Democracia envenenada. Bernhard Mohr

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Democracia envenenada - Bernhard Mohr

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comerciales podían elegir empleos novedosos y bien remunerados. Pasaron de usar tiquetes del metro a comprar automóviles propios, llenaron sus apartamentos con televisores pantalla plana coreanos y refrigeradores alemanes, y podían comer en restaurantes un par de veces a la semana. En verano, podían vacacionar en Hurghada y Alanya, en la Costa del Sol y Provenza, en vez de en las costas del mar Negro. La gente se comunicaba con iPhones y otros teléfonos inteligentes que se convirtieron en parte de la cotidianidad y, por si fuera poco, en el edificio donde yo vivía, competían tres compañías diferentes que ofrecían a los residentes servicios de internet y televisión. Un porcentaje considerable de ciudadanos residenciados en las grandes ciudades empezaron a tener un estándar de vida que se aproximaba al de los países de Europa Occidental; por primera vez en la historia era razonable hablar de una clase media rusa. En el año 2006 se estimaba que esta clase estaba conformada por un total de entre 20 y 30 millones de personas, casi una quinta parte de la población rusa. La mayoría vivía en Moscú, San Petersburgo y otras ciudades de la Rusia europea.

      En esencia, la tarea de Olga era lograr que el periódico Moj rajon fuera conocido por la clase media de Moscú. El modelo de negocios del periódico era en principio sencillo: la redacción producía una mezcla de noticias locales y la información general era adaptada a temas de interés para la clase media, con énfasis informativo en lo que pasaba en la ciudad el fin de semana. El periódico estaba constituido con por lo menos una docena de apartados, con una sección común y con contenidos locales, y contaba con un tiraje impreso de medio millón de ejemplares. Era distribuido en cafés, centros comerciales y supermercados, es decir, lugares en los que predominaba esta población emergente. Si lográbamos tener éxito con un contenido que realmente fuera leído por la clase media, el Moj rajon podía convertirse en un canal publicitario que incluyera desde pequeños quioscos de esquina hasta grandes cadenas como Ikea y Auchan. Desde el año 2000, el mercado publicitario en Rusia había crecido entre 20% y 40% anualmente, y las proyecciones predecían un aumento contundente para los siguientes años.

      Para mí, que había estudiado ruso entre 1998 y 2004, fue un sueño trabajar aquí. Moscú era una urbe agitada con casi quince millones de habitantes. La ciudad había pasado en pocos años por una revolución comercial que había traído consigo muchos centros de entretenimiento, edificios para conciertos y restaurantes de todo tipo. Había también otra cosa: la atmósfera social daba una sensación de posibilidades ilimitadas. La sociedad estaba estructurada y era pujante. Edward Lucas, el entonces corresponsal de The Economist en Rusia, escribió: «Los occidentales [los empresarios en Rusia] sienten que están en una versión más grande, más cálida y luminosa de su propio país». Como representante de una empresa extranjera recibí un grato recibimiento. El capital extranjero motivó una percepción general de solidez y eficiencia profesional. También era común levantar el teléfono y concertar una reunión de negocios directamente con representantes de altos cargos empresariales. Y en cualquier sitio recibía una gran hospitalidad.

      Además, era un privilegio trabajar con tantas personas interesantes. Los empleados de Moj rajon provenían de toda Rusia. Algunos eran migrantes de la Rusia europea, otros venían de ciudades siberianas como Irkutsk y Vladivostok. Dos de nuestros editores eran bielorrusos y el redactor web era ucraniano. Muchos contaban historias culturales que resultarían exóticas para un europeo noroccidental. Empleamos a una madre y a una hija que habían dejado Jabárovsk (cerca de la frontera con China) cuando la hija ingresó en una universidad de San Petersburgo. Cinco años después, ambas se encontraban trabajando para Moj rajon; la madre, como vendedora de anuncios, y su hija, como secretaria. Debido al boom de la economía fue un reto mantener en el equipo a los empleados, pero con el paso del tiempo pudimos reunir a un equipo joven y competente que compartía la percepción de que el trabajo que estábamos haciendo era algo especial. Aunque el objetivo principal era consolidar un negocio, los fundadores locales y los propietarios noruegos pensaron que, con el tiempo, el Moj rajon contribuiría a que la nueva sociedad rusa fuera más transparente y democrática.

      Un suceso que cambió el paisaje urbano en el otoño y el invierno comprendido entre los años 2006 y 2007, cuando las primeras ediciones de Moj rajon circularon en Moscú, fue la «Marcha de los disidentes». Un grupo de manifestante llamado «La otra Rusia», que estaba liderado por el excampeón mundial de ajedrez, Garri Kaspárov, empezó a protestar contra el presidente y el gobierno. Sus demandas estaban enfocadas en el cese de la censura mediática, una reforma del sistema electoral y la libertad para los presos políticos. Previamente, las autoridades locales habían prohibido a los manifestantes reunirse cerca de los monumentos del centro histórico.

      Sin embargo, cuando «los disidentes» decidieron llevar a cabo la manifestación en la calle Tverskaya, en el centro de Moscú, la policía intervino y arrestó a muchos de los participantes.

      Aunque en Moj rajon inicialmente se escribía poco sobre política a nivel nacional, era apremiante cubrir las protestas —porque acontecían en la escena local, y porque los medios de comunicación nacionales a menudo presentaban a los manifestantes como antisociales—.

      Les contamos a nuestros lectores lo que decía la Constitución rusa sobre la libertad de reunión y de expresión. ¿Podrían las autoridades moscovitas, con la ley en la mano, negarle a la gente protestar, o era simplemente un pretexto para detener a los disidentes? Cada vez que se acercaba una nueva marcha, las cosas hervían en la redacción. El entusiasmo de los periodistas motivó al resto de empleados a salir a las calles para cubrir las protestas. En una oportunidad, un fotógrafo de Moj rajon se acercó tanto que la policía lo detuvo. Después de pasar una noche en una celda de aislamiento, logró explicarles a los uniformados por qué estaba en las protestas y, luego de mostrarles el carné de periodista, estos lo abrazaron y lo dejaron marcharse —fue recibido como un héroe en la oficina—.

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