Estación Berlín. Martín Richard
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Enseguida Daniel se acercó al grupo y les confirmó que faltaban llegar dos personas más, pero que estaban relativamente bien de tiempo, el tren a Orianenburg saldría en diez minutos.
Germán miró su reloj, eran las diez y cincuenta.
-Bueno, me marcho, cuídate tú -le dijo Leticia mientras se ponía en puntas de pie para poder darle un beso en cada mejilla.
A Leticia seguramente no la vería más en su vida. Meditó acerca de sus elucubraciones. ¿Habían sido disparatadas? Ella era casada, bien podría estar en ese momento pensando en “que tío más simpático”, o más probablemente en lo que le faltaba comprar en el supermercado para la cena en su casa; o en que debía darle de comer al perro. En cualquier supuesto, se rió de sí mismo y de las preguntas que se hacía. Quizá debería estar planteándose dónde cenaría él a la noche o qué excursión realizaría al día siguiente. Por esto último se anotó mentalmente fijarse en los papeles que llevaba encima cuando subiera al tren. Creía recordar que su hija le había contratado una excursión llamada “Tercer Reich”, pero no había indagado a qué hora sería ni de qué se trataba. Podría ser Leticia la guía de esa excursión. Se lo imaginó mientras la veía alejarse y perderse entre la gente, hasta que su silueta se fusionó con la multitud que se movía en todas direcciones, y la idea de que eso ocurriera le agradó. Levantó la vista para contemplar el lugar. Todo aquello parecía una gran colmena alborotada. Un galpón moderno, gigante, con andenes y comercios a los costados, en su mayoría bares y restaurantes de comida rápida, y varios pisos que balconeaban (desde allí nacían pasillos que llevaban a otras líneas de trenes que partían hacia todas direcciones y destinos) y se cerraban en un techo traslúcido, soportado en una estructura de hierro a treinta o cuarenta metros de altura.
Al rato llegaron las personas que faltaban. Adelante, una rubia, con el físico muy trabajado, grandes pechos a la vista (Germán sospechó que no eran naturales), la piel muy bronceada, como si viniera de una playa tropical, jeans ajustados, campera ultra light, botas de cuero negro. Hubiese llamado la atención hasta en una discoteca.
Detrás de ella, cerrándole el paso, como si fuera la asistenta de una estrella de cine o una diva, apareció Andrea.
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Al principio, Germán no la reconoció. Los jeans, la campera gastada, zapatillas blancas, la cara al natural sin maquillar, un cuerpo menudo, pero armónico. Era su rostro, sin embargo, lo que no podía pasar desapercibido. Andrea tenía facciones angulosas y ojos penetrantes. También resaltaba el pelo color cobrizo, atado atrás. Lo que de ella llamaba la atención era el conjunto, aunque no tanto esa mañana. La que parecía ser su amiga, dominaba la escena.
La voz chillona retumbó en los oídos de Germán como una tiza raspando el pizarrón:
-¡Hola chicos! ¡Nosotras somos Marisa y Andrea, de Argentina! -lanzó mientras avanzaba dando pasos de modelo de pasarela.
Tenía una necesidad imperiosa de agradar. De que los haces de luz la iluminaran sólo a ella. Fue saludando a cada uno del grupo con un beso en la mejilla. Los españoles intentaron con el segundo beso y quedaron desairados en el intento.
-¡Un solo beso nosotras, chicos! -les dijo riéndose.
-¿Vos sos nuestro guía, no? -le preguntó a Daniel.
Daniel asintió.
Germán trató de salir del cuadro hipnótico a que lo sometía Marisa y procuró disimuladamente encontrar la mirada de Andrea. Sentía que debía saludarla. Con un hola, un movimiento de cabeza o un gesto de la mano. Pero ella siguió de largo, detrás de su amiga, como un chinchorro. A él le parecía extraño haber hecho un vuelo entero a su lado y que ni siquiera hicieran un contacto visual. No parecía posible que no lo reconociera. ¿Cómo podría ser si se habían cruzado por lo menos una vez en los últimos tres días? Porque no estaba seguro si la mujer que había visto la noche anterior en el restaurante del barrio judío había sido Andrea. Hasta podía interpretarse la situación semejante a algo forzado. Alguien que ve a un conocido en un bar y sigue de largo distraído para no pararse a saludar. Aunque no había motivo alguno para que fuera una situación de ese tipo. La realidad era que ella parecía estar ausente, como si no registrara a nadie del grupo. Se había ubicado en un segundo plano. Miraba a su amiga y sonreía con sus intervenciones. Le había cedido el protagonismo, el rol principal de la obra.
Marisa terminó de presentarse y fue el turno de los otros argentinos, de los músicos. Pablo contó que estaban “preparando la temporada”. Los demás asentían y se reían, como si lo que había dicho su jefe fuera el mejor de los chistes.
-¿La preparás acá en Alemania? -preguntó Marisa.
-Sí, viajando uno ve cosas que normalmente no registra y surgen ideas para los temas que componemos.
-¿Y qué tipo de música componen? -siguió inquiriendo Marisa.
-Música popular, una mezcla de rock y cumbia, para que te hagas una idea, aunque yo lo considero un estilo propio, diferente.
El compañero de Pablo (Gerardo se llamaba, y después se enteraron de que era el manager de la banda) y las dos mujeres seguían riéndose. Estaban tentados, atontados, parecían adolescentes. Pero no lo eran; Germán calculó que probablemente tuvieran entre treinta y treinta y cinco años de edad y pensó que quizás se hallaban bajo los efectos de algún estupefaciente, aunque no podría ni más mínimamente aseverarlo, él era de los que jamás había tomado nada.
Alrededor de ellos, gente y más gente seguía circulando por la estación en todas direcciones. Los asientos de hierro alineados espalda contra espalda a lo largo del andén estaban completamente ocupados. En uno de los bancos más próximos, un chico joven de pelo rubio con rastas y vestido con jeans, botas y una campera verde militar, dormía usando la mochila de almohada. Se escuchaba un sonido ambiente constante, una música monocorde, inorgánica, un coro de miles de voces en el que ninguno de los integrantes cantaba sino que todos hablaban; y cada tanto, sin regla ni armonía alguna, un anónimo levantaba la voz, o gritaba, y todo se mezclaba en un gran alud sonoro que hacía eco en el lejano cielorraso.
Cuando llegó su turno les contó quién era y qué hacía. Se escuchó a sí mismo como describiendo alguien simple, sin adornos. Parecido a una comida sin sal, ni sabor. Evitó las apreciaciones personales, lo mucho que extrañaba a su esposa o que su hija lo había empujado a hacer el viaje, ese tipo de infidencias. Pero sí les dijo que era viudo, que era algo semejante a un aspirante a novelista y que se había propuesto escribir por lo menos veinte líneas al día para despertar de su parálisis literaria. Mientras hablaba, se preguntó si debía contar lo que había escrito, pero prefirió no decir nada. Espió la reacción de Gerardo y las mujeres como un acto reflejo. Temía que en cualquier momento irían a estallar de risa por lo que estaba diciendo. O que le preguntaran de qué vivía. Y él no estaba seguro si quería contar acerca de las librerías comerciales que había heredado y de cuya administración se ocupaba su hermano y que le proveían el sustento; esa situación lo hacía sentir un rentista, parecido al ñoqui que pasa a cobrar el cheque a fin de mes sin haber ido a trabajar. Pero nada de ello sucedió. Gerardo se mantuvo respetuoso, escuchándolo en silencio. Las dos mujeres se pusieron a buscar cosas en sus mochilas, le dio la impresión que no les interesaba lo que él estaba revelando. Cuando hubo terminado, sus ojos encontraron fugazmente la mirada de