Estación Berlín. Martín Richard

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Estación Berlín - Martín Richard

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allí, en la Praga de pos-guerra, delante del rostro difuso e inmutable del triturador de libros. Volvió a la lectura. Hanta sigue contando que a su madre la cremaron y cuando él vio el humo que salía de la chimenea sabía que era su madre que se estaba yendo al cielo y él, que hacía treinta y cinco años trabajaba en la trituradora de papel, en alguna parte realizaba el mismo trabajo que los sepultureros, sólo que en vez de cuerpos trituraba libros; pero rescataba algunos, que guardaba en su casa para leerlos mientras tomaba cerveza, y así se quedaba con algo de ellos, con lo más bello, como lo que sucedió con su madre, de la que le dieron lo que quedó de ella en una urna, que al final es lo que queda de cada hombre, el fósforo suficiente para una caja de cerillas y el hierro para fabricar un clavo y colgar un retrato en una pared.

      Subrayó el pasaje, marcó la página y puso el libro sobre la mesa de luz. Miró su reloj, eran casi las dos de la mañana. A las diez tendría que estar en el lugar de encuentro para ir al campo de concentración, a Sachsenhausen. Se lo había dicho el agente de viajes en Buenos Aires: “Ojo con llegar tarde, si no estás en horario, lo perdés”. Con lo que programó la alarma del teléfono celular a las ocho, quería desayunar tranquilo y no correr para evitar perder la excursión.

      Puso los lentes a un costado, apagó la luz y de a poco sintió que el cansancio acumulado de su cuerpo se fusionaba con el edredón y las sábanas. Mientras se adormecía, se dijo que había sido un día diferente. Un día que no recordaba haber tenido hacía mucho tiempo. Lo inundaba un deseo casi adolescente de proseguir con su viaje. Se había sentido tan pleno que no cayó en la cuenta de que él también estaba llorando. Le pareció estar vivo, como durante aquellas vacaciones en familia en las sierras de Córdoba, cuando salían a dar paseos en bicicleta todos juntos al atardecer. Y mientras se imaginaba con su esposa y sus hijos pedaleando y pedaleando hasta no ver más el sol, se fue yendo de a poco dentro de una ondulante correntada hasta que, sin ser capaz de discernir si sus lágrimas brotaban por fuera o derramaban por dentro, se quedó profundamente dormido.

      IX

       Habían terminado sus vacaciones y debían cruzar el río para regresar a casa. Germán preguntó por la boletería y un hombrecito vestido de rojo le dijo que debía sacar los pasajes adentro. Le pidió a Clara que lo esperara en el auto mientras él se ocupaba; ella estaba embarazada y le dolía mucho la cintura. El barco rebalsaba de gente. Mujeres, hombres, niños, ancianos, jóvenes, personas por todos lados, la mayoría bronceados, con expresión de haber tomado un opíparo descanso; parecía una efusiva muchedumbre regresando de un festival de música, o una kermese. Se le hacía difícil avanzar, cada paso que daba significaba un triunfo. Filas humanas se interponían en su camino como si fuera una carrera con vallas. Debió incomodar a unos y a otros y cuando llegó al lugar que le habían indicado una mujer con uniforme rosa y un cartel en el pecho que decía “asistente” le dijo que allí no era, que las boleterías estaban en la proa, no en la popa. Miró hacia afuera y vio que el mundo exterior se movía lentamente. Divisó a un hombre con gorra, vestido todo de blanco. Se le acercó y le pidió que por favor hiciera detener el barco, que su mujer había quedado sola en tierra, sin documentos, ni dinero. El marinero lo miró con expresión adusta y le contestó que era demasiado tarde, que ya no se podía. Germán corrió a toda prisa hacia la ventana que miraba hacia el puerto. Vio como se iban separando de la costa. Decidió salir a cubierta, saltar por la borda y nadar hasta la orilla. Pero todo estaba herméticamente cerrado. Todas las puertas y ventanas habían sido selladas. Era estar dentro de una caja fuerte gigante, sin la combinación de salida. Se quedó rumiando su impotencia a través del blindex. Las construcciones del puerto se iban alejando hasta asemejarse a una línea de ladrillos de juguete. Pero algo comenzaba a no andar bien. De repente empezó a perder la vista. Las luces y colores se fueron apagando en su cerebro. Después de unos minutos no pudo ver nada más. Entonces se acostó en el piso. La oscuridad y el silencio devinieron impenetrables. Se reconoció en paz, como si repentinamente flotara, y no sintiera su peso. Hubiese deseado quedarse así, suspendido en tiempo y espacio para siempre. Se fue yendo lentamente hacia un lugar luminoso. Algo, un sonido constante, parecido a una legión de miles y miles de grillos y langostas, comenzó a perturbarlo…

      Germán se despertó sobresaltado. No había escuchado la alarma del celular, que seguía sonando. La apagó y se fijó en la hora. Las ocho y treinta. Estaba bien de tiempo. Se duchó y vistió rápidamente y bajó a desayunar. Bebió con tranquilidad un café con leche, eligió entre una selección de bollos y croissants, dio cuenta de ellos y firmó la cuenta. Luego se dirigió a la conserjería para pedir un taxi.

      No lo supo mientras desayunaba. Se enteró minutos más tarde, de boca del conserje del hotel, que ese día se corría la maratón de Berlín. El conserje no alteró nunca su cara de preocupación mientras le informaba acerca del acontecimiento y le advertía que todas las calles del centro estarían cortadas y que tomar un taxi sería la peor de las alternativas.

      -Sería suicida para usted, señor Repetto. Lo mejor para llegar al Zoo el día de hoy es el metro -le advirtió en inglés.

      Germán miró su reloj. Eran las nueve y veinte. Le dijo al conserje en su rudimentario inglés que seguramente en el subte se iba a perder y le preguntó si no era posible que el taxi circulara por calles alternativas.

      El conserje debió haber visto su cara de desesperación y comprendido la urgencia porque se quedó pensando. Le hizo una seña para que esperara, tomó el teléfono y marcó un número. Después de unos segundos (que hubiese jurado fueron minutos) empezó a hablar en alemán. Germán no entendió nada de lo que decía, se dio media vuelta y miró hacia la puerta de salida. Gente entraba y salía por la puerta giratoria cromada como muñecos arrojados de un carrusel. A cada pasajero, el botones, ataviado con un uniforme verde inglés con dos sogas doradas atravesándole el pecho, le hacía una inclinación de cabeza. A Germán le hizo recordar a aquel día, dieciocho años atrás, en Buenos Aires, en que tomó un taxi que quedó atrapado en el medio de una manifestación en la Avenida 9 de Julio y tuvo que bajarse y correr por la calle Marcelo T. de Alvear (no recordaba si en aquel entonces se llamaba Charcas), quince o veinte cuadras hasta el sanatorio. Por muy poco no llegó tarde a la primera ecografía de su mujer. Recordó haber sentido que sus pulmones y el corazón estuvieron a punto de estallar como una bomba de agua de carnaval arrojada a la pared. La doctora a cargo se sobresaltó cuando lo vio ingresar al pequeño cuarto de ecografía a los tropezones. Dejó a un lado el joystick y le alcanzó unas servilletas de papel para que se secara el sudor. Recién allí se dio cuenta de que estaba todo empapado y que su mujer lo miraba con cara de preocupación. Hizo una seña con la mano indicando que lo esperaran hasta recuperar la respiración y sin articular palabra (necesitó ahorrar todo el oxígeno para no caerse desmayado encima de los aparatos y la camilla), tomó la mano de Clara e hizo un movimiento de cabeza para que continuaran. Fue el día que su hija Rosario se hizo visible por primera vez, no lo olvidaría nunca…

      -¡Sir, sir! -lo llamaba el conserje.

      Había cortado la comunicación y comenzó a explicarle que existía la posibilidad de ir por un trayecto alternativo, donde las calles no estarían cortadas, pero que debía darse prisa, el taxi ya lo estaba esperando afuera.

      Espió la hora. Las nueve y cuarenta. Se tiró la mochila al hombro, empezó a correr, saludó al botones en el trayecto y se metió en el taxi, un VW grande. Esta vez no tuvo que sufrir como dieciocho años atrás en Buenos Aires. Ni bajarse del taxi. El VW volaba por un barrio residencial que, si no fuera porque todos los carteles eran blancos y terminaban en “platz”, hubieran podido ser las calles del bajo de Núñez. El chofer, luego de atravesar esos pavimentos desiertos, tomó una serie de autopistas y llegó con cinco minutos de margen al punto de encuentro, un McDonald’s pegado a la entrada del Zoológico de Berlín.

      Germán respiró aliviado al ver una guía con un cartel en alto con la bandera de la madre patria dibujada. La mujer le daba la espalda al McDonald’s y miraba hacia

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