Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego. Ramiro A. Salazar Wade
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Читать онлайн книгу Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego - Ramiro A. Salazar Wade страница 10
Los murmullos que salían de la mujer de lodo espantaban a Saladino, quien sabía enmascarar muy bien su sentir. Helga se arrodilló para acercar su oído a la mujer. Varios segundos se quedó escuchando hasta que el aliento se terminó en aquel cuerpo. Helga se levantó y miró a Harina y Sal, quienes se movieron para ofrecerle una toalla mojada para que pudiera limpiarse la sangre.
—Estoy hechizada —dijo Helga mientras se limpiaba el rostro—. Me quedan unos días de cordura.
—¿Qué fue todo esto? —preguntó Saladino.
—Una invitación —respondió Helga—. Una confrontación. Es una oportunidad de huir o morir. Si salgo del pueblo, puede que el hechizo se rompa, pero con las Corazón Negro nada es seguro.
3
Mientras Helga descansaba de la confrontación y decidía qué hacer con el cuerpo mundano que acababa de morir, Juliana y Romina llegaban a sus casas, al tiempo que Peter, Sara y Aidan deambulaban por el pueblo, acostumbrados a hacer lo que querían. Sara vivía con su medre alcohólica, la cual se quedaba dormida todas las noches frente al televisor y una botella de vodka. Aidan, hijo de padres divorciados, vivía con su padre, el cual trabajaba fuera del poblado, dejándolo largas temporadas solo.
El caminar de los tres jóvenes era confuso, con traspiés, incierto; no tenían un punto adonde llegar. Llevaban en las manos cervezas. De pronto, escucharon el relinchar de caballos. Se paralizaron esperando oír el golpeteo de los cascos sobre el pavimento. No oyeron nada.
—Las noches empiezan a darme miedo —dijo Sara mirando para ambas direcciones en que las calles se perdían—. Temo en cuanto se pierde la luz del día.
—Calla —dijo Aidan, y en seguida bebió de la botella—. Son tus nervios.
—¿Mis nervios? Mis nervios no hicieron el relincho. ¿Dónde mierda están los caballos?
La tenue y leve luz que emanaba el alumbrado público aumentó en intensidad. Los chicos podían ver cómo crecía y crecía hasta que llego a lastimar su vista. De pronto, las bombillas estallaron haciendo saltar del susto a todos, que quedaron en la oscuridad. Dos focos de dos casas daban una leve luz en la calle. Los jóvenes no veían a más de cuatro metros. De pronto, el relinchar de caballos de nuevo. Aquello los alertó. Agudizaron sus sentidos. Escucharon el caminar de los caballos. Sabían que el paso era lento, que podían ser más de tres bestias. De pronto, los vieron pasar. Sara cerró los ojos y rezó con las manos tomadas. Aidan miró a Peter y no regresó la vista hacia los jinetes. En cambio, Peter no podía dejar de ver aquel espectáculo. Frente a ellos desfilaron tres jinetes hombres y dos mujeres. Sus caballos de color negro echaban espuma por la boca. Los jinetes vestían tirones de tela, harapos sucios. Los cinco usaban sombreros charros. Sus rostros de muertos color verde, sin orejas, y los párpados costurados eran tétricos.
El desfile duró unos minutos, pero para los chicos fue una eternidad. Solo Peter observó el principio y el fin. Aquellos entes jamás los voltearon a ver. Tan solo siguieron hasta perderse en la oscuridad. Una vez que Peter los perdió de vista en la negrura de la noche, el sonido que desprendían también se perdió.
—¿Qué mierda acaba de ocurrir? —dijo Aidan recuperando la compostura, aunque aún le temblaban las manos cuando intentó fumar.
Peter se percató de ello. En seguida, Aidan bajó la mano tratando de disimular,
—Mierda, ahora sí necesito beber.
—Sara —dijo Peter, pero esta seguía con los ojos cerrados y rezando, así que la segunda vez grito—. ¡Sara! Vamos, cálmate. Ya todo pasó.
—Tengo miedo —dijo Sara aún con los ojos cerrados.
—Vámonos. Debemos llegar a nuestras casas.
—Mierda, yo no quiero ir a mi casa —dijo Sara temblando—. Llévame a tu casa, Peter. No, mejor acompáñenme a casa de Salomé. Estamos a unas calles.
—A la chingada. Me voy a mi casa —dijo Aidan sin mirar atrás, con un paso rápido que, en cuanto sintió que ya no lo podían ver, se convirtió en un trote rápido.
—Vamos —dijo Peter fumando ya un poco más calmado—. Yo te acompaño.
Luego de un caminar que les pareció eterno, por las calles solitarias y oscuras del pueblo, llegaron a casa de Salomé. La puerta estaba abierta, así que Sara entró. Peter se quedó fuera. En seguida escuchó el grito de Sara. Aquel grito le dio el impulso para correr: la necesidad de huir. Su corazón latía muy rápido. Sin saber qué hacer, actuando por instinto, entró en la casa. Sus ojos no entendían lo que sucedía. A un costado, pegada a una pared, Sara lloraba. En el centro de la sala, Salomé se encontraba en el piso. Sobre ella estaba una mujer totalmente sucia, con el cabello cortado a ras. El lodo delataba sus pasos previos por el piso. Sus manos rodeaban el cuello de Salomé. Aunque esta se defendía, no podía quitársela de encima. Sin pensarlo, Peter tomó una silla, con la cual golpeó a la mujer. El golpe la derribó. Su grito fue espeluznante. Se quiso poner de pie, pero Peter la volvió a golpear, esta vez en la cabeza, dejándola temblando en convulsiones semejantes a las de la epilepsia.
Salomé se puso de pie con mirada enfurecida. Se acercó a ver a la mujer. Vio a Peter y cambió su semblante: le sonrió coquetamente. Regresó la vista a su atacante y murmuró palabras que Peter no comprendió. La mujer dejó de reptar en el piso. En seguida desgarró sus ropas, introdujo la mano en su interior. Las palabras de Salomé aumentaron de volumen. La mujer logró desgarrar su propia piel. Peter estaba anonadado. La sangre brotaba. Al sacar la mano de su interior con algunas vísceras, la mujer murió riendo.
4
Al día siguiente de los ataques, todo transcurría normal en el pueblo. Los ancianos tomaban café en el café bar. Curada la resaca, la cotidianidad cubría el pueblo. El sol alumbraba y daba el calor necesario para que la vida siguiera su curso. Niños y jóvenes uniformados asistían a sus escuelas. Los comercios abrían mientras se barrían las acerara para esperar clientes.
Peter despertó en el sofá de la casa de que se apropió Salomé. El olor a café cubría todo el inmueble. Podía sentirse animoso: amaba el café. Se sacudió la flojera, se talló los ojos y recordó la noche. Enseguida sintió miedo. Miró en todas direcciones hasta toparse con Salomé, quien lo veía recostada sobre una pared mientras sostenía una taza.
—Debo de irme —dijo Peter tembloroso.
—¿A qué temes? ¿A mí? —dijo Salomé mientras sorbía café de la taza.
—¿Dónde está Sara?
—¿De verdad te preocupa Sara? Creía que no te importaba por ser una chica rechoncha.
—Sara es mi amiga. Nos conocemos desde niños.
—Amistad, pura, inocente. Sabes que no existe, que ella te ama en silencio y tú le ofreces lástima, por eso sigues con la famosa amistad. Deberías cogértela, darle el gusto.
—Debo irme.
—Perdón —dijo Salomé burlonamente—. Te ofendí. —En seguida rio descaradamente a grandes carcajadas—. Eres un caballero