Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego. Ramiro A. Salazar Wade

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Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego - Ramiro A. Salazar Wade

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su padre.

      —Bebiste hasta el amanecer—. El rostro del señor Avellanada era de un rictus de seriedad al cual estaba acostumbrado Peter—. Pero eso no es por lo que vine.

      —¿Qué sucede? —dijo Peter mientras se veía los pies.

      —Te buscan los Zapata. Su hija no llegó a dormir anoche —dijo el padre de Peter mientras miraba hacia el interior de la habitación—. ¿Está contigo? Si está aquí, será mejor que lo digas. Esos papás están muy preocupados.

      —Aunque me gustaría que estuviera aquí, no es así.

      El señor Avellanada giró sobre sus pies. Se retiró sin decir más. Peter cerró la puerta. La resaca le golpeaba la cabeza y el estómago. Volvió a recostarse en la cama. Cerró los ojos. Podía ver a Lucrecia. Sabía que era bella: ojos rasgados, morena, piel tersa, cabello largo, sedoso, negro; su cintura era perfecta y sus caderas lo hacían caer cada vez que ella lo llamaba. Sus labios eran delgados, pero sus pechos grandes hacían que olvidara hasta el día en que se encontraban. En seguida se preocupó. Recordó que Lucrecia era muy responsable. Nunca dormiría fuera de su casa. “No, ella no. Qué pensaría la sociedad. No creo que sea nada grave. Ya aparecerá, con algún novio importante”, pensó, y olvidó a Lucrecia tan rápido como la recordó. En verdad no le importaba. Extrañaba su cuerpo, la carne, el sexo en sí; solo eso.

      La puerta fue golpeada de nuevo, esta vez más suave. Fastidiado, se levantó de la cama para abrir. En seguida, de un golpe, su hermana entró en la habitación, aun en pijamas y malhumorada.

      —¿Qué mierdas le pasa a esta gente? —dijo Juliana mientras se sentaba en la cama y encendía un cigarro—. Me levantaron por culpa de esa estúpida de Lucrecia.

      —Por favor, no fumes —dijo Pedro, pero ya era tarde: el cigarrillo echaba humo igual que la boca de su hermana.

      —Este chisme es bomba. Mira a la santurrona, la muy-muy, la que va a ser una triunfadora. Por favor, quién sabe con quién se huyó.

      —Mejor no decimos nada. Puede estar corriendo peligro. ¿Y si fue secuestrada?

      —Mierda, Peter. Deja de defenderla. Te trató como un pendejo. Me voy. Debo ver a Sara para contarle el chisme.

      Peter vio a su hermana. El cabello rubio lo odiaba. Extrañaba su color castaño original, extrañaba a su hermana, es decir, la que fue antes de que se volviera una joven adicta y material. Aún podía ver rastros de maquillaje en su rostro. Su cara pálida lo preocupaba, pero ella no se dejaba ayudar. Era alta, estaba más flaca de lo normal. La pijama se le resbalaba por las caderas.

      El reloj estaba por dar las once de la noche. Peter se encontraba reunido con Sara y Aidan en las bancas del parque que están a un costado del asta de la bandera. Llevaba años usando el cabello corto a rape. Lo hacía para simplificar su vida. Flaco en extremo gracias a su estilo de vida, cigarro tras cigarro, parecía que quería acabar con el tiempo que le quedaba de vida. Prefería beber unas cervezas a comer. Las resacas las pasaba recostado sin probar bocado. Las pecas sobre sus mejillas le daban un toque femenino, y la nariz respingada no le ayudaba. Aun así, su virilidad la mostraba sin necesidad de forzarse.

      Los tres amigos fumaban. Sara fumaba y comía un hotdog. El parque estaba solitario al igual que la ciudad. Las luces bajas deban un aspecto tenebroso que los chicos adoraban. Oyeron unos pasos que procedían de la calle contigua. Dejaron de hablar para agudizar el sentido del oído. En seguida escucharon la risa de Juliana. Segundos después, estaban frente a ellos Juliana y Romina.

      —Una desgracia, una verdadera desgracia —dijo Juliana riendo mientras era abrazada por Aidan—. En verdad que no aparece la Zapata. Se teme lo peor.

      —En verdad que espero que esté con algún tipo cogiendo y pronto se entere todo el pueblo. Me cae mal, pero no para desearle la muerte —dijo Sara.

      —Si está muerta, ni modo. Todos nacimos para morir —dijo Romina al limpiarse la boca después de dar un trago largo a la cerveza—. Solo esta mierda vende en este pueblo, Enjambre. ¡Qué putas bebemos!

      —Espero que se encuentre bien ––dijo Aidan mientras veía a Peter, quien, al parecer, ni le importaba.

      —Desapareció también la señora Leonora, la costurera —dijo Sara—. Bueno, se fue del pueblo. Ahora, Lucrecia. Al parecer, el pueblo está cambiando.

      Todos reían. Enseguida se olvidaron de Lucrecia Zapata. Plática y chistes, bromas y risas; parecía una noche normal de cervezas, cuando oyeron un grito espantoso. Todos callaron. Sara dejó caer la botella de la cerveza sacando a todos de su congelamiento. Aun así, no hablaron. En seguida, el viento sopló, los árboles se movieron. Una vez más, un grito y, en seguida, una risa malévola que erizó la piel de todos. El viento cesó y los chicos seguían sin hablar. Quizás pasaron un par de minutos. Todos esperaban algo, cuando escucharon pasos. Más segundos de espera, terribles segundos, hasta que vieron a una señora con los cabellos revueltos. Llevaba de la mano una niña. En seguida, el viento aumentó. El polvo que acarreaba imposibilitaba la visión. Todos querían saber quiénes eran, pero la dama siguió el camino sin detenerse por ellos o el viento.

      2

      Helga volvió a la lectura. No quería saber nada del mundo exterior. Seguían con Noticias desde el Imperio. Aun así, no podía concentrarse. El encontrarse con la chica de sus sueños le erizaba la piel. Era muy tarde: el reloj marcaba las doce de la noche. Las luces de la casa estaban apagadas. Solo su habitación se mantenía encendida. El silencio flotaba hasta que escuchó fuertes golpes en la puerta principal, golpes interminables que despertaron a todos. Cuando Helga llego a la puerta, Harina y Sal acompañaban a Saladino, quien esperaba a su ama para recibir órdenes.

      —No abran —dijo su ama—. Fuera hay algo maligno.

      Helga se acercó a la puerta, la cual retumbaba una y otra vez. Hizo contacto con la palma de sus manos. En seguida, sus ojos se volvieron blancos. Murmuró palabras antiguas. Sus ojos volvieron a ser aquellos que conquistaban hombres. Rio a carcajadas. Se separó de la puerta seis pasos. Con un movimiento de cabeza ordenó a Saladino que abriera la puerta. Harina y Sal se movieron muchos metros, lo más lejos que pudieron sin salir de la habitación. En seguida, Saladino abrió la puerta. Una fuerza lo golpeo haciéndolo volar por los aires. Tras aquella maldad entró una mujer desnuda. Su cuerpo se encontraba cubierto de lodo. Era obesa y su la cara estaba llena de arañazos, de los cuales brotaba sangre. Entró corriendo hasta detenerse a centímetros de Helga, quien, con la mirada sin parpadear, la enfrentó. Sus brazos caídos llenos de hematomas dejaban escurrir lodo con aguas negras. Enseguida le mostró los dientes putrefactos a Helga; su sonrisa era tétrica.

      —¿Sabes por qué estoy aquí? —dijo la mujer de lodo.

      —Por lo mismo por lo que pronto dejarás de existir.

      —Recibe entonces el mensaje.

      Luego de decir aquellas palabras, la mujer sostuvo la mirada de Helga por unos minutos, sin que se percataran de que Saladino se recuperaba. Aún mareado por el golpe, tomó una silla entre manos y la levantó violentamente para estrellarla en la espalada de la mujer de lodo. El mueble se hizo añicos, pero la mujer no se inmutó: siguió viendo a Helga, quien ordenó a Saladino, con un simple movimiento de manos, que ya no actuara. Aun así, el guardaespaldas se movió lentamente sin perder de vista a su ama.

      Luego de estar por unos minutos congelada, la mujer de lodo se tomó su vientre. En seguida lo rajó con sus uñas. El movimiento

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