percatarse de que algo sucedía. Fue por esos días de confusión cuando llegó al pueblo Sinaida Rand. Helga estaba en sus últimos días de aprendizaje, así que sintió en sus plantas de los pies la llegada de la bruja, algo muy raro que le provoco dolor y ardor.

      Era de noche cuando Sinaida llegó. Helga se encontraba en las afueras del pueblo con Salvador. Desnudos bajo la luz de la luna, se cubrían en el descampado con una manta. Sus cuerpos sudorosos se daban calor luego de haber hecho el amor. Ella sintió algo diferente, salió de la protección de la manta. Desnuda bajo la luz de la luna, caminó unos metros. Salvador la veía sin poder controlar la pasión que sentía por ella. En seguida se percató de que la tierra, la hierba y las hojas flotaban en cada pisada que daba. Se asombró sin espantarse. llamó a Helga para que viera lo que sucedía. Ella, al ver aquello, supo lo que ocurría. Se vistió muy rápido y salió en busca de su maestra sin despedirse de Salvador.

      Cuando las dos brujas mayores se vieron las caras tres días después, Helga estaba al lado de Lenna. Detrás de ellas estaba el Salvaje, quien era el guardián de su maestra. Frente a ellas, Sinaida estaba sola, sobria, muy seria, con una mueca en la boca que podía identificarse como de molestia. Sin parpadear, sus ojos parecían inyectados de odio. Las venas le resaltaban por todo su cuello. Parecían hilos negros pegados a su piel, la cual era de un color blanco verdusco. Sus movimientos eran inarticulados, tiesos. Sin decir nada, extendió la mano frente a ellas y ofreció tres dedos. Helga esperaba más. Su maestra no dijo nada; tan solo se puso de pie. Su rostro reflejaba miedo.

      Sin hablar, Helga caminaba a lado de Lenna mientras el Salvaje las seguía. Dejaban atrás a Sinaida. En seguida escucharon un ruido, como si un roble hubiera caído. Al voltear, vieron al Salvaje desplomado boca abajo exhalando aire trabajosamente. Sus brazos, que en otros tiempos tenían la fortaleza para doblar una vara de hierro, quedaron extintos. En seguida dejó de respirar.

      —Hubiera deseado que fueras tú y no el Salvaje —dijo Lenna mientras seguía caminando.

      —¿Qué sucede? —preguntó Helga, tratando de seguir el paso de su maestra.

      —La desgracia, la mayor desgracia —dijo Lenna. Su rostro no era el de siempre; el miedo estaba apoderado de ella—. Esa bruja es un “corazón negro”. Nos ha marcado a los tres. Debemos irnos ahora mientras está cambiando de piel.

      Helga se detuvo. Dejó que su maestra continuara caminando. Recordó las historias sobre corazones negros. Nunca creyó toparse con una. No podía irse. Necesitaba encontrar a Salvador, necesitaba ver a su amor, necesitaba despedirse, necesitaba sus besos. Vio cómo Lenna se alejaba sin voltear a ver. Supo enseguida que era el fin de la relación maestra alumna. Ningún sentimiento brotó en ella por la partida. Por no despedirse, se percató de que ahora podría ser su enemiga en un futuro. Deseó que ese día llegara; necesitaba demostrarle que era mejor que ella. En cuanto se perdió de su vista, recordó a Salvador. Sin perder tiempo, se dirigió hacia donde pensaba que podía estar.

      10

      Dos días pasaron desde que Helga sintió la llegada de Sinaida. Era el último día de septiembre. Sentada sobre su sofá favorito, leía a Truman Capote. Metida en la lectura, trataba de olvidar lo que venía. Eran las seis de la mañana. El sol aun no salía al alba. La oscuridad cubría el pueblo. Fuera de la casa, en las calles, ya podía oírse el trajinar de los peatones que se dirigían al trabajo.

      La puerta se abrió dejando entrar a Harina. Llevaba el diario en sus manos. En cuanto Helga la vio, supo que eran malas noticias.

      Helga tomó el diario sin mirar a Harina, como siempre lo había hecho, menospreciándola, aborreciéndola. Esperó que su criada se alejara y saliera de su vista. Hojeó el diario hasta encontrar la noticia que buscaba. Leyó el titular varias veces: “Jovencita desaparecida”. Se rio para sus adentros al leer el artículo. Sabía que Lucrecia Zapata estaba muerta, enterrada en algún punto cardinal del pueblo, tal vez en el norte o el sur. Se rio de la desesperación de los padres por encontrarla, se rio de miedo. Sabía que Sinaida hacia un hechizo muy oscuro para maldecir el pueblo. Pensó en huir. Su vida corría peligro; podía sentirlo.

      Eran las seis de la tarde cuando Helga llego al Mesón del Ángel. El sol se perdía dando paso a la oscuridad. Dentro de la fonda, la luz era muy baja. Los focos forrados con celofán verde le daban un aspecto extraño. Sentada en la silla de la esquina, frente a una mesa, se encontraba Salomé tomando la mano de un varón de unos cincuenta años, el cual descansaba en una mecedora. Vestía todo de negro, usaba un sombreo texano y lentes oscuros, largas patillas, bigotes recortados y una risa con la que mostraba tres dientes de oro. No se percató Salomé de la llegada de su rival.

      —Viejo, si no quieres perder hasta los dientes, será mejor que te vayas —dijo Helga.

      Salomé la miraba con cara de asombro, la cual quiso disimular tontamente.

      El viejo quiso

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