Estación Berlín. Martín Richard
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Antes de que terminase la película, aparecieron por el pasillo los carritos ofreciendo la cena.
-Chicken or pasta -le preguntó una azafata veterana con un pronunciado acento británico.
Al igual que su vecina, Germán optó por la pasta. Resultó ser una especie de masa uniforme, blancuzca, a los cuatro quesos, con gusto a nada. En realidad poco de lo que había en la bandeja de plástico tenía sabor alguno, pero sentía hambre, por lo que devoró el pan, el queso untable y el postre de manzana. Afortunadamente la pequeña botella de vino blanco que le dieron alcanzó para dos generosas medidas. Mientras lo saboreaba, pensó en ponerse a escribir ahí, en ese momento. Le dio un nuevo sorbo al vino blanco mientras se preguntaba si el viaje le devolvería las palabras que se le habían esfumado como el vapor de una alcantarilla. Se le ocurrió que podría comenzar una especie de diario. Recordó el consejo de un autor inglés que sostenía que un escritor debía obligarse a escribir por lo menos veinte líneas al día. De lo que sea, de cómo se sentía, del aspecto de la visita que llamaba inesperadamente a su puerta, de una noche de amor con la propia esposa o con una amante. En su caso, podría ser con todo lo que enfrentaría durante las próximas tres semanas, tiempo que duraría el viaje, lo que tenía que hacer era apuntar cada detalle de lo que iba viendo. En un pedazo de papel, una servilleta o un anotador. No importaba si lo que escribía le serviría en un futuro. Sólo debía aflojar los dedos, escribir lo que fuera que le estaba ocurriendo y pasarlo todo en limpio a la noche, en la soledad del cuarto de hotel que le tocase.
Las azafatas ya habían retirado las bandejas de todo el pasaje y las luces del avión se apagaron. No podía conciliar el sueño. A su lado, su vecina dormía profundamente. Cerró los ojos y procuró dormirse. Pero no hubo caso, el sueño no se apoderó de él. Probó con un libro que había llevado consigo para el viaje, era de un escritor checo. Se la había recomendado un amigo. El título lo atrajo: “Una soledad demasiado ruidosa”. Espió la sinopsis. La obra había sido escrita por Bohumil Hrabal durante la Checoslovaquia comunista y había sido prohibida en su momento por el régimen. Luego, años más tarde, se permitió su publicación. Situada durante la Segunda Guerra, narra la historia de un hombre que vive solo (Hanta, se llama) y que trabaja desde hace treinta y cinco años en una trituradora de papel que destruye libros y obras de arte. Pero el protagonista guarda algunos de ellos en una bolsa, se los lleva a su casa y allí los lee. Comenzó la lectura del primer capítulo de la novela y la historia lo atrapó de inmediato. Hanta separa libros y mientras lee, va rescatando lo más bello de ellos. Vive en un país en el que la gente toma cerveza y ama los libros. Y él bebe hasta el hartazgo. Pero no lo hace para embriagarse. Bebe para que el alcohol le agudice los sentidos, para que los textos penetren dentro de él hasta el centro mismo de su existencia, para que la lectura lo conmueva, le provoque escalofríos. Y siente que en su interior él es un manojo de libros, y que provocan allí dentro una pequeña llama que hace que siga vivo. Germán levantó la vista del libro y vio tres luces de lectura encendidas, pasajeros que, seguramente como él, no podían conciliar el sueño. El resto de la cabina estaba sumida en la más completa oscuridad. Y el único sonido que se escuchaba era el rugir de las turbinas del avión. Volvió a Hrabal. Hanta cuenta que a veces se queda dormido encogido, un gato acurrucado, y se levanta a la medianoche sintiéndose indefenso, en medio de una soledad poblada de pensamientos extraídos de los libros que fue salvando de la trituradora. Hanta no tiene a nadie a su lado. Y dice que puede darse el lujo de abandonarse a su soledad sin estar abandonado, porque siempre van a estar ahí los libros.
Germán marcó la página y cerró la novela. Se quitó los anteojos y guardó todo en el estuche que estaba delante de él. Giró su rostro hacia Andrea para observarla. Seguía profundamente dormida. Tenía su cabeza ladeada hacia él y su pelo rojizo se había volteado hacia una mejilla. Se había puesto unas anteojeras color verde para dormir. De repente, sintió el impulso de quitárselas y admirar ese rostro dormido. Estiró la mano hacia ella, y se detuvo. La retiró rápido, avergonzado. Apagó la luz de lectura, apoyó la nuca, cerró los ojos e intentó dormirse con una palabra que le daba vueltas en su cabeza, que casi logró recordar, pero aparecía y se retiraba de su mente como la silueta de un pequeño pájaro en su nido. Hasta que el sueño comenzó a invadirlo y decidió declinar.
V
El taxi se adentró en Berlín por calles más angostas. El tráfico seguía siendo intenso, aunque, para ser un sábado, fluía. Germán miraba en silencio por la ventanilla y pensó que el sector de la ciudad que estaban atravesando tenía un parecido con Washington D.C., donde había pasado algunos años de su vida, cuando era un joven estudiante.
Allí había conocido a Clara.
Lo recordó, mientras el taxi continuaba su marcha por una avenida infestada de locales comerciales. Los rasgos, las facciones de su esposa en esa época reaparecieron en su mente como si se encontrase con el rostro de un viejo amigo en el extranjero, en un pueblo donde uno no espera tal cosa. Había ocurrido veinticinco años atrás, en la planta baja de la escuela de economía de la Universidad de Washington, en el salón de estar para estudiantes. Forzó su memoria. Las imágenes aparecían y se iban, como una transmisión defectuosa. Después de una de las primeras clases del curso, había dejado sus libros en el armario que le habían asignado, tomado unos apuntes que tenía allí guardados para la clase de las once y se había dirigido a una de las mesas esparcidas alrededor del ambiente. En el trayecto, se había servido café en un vaso de plástico de uno de los dos termos ubicados en una mesa auxiliar. Estuvo tentado de tomar uno de los donuts rellenos con dulce de frambuesa, pero desistió. El café era gratis, los bollos no; para tener derecho a uno de ellos, había que dejar un dinero a voluntad en un recipiente ubicado junto a los termos.
Eligió una de las mesas más pequeñas, la que estaba libre de ocupantes, apoyó el vaso de café y los apuntes y empezó a leer. Levantó la vista y vio que una chica se dirigía a la parte opuesta de la mesa. Sin dejar de mirarla, se acomodó en la silla, dejó los libros y comenzó a examinar la pantalla de su netbook. Germán la reconoció. Asistía a la clase de cálculo. Parecía completamente compenetrada en lo que hacía, tanto que pensó que no iba a registrarlo ni aún si le preguntara algo. Pensó en llamarle la atención. Pero no fue necesario, porque en un momento clavó sus ojos oscuros en los de él. Durante unos segundos que le parecieron minutos Germán le sostuvo la mirada, pero después la apartó.
El taxi cruzó por debajo de lo que sería una estación de tren, donde también había varios restaurantes con mesas y sombrillas tendidos a lo largo de las vías que se asemejaban a las mangas de un aeropuerto. A esa hora rebasaban de comensales.
Recordó que en aquel momento le había calculado a la chica unos veintitantos años. Morocha, pecosa, de pelo lacio y facciones angulosas, contrastaba con el biotipo femenino promedio que se veía por allí. Parecía un pájaro de colores en medio de una bandada de aves uniformes. También aparentaba ser diferente. Por cómo actuaba durante las clases, la forma en que hacía preguntas a los profesores, la manera en que movía sus brazos y sus manos, se mostraba segura de sí misma. Bien erguida, sacando pecho. Como si nada ni nadie la pudiese detener.
El taxi disminuyó la velocidad. Vio el enorme cartel del hotel encima de la puerta giratoria. El chofer giró en U y se estacionó frente al acceso.
El diálogo que siguió al cruce