Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego. Ramiro A. Salazar Wade

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Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego - Ramiro A. Salazar Wade

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barracuda se movía por la carretera a toda velocidad. La luna brillaba en el cielo haciendo lucir las pocas nubes que estaban cerca de ella. Saladino detuvo el auto en la parte norte del pueblo, en una zona alta desde donde se podía observar la ciudad con todas las luces encendidas. Era un bello espectáculo, pero Helga no se fijó en la vista que daba la luna y el pueblo. Sus ojos estaban en blanco. Le temblaba del labio y, entre segundos, le daban pequeños ataques. Inició un murmullo. Saladino no la miraba; estaba perplejo viendo hacia el poblado. Helga cayó de rodillas. En seguida recobró la compostura. No dijo nada. Se subió al auto. En cuanto cerró la puerta y Saladino escuchó el azote, sabía que había que irse.

      Minutos más tarde, el auto regresaba por la misma carretera. Helga se recostó de forma cómoda y quedó dormida. Soñó profundamente: Se veía caminado por la oscuridad. Dentro podía sentir la vista de cientos de personas que la observaban. No le importó; siguió caminando hasta que vio un faro de donde salía luz. Inicio su andar hasta él. Sin darse cuenta, llegó al pueblo. Ya era de día. La luz le molestaba. Tenía que entrecerrar los ojos para poder ver. En seguida la intensidad de la luz descendió. Logró ver a una chica tomada de la mano de una anciana. La muchacha trataba de zafarse: forcejaba, golpeaba la mano, una mano delgada y arrugada, pero a la vez parecía ser de hierro, pues no se inmutaba a los golpes. Por fin, la joven se cansa de luchar, cede, inicia el caminar hombro a hombro con su secuestradora. Helga no entiende qué sucede. La chica voltea. Helga puede ver su rostro: es morena, de ojos verdes, cabello suelto con cerquillo tapando la frente; su rostro refleja resignación y tristeza. Los pasos de la pareja son rápidos. Helga inicia una persecución. Camina tras de ellas, paso a paso. Salen del pueblo, caminan por una carretera olvidada, sin asfalto, de tierra; los surcos de zacate casi la invaden. Llegan hasta una zona árida, pestilente. pocos árboles sobreviven sin follaje, Helga descubre que se encuentran en Sarabia. En seguida, la anciana camina hacia ella. Se da cuenta de que no es una anciana cualquiera, que es Sinaida. Quiere huir, pero no puede, está petrificada. Llegan hasta ella. La chica ya no se ve bien: su tez blanca tira a verde, su cabello está lleno de tierra y fango, sus párpados han sido cortados, su vista está muerta. Eso no la asusta; a lo que teme es a Sinaida.

      —¿Qué haces aquí? Deberías estar huyendo con todas tus cosas.

      —Aquí me quedo —dijo Helga con una temblorosa voz, molesta por sentir miedo, pero toma compostura, mira a los ojos a Sinaida, la enfrenta—. No me voy: este es mi pueblo y lo defenderé.

      —Para el fin de mes estarás muerta.

      En seguida, Sinaida y la chica se desvanecen. Se convierten en polvo, un polvo que es empujado por un fuerte viento, el cual golpea a Helga, quien, en su intento por escapar, corre y cae de bruces, se asusta, da un brinco y despierta mojada en sudor.

      Helga despertó en su cama. Era de día. Solo se levantó a cambiar las sábanas y almohadas. Enseguida se desnudó para vestir una pijama de nuevo. Pasó todo el día en la cama. Desayunó y comió sobre ella. Inicio una lectura larga que había pospuesto por muchos años. Ya no le parecía tan largo Noticias desde el imperio, de Fernando del Paso. Bebió cerveza, vino, refrescos y agua de coco, comió bombones, chocolates, salchichas. Por la tarde sintió más pereza y la vista cansada por la lectura. Decidió salir.

      Frente al espejo veía su cuerpo desnudo. Se reía de sus recuerdos. Dejó sus trajes sastre que usaba todos los días, que había usado por muchos años, por un vestido rojo de tirantes, holgado y fresco. Calzó tenis deportivos y, sin darse cuenta, caminaba por las calles del pueblo. Visitó muchos lugares, meditando, perdida en su adentro.

      Sabía que llevaba una sombra. Detrás de ella caminaba Saladino, silencioso, retirado, pasando desapercibido, dejando que su ama hiciera lo que se le antojara, cuidándole cada paso, esperando algo, deseando que ocurriera la situación en la cual él podría intervenir. No sería esa noche.

      Helga se detuvo en un jardín que protegía muchas flores. Estaba encantada. Desde una reja observaba la vegetación floreciente. De pronto, la puerta de la casa se abrió. Del interior salió una chica con pasos alegres y rápidos, quien, al ver Helga, se detuvo sorprendida.

      —¿Busca a mi mamá?

      Helga no respondió.

      —Disculpe, ¿a quién busca? —preguntó de nuevo la chica.

      —Perdón —dijo Helga recobrando la compostura. Podía ver que era la chica de sus sueños—. Solo veía su jardín; muy bello.

      —Es de mi mami. Bueno, quien lo cuida es Soledad, pero sí es bonito.

      La chica salió a la calle, sonrió a Helga y comenzó su caminar dejándola atrás.

      Helga podía verla andar de la misma forma que en su sueño. En seguida supo lo que le deparaba el destino a la chica. Sabía que podía salvarla; no lo hizo, la dejo ir. También sabía el lugar donde estaría un cadáver de los cuatros que pronto estarían sepultados. Regreso la mirada a la puerta de la casa. A un costado podía leerse: “Familia Medina Cadena”. Dio media vuelta; vio a los ojos a Saladino. En cuanto se acercó, iniciaron el caminar juntos.

      Capítulo II

      1

      La tarde estaba por morir. El viento era cálido. La luna se asomaba trayendo con ella la oscuridad. Dentro de un Camaro amarillo, modelo 74, cincos jóvenes que rondan los veinte años cantan al unísono “Knockin’ on Heavens”. Coreando la voz de Axl Rose, gritan a todo lo que da su pulmón. En seguida, Peter detiene su canto. Todos siguen entonando las letras de Bob Dylan hasta que el cassette llega al final. Peter apaga el estéreo.

      —¿Qué sucede, Peter? —pregunta Sara Windleton, mientras da una bocanada al cigarro.

      —Es por Lucrecia —dijo Romina, sin dejar de ver hacia el horizonte, pensativa—. La acabamos de ver.

      —¿Dónde la vieron? —preguntó Juliana al momento que torcía el cuello para ver a los pasajeros del asiento trasero, pero nadie respondió —. Dime, ¿dónde?

      —Caminaba por la acera hace unos minutos, antes de que saliéramos del pueblo ―respondió Romina fastidiada.

      —Parece que a nuestro Peter aun le late su corazoncito por la Zapata —dijo Sara mientras se reía—. Anótenlo: 28 de septiembre, Peter ve a Lucrecia, su corazón vuelve a latir.

      —Ya dejen de fastidiar a Peter —dijo Aidan.

      Enseguida volteó el cassette y reinició la música. La voz de Mick Jagger entonaba sus “vooo, vooo” de “Sympathy for Devil”. Subió el volumen. Todos cantaban y bebían cerveza mientras el auto se desplazaba por la carretera.

      Peter recordó a Lucrecia Zapata. El verla hizo que recordara las tardes que pasaban juntos. Aunque tenía más de seis meses que ya no se frecuentaban, no la olvidaba. Sabía que no la amaba, que solo fue sexo sin compromiso, que ella así lo quiso siempre. El aceptó gustoso el trato. Luego de unas semanas, se dio cuenta de que no existiría el compromiso por que ella lo veía como alguien sin futuro. A él no le importaba; al contrario, se sentía orgullo de ser así. Con veintidós años, no esperaba nada de la vida ni busca algo más que un buen fin de semana con chicas, alcohol, drogas y aventuras que pudieran terminar en una buena pelea. Ahora que la vio, extrañaba el sexo salvaje al que se entregaban. En fin, que, al terminar la canción de los Rolling Stones, ya no la recordaba. Tenía la esperanza de acostarse con alguien después de unas bebidas con los amigos.

      A la mañana siguiente,

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