Democracia envenenada. Bernhard Mohr

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vmeste (Las que cantamos juntas),

      banda de pop (2002-2004)

      decidí hacerle caso a olga y contactar a algunos de mis viejos colegas para escuchar lo que pensaban. ¿Qué pensaban con respecto a la situación y los cambios políticos del país en los últimos diez años? ¿Que los motivó a compartir en Facebook sus opiniones contra Occidente? ¿Estaban siendo presionados o realmente sus actitudes habían cambiado? También me interesaba la opinión de los viejos directores de Moj rajon, que si bien seguían siendo firmes contra Putin en las redes sociales y que evidenciaban los problemas más álgidos de Rusia, sus críticas no eran tan frecuentes, además de que tocaban temas distintos a la situación política.

      Independientemente de todo, primero tenía que conocer mejor al hombre que estaba dirigiendo a Rusia desde el último cambio de milenio, ese que mantenía a su favor altos porcentajes de popularidad en comparación con otros jefes de estado europeos. Viajé a San Petersburgo, la ciudad donde Vladimir Vladímirovich Putin nació, creció y dio los primeros pasos decisivos en su carrera. De hecho, a pesar de que el poder del país está centralizado fuertemente en Moscú, gran parte del liderazgo político proviene de la que los rusos llaman la capital del Norte.

      San Petersburgo fue fundada por el zar Pedro el Grande, en 1703, en una época en la que Rusia estaba a punto de reemplazar a Suecia como la potencia de la esquina nororiental de Europa. El zar buscaba construir una ciudad que pudiera ser la capital de una flota nueva y poderosa en el Báltico y que al mismo tiempo abriera «una ventana hacia Europa». Pedro el Grande ordenó construir la ciudad en la región pantanosa donde el río Nevá forma un delta y desemboca en el golfo de Finlandia. En menos de un año se construyó un fuerte provisional de madera y tierra. Luego, los materiales del fuerte fueron reemplazados por piedras, conservando su forma hasta hoy. La fortaleza de San Pedro y San Pablo debe su nombre a la importancia religiosa de estos apóstoles, algo que en su momento fue una manera de mostrar que el zar estaba cumpliendo una misión divina.

      Toda la ciudad fue construida con materiales sólidos y de acuerdo con los ideales europeos clásicos. Además, el zar prohibió las construcciones de piedra en todos los lugares de Rusia. Sin embargo, San Petersburgo estuvo varias veces a punto de ser borrada del mapa por la acción de las inundaciones. En la actualidad hay muchas vías fluviales, algo que le da identidad y orgullo a esta ciudad de cinco millones de habitantes. Nevá, Moika, Fontanka, Obvodny, Griboedova, Kryukov, Admiralteisky —si le preguntas a algún residente sobre la historia de la ciudad, te puede dar afectuosamente una lista de cualquiera de sus ríos y canales—. En «el cruce de caminos» entre el canal de Admiralteisky y el río Fontanka se pueden ver los botes turísticos fondeados, como tomando un descanso, pues si das una vuelta sobre tu propio eje, puedes contar hasta siete puentes. En ningún sitio de Venecia se pueden ver más de seis.

      Un par de kilómetros antes de que el Nevá llegue al mar, precisamente ahí donde el río gira bruscamente hacia el oeste, se construyó junto a su orilla izquierda un conjunto de edificios de estilo barraco que resalta por su color azul oscuro. La catedral y el claustro, ambas obras conocidas como el conjunto Smolny, fueron construidos bajo el mandato de Isabel, hija de Pedro, y la obra se terminó en 1764. Aunque Isabel estiró las finanzas estatales hasta donde pudo, la obra maestra del conjunto, una torre de reloj de 140 metros de altura, nunca se construyó. Los edificios siguen atrayendo la atención. Ya sea desde la vía fluvial o desde los cuatro carriles a lo largo del malecón, se podrá observar que en las cinco cúpulas de la catedral se reflejan en perfecta simetría las cuatro cúpulas del convento. Estas construcciones, tras ser remodeladas en diferentes ocasiones a lo largo de los años 2000, han recuperado la mayor parte de su belleza arquitectónica.

      En el invierno de 1999, el conjunto Smolny no estaba en buenas condiciones. Para ese entonces, los largos corredores del claustro conformaban un organismo estatal dirigido a estudiantes universitarios extranjeros. Desde mediados de enero hasta febrero recibí clases en un salón con ventanas demasiado delgadas, sentado y tiritando de frío junto la austriaca Anna, el italiano Alberto, el eslovaco Ondrej y el alaskeño Jalilen, quienes ya habían pasado un año escolar al otro lado del estrecho de Bering, al este Siberia. Para llegar al claustro teníamos que caminar cada mañana a través de la nieve junto al Instituto Smolny, vecino casi igual de imponente que el conjunto arquitectónico de Smolny. Este edificio llamativo, de comienzos del siglo XIX, albergó originalmente la primera institución rusa de educación para mujeres. En el otoño de 1917 las estudiantes fueron expulsadas de los corredores por los bolcheviques leninistas que necesitaban un sitio para planear una revolución. Cuando el plan se implementó y Moscú se convirtió en la capital de la nueva Unión Soviética, la administración local de la ciudad se hizo cargo del lugar. Desde entonces el Instituto Smolny ha sido el lugar de trabajo de los líderes políticos, pues el sitio es lo más parecido a un ayuntamiento. Precisamente allí fue donde Vladimir Putin trabajó desde 1991 hasta 1996, periodo en el que estableció las redes políticas que desde entonces lo han ayudado a dirigir Rusia.

      En el invierno de 1999 hubo una crisis política en Rusia. Los conocimientos de ruso en mi grupo de estudio no eran suficientes como para discutir sobre política, pero la matrona Tania —quien alquilaba habitaciones a otros dos estudiantes noruegos y a mí—, nos daba información sobre lo que estaba sucediendo en el gobierno de Borís Yeltsin, cuyo segundo periodo presidencial estaba llegando al final. Ocho años después de haber sido elegido primer presidente de Rusia, tanto la mayoría de la gente como el resto de la élite política, habían perdido la fe en él. Yeltsin hablaba sin contexto, se había presentado ebrio en la televisión y había hecho el ridículo durante una visita estatal en el extranjero. Las encuestas indicaban que menos del 10% de la población lo apoyaba. La decepción provenía más que todo del descontento por la debacle económica. Las promesas de comienzos de los años noventa de una economía de mercado al estilo occidental, que supuestamente traería más bienestar para la gente, generaron un marcado contraste con la realidad. En la primavera de 1998 la deuda nacional había alcanzado los 115 millardos de euros, al mismo tiempo que el país le debía a sus propios habitantes ocho millones de euros en salarios no pagados y siete millones a los pensionados. Los precios de los principales productos comerciales de Rusia —petróleo y gas— se habían desplomado debido al temor a una crisis global. Las reservas de divisas se agotaron y, en agosto de 1998, el banco nacional tuvo que darse por vencido en la acción de mantener a flote el rublo que cayó en picada. Por segunda vez en los años noventa gran parte de la población experimentaba la desaparición de sus ahorros. La situación era tan pésima que a finales del otoño de 1998 las autoridades norteamericanas enviaron tres millones de toneladas de comida para paliar la crisis.

      El círculo más cercano a Borís Yeltsin hacía mucho tiempo había empezado a buscarle un sucesor. Querían a alguien que se mantuviera leal a él —y que se encargara de que el presidente, que cada vez más presentaba graves problemas de salud, eludiera el juicio político una vez que renunciara al cargo y evitara perder su inmunidad—. En la primavera de 1999, dentro del círculo político de Yeltsin—popularmente llamado

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