Estación Berlín. Martín Richard

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españoles, que después ella los llevaría en metro a la estación central de trenes, la Berlín Hauptbahnhof, desde donde partirían hacia el noreste, unos veinticinco kilómetros, hasta el pueblo de Orianenburg. De allí tendrían media hora de caminata hasta el campo.

      -Te puedes comprar el billete de metro allí, vete a la máquina expendedora, pones dos o cinco euros y te entrega cambio -le dijo Leticia señalando un arco rectangular de concreto, la entrada a la estación de subte.

      -¿El de tren también?

      -No, el billete de tren lo tienes incluido en el tour -le explicó la mujer.

      Se dirigió adonde le había indicado la guía. Bajó unas escaleras y a la derecha encontró la máquina. Le costó un poco la pantalla táctil pero finalmente lo consiguió. Volvió rápido al lado de la guía, no quería perderla de vista. Tenía la inseguridad del turista que no sabe bien dónde está y no quiere dejar de tener la única referencia que posee en ese momento. La mujer no era muy alta. Robusta, morocha, vestía una pollera corta de cuero y botas negras, se notaba que eran su calzado cómodo de trabajo. El pelo negro azabache le caía sobre los hombros. Le había dicho que era de Barcelona, pero podía pasar más por andaluza, por una española del sur, medio gitana. Lo más llamativo eran sus ojos, de un color azul intenso y resaltaban en sus facciones como dos aguamarinas refulgentes.

      -¿Hace mucho que vivís acá? -Germán decidió romper el silencio.

      -Desde el 2009 vivo en Berlín.

      -Siete años, mucho tiempo. ¿Y qué te trajo a esta ciudad?

      -Pues, un novio alemán que conocí en España y que ahora es mi marido.

      -¿Se casaron en Barcelona y se vinieron a vivir Berlín?

      -Así es, la familia de mi marido es de aquí.

      -¿Y tienen hijos?

      -No, todavía no. No podríamos, los niños son muy caros. Pero nos lo estamos pensando. Nos hace ilusión algún día tener críos.

      -Debe ser una ciudad complicada para los niños -reflexionó Germán.

      -Es que se ven pocos aquí. En realidad, en esta ciudad puede ser que haya más mascotas que nada. Berlín está repleta de gente soltera o parejas con perros, a pesar de que el gobierno te obliga a enviarlos a centros de entrenamiento los primeros años. No se puede tener aquí un perro que no se comporta.

      -Casi como tener que escolarizarlos -dijo Germán, y se rió de su propia ocurrencia.

      -Te puede parecer exagerado, pero sí, los que quieren tener un perro en Berlín deben domesticarlo más allá de lo normal. ¡Nosotros lo tuvimos que hacer!

      Germán se quedó meditando en la relación del hombre con las mascotas, en el vertiginoso crecimiento demográfico de la población canina en las ciudades, y en la forma cómo la gente los trataba, casi como humanos, un hijo propio. En la medida que se mantuviera esa incondicionalidad del perro hacia el hombre, en algún lugar, parecía una remake contemporánea de la historia del amo y el siervo. Al perro se lo quería y se lo integraba por su obediencia, tal como sucedía entre hombres libres y esclavos, o amos y siervos hace cientos de años. Si esa ecuación dejaba de darse, empezaban los problemas, las revoluciones. No había revolución libertadora canina a la vista por ahora, pensó Germán, y se anotó mentalmente escribir sobre el tema en la primera oportunidad que tuviera.

      -Igual no es que no haya niños. A los que hay, la ciudad les da muchos beneficios, incluso al padre le dan meses de licencia por nacimiento -le dijo Leticia sacándolo de su ensoñación.

      Germán dejó las mascotas de lado y pensó en los derechos y privilegios de los padres en su país. Prácticamente no existían, ni cuando los hijos venían al mundo, ni cuando quedaban enteramente a cargo de uno de ellos, en el supuesto de viudez, por ejemplo. Era su caso, sin ir más lejos.

      -Debe ser lindo vivir en un país tan eficiente -dijo Germán.

      - No te creas que es tan así.

      -¿Qué cosa?

      -Eso de la eficiencia alemana.

      -¿En serio?

      -Pues sí, sobretodo aquí, en Berlín. Muchos, en especial la gente joven, viven de alguna forma de los subsidios que les da el gobierno, y trabajan lo mínimo indispensable -le dijo Leticia mientras miraba su reloj pulsera algo nerviosa.

      -Ostias, que no vienen estos -protestó en voz baja.

      -En la Argentina pasa lo mismo, tal vez peor. Esperemos que ahora cambie…

      Leticia no le contestó. Miraba en varias direcciones para ver si podía divisar el grupo de españoles que faltaba.

      -Si no llegan en cinco minutos, tú y yo nos marcharnos.

      Sintió de repente que una pequeña carga eléctrica le corría el cuerpo. No podría explicarlo, sencillamente la perspectiva de estar cinco o diez minutos más a solas con Leticia, preguntándole de su casa, su trabajo, sus planes, lo ponía en alerta, como si tuviese que rendir un examen, o se hallara en una largada de atletismo esperando el disparo de salida.

      El grupo de españoles, dos matrimonios de las Islas Canarias, llegaron por la dirección opuesta a la que Leticia miraba. Se disculparon, dijeron que la maratón los había complicado, que finalmente tomaron el metro pero no les fue tan fácil llegar al Zoo. Eran bastante más mayores que Germán, de unos 60 a 65 años, les calculó.

      Leticia les indicó el camino hasta el andén de la línea de subte. Esperaron unos minutos y tomaron una formación que los llevó hasta la estación central. Allí debían confluir todos los grupos que iban a hacer la excursión. En el trayecto les explicó que su guía definitivo sería Daniel, que era oriundo de Granada (pero también con una decena de años viviendo en Berlín, según les contó el mismo Daniel después), y el grupo era de once personas, siete argentinos y cuatro españoles.

      -¿Siete argentinos? -preguntó Germán.

      El metro hizo una parada en la estación Alexanderplatz. Leticia revisó unos papeles que tenía encima. Se tomó del caño revestido en goma para afirmarse mientras la formación arrancaba. El vagón donde viajaban estaba casi desierto, sólo habían allí tres pasajeros, dos hombres jóvenes y una mujer de mediana edad, sentados y separados unos de otros. Tecleaban con los pulgares sus teléfonos celulares y ninguno levantó la vista de la pantalla en todo el recorrido, excepto la mujer, que al detenerse el subte en una estación intermedia se eyectó del asiento y evacuó del vagón como si estuviera siendo perseguida por un oficial de la Gestapo.

      -Aquí dice que son tres varones y cuatro mujeres. Me parece que estás de suerte -le contestó la guía.

      El comentario aterrizó en su mente como un mensaje cifrado de un espía ruso durante la Guerra Fría. Se preguntó si ella había visto algo en él para decirlo de esa forma. ¿O se trataba sólo de una charla casual entre la guía y el turista cliente? ¿Lo había sido? No parecía ser tan invisible para una mujer después de todo, pensó.

      La llegada del subte a la estación central lo sacó de su ensoñación. Leticia los guió por una serie de pasillos hasta que arribaron a un enorme ambiente con varios andenes en el nivel inferior. Tomaron un ascensor, que podría haber sido el de un edificio corporativo, que los bajó al

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