El arte de la mediación. Oriol Fontdevila

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se juzgó por consiguiente como un residuo a eliminar –y así se tendieron a posicionar filósofos como Johann Fichte y Friedrich Schelling–, o bien como una suerte de reverso negativo del arte; esto es, el otro del arte, lo cual puede ser amenazante pero a la vez es constitutivo de la presencia inmediata que este adopta –y así se posicionan George Hegel o Friedrich Schlegel–. En los albores de la modernidad, por lo tanto, se atisbó por vez primera la mediación, aunque esto propiciara que a continuación fuera abandonada por un largo periodo en una zona de penumbra61.

      Hasta aquel momento la mediación había sido reconocida como poco más que una cuestión relativa a los sentidos y a la percepción. Friedrich Kittler sostiene que desde la Antigüedad se le había negado a la mediación disponer de su propia ontología, habiéndose descrito como un fenómeno meramente relativo a la percepción. Aristóteles fue quien abordó por vez primera la cuestión del “medio” –tò metaxú–, que identificó con el agua y con el aire. Es decir, el filósofo dedujo que, entre las entidades que conforman el mundo se abren unos “entornos” invisibles, que funcionan como medios puesto que mantienen las entidades separadas a la vez que las ponen en relación.

      El aire es lo que, según Aristóteles, relaciona el ojo con el objeto visto, y lleva también el sonido hasta las orejas. Por lo que, emplazado en este espacio intersticial, el medio se reconoció como un efecto de la percepción, si bien no se le atribuyó ninguna entidad que se le reconociera como propia. Por paradójico que parezca, el medio se descubrió solo indirectamente, como una suerte de no-ser que se abre paso entre los seres; a la vez que la mediación se dedujo como nada más que un missing link. Unos siglos después, un discípulo anónimo de Tomás de Aquino fue quien vinculó la noción aristotélica del tò metaxú con el término latín medium, cuando en el seno de la Escolástica se manifestó: “Omnis actio fit per contactum, quo fit ut nihil agit in distans nisi per aliquid medium”. Es decir: “Toda acción sucede por contacto, por lo que no hay nada que pueda actuar a distancia si no es por algún medio”62.

      En 1829 se recogió por primera vez el término mediación en un diccionario, el Allgemeines Handwörterbuch der philosophischen Wissenschaften (Diccionario general de ciencias filosóficas). Wilhelm Krug expone en él como primer significado de vermittlung –mediación, en alemán– el arbitraje de dos partes en conflicto63. Habiendo sido estudiante de la Universidad de Jena y sucesor de Immanuel Kant en la cátedra de lógica de la Universidad de Königsberg, Krug entendió la mediación no solamente como una conexión –un contacto en la interpretación de la Escolástica–, sino sobre todo como un modo de evitar las posiciones extremas. Por lo que, con el Idealismo alemán, la mediación pasó a ser explicada ya no solo como aquel antiguo y pobre missing link desprovisto de ontología, sino que se identificó con la posibilidad de alcanzarse el momento de la síntesis en el seno de un proceso dialéctico. Es decir, la mediación, relacional por definición, encontró con el Romanticismo la posibilidad de abandonar su invisibilidad atávica y de ser reconocida como punto medio con una cierta consistencia.

      En todo caso, moviéndose los filósofos del círculo de Jena entre la apreciación de la mediación y el deseo de negarla, no deja de ser significativo que le faltara tiempo a Fichte para acuñar el término inmediación a principios de la década de 1790: con su pensamiento, Fichte prefiguró la posibilidad de un Yo Absoluto en tanto que identidad autónoma y no determinada, el cual tendría la capacidad de obtener un conocimiento inmediato de la realidad por el mero ejercicio de la consciencia. El no-Yo (la naturaleza) es, de hecho, una proyección del Yo, por lo que, según Fichte, el conocimiento no pasaría tanto por la mediación que efectúan los sentidos entre la realidad y la capacidad cognoscitiva del Yo, sino por un reconocimiento de la absolutidad del Yo. Algo a lo que, a su vez, se llega por intuición intelectual –la consciencia inmediata– y nunca por medio de lo que sería el engañoso conocimiento mediado por los sentidos.

      Fichte pone como ejemplo la relación entre la luz y la oscuridad. El crepúsculo aparece entre ambos como el tránsito de una entidad a la otra y, por lo tanto, como una suerte de “síntesis de la mediación”. Ahora bien, según el filósofo esta mediación es falsa puesto que “la luz y la oscuridad no son realmente opuestos […]. La oscuridad es simplemente la ausencia de luz”64. De esta manera, una vez superado el trampantojo de la mediación como crepúsculo, la inmediación es lo que permite a Fichte explicar la relación entre la luz y la oscuridad como partes del mismo fenómeno. Del mismo modo que la relación entre el Yo y el no-Yo son las partes constituyentes de un Yo Absoluto de acuerdo con su filosofía.

      La “síntesis de la mediación” a la que Fichte se refería eran las categorías del conocimiento tal y como las había establecido Immanuel Kant con su Crítica a la razón pura durante la década anterior65. Fichte y los demás Idealistas coincidieron en poner en tela de juicio el límite que el filósofo de Königsberg había interpuesto entre aquello cognoscible y la Cosa-en-sí (Das Ding as sich). Tal y como es conocido, Kant supuso un trasfondo de realidad que no es perceptible directamente (el llamado noumenon), el cual existe por detrás de los fenómenos que los humanos aprehendemos por medio del entendimiento. Por lo que, según Kant, si el conocimiento de la realidad es posible, esto siempre va a ser gracias a la mediación que ejercen las categorías del conocimiento, las cuales permiten organizar el material en bruto obtenido con las impresiones en representaciones mentales.

      Ahora bien, también es significativo el papel que Kant atribuyó al arte al respecto de todo esto y, más específicamente, a la noción de lo sublime. Kant definió lo sublime como un registro superior de la experiencia estética, el cual es a la vez placentero y abrumador en tanto que apunta hacia magnitudes infinitas, que superan los límites de la intuición sensible. Lo sublime es una experiencia de desborde, algo que “sobrepasa todo patrón de medida de los sentidos”66, tal y como este filósofo pensó que puede producirse estando frente a las pirámides de Egipto, bajo la cúpula de la basílica de San Pedro o bien en presencia de una tempestad. En casos como estos las mediaciones que los humanos interponemos para la comprensión de la realidad se ven rebosadas y abatidas. Y, aunque lo sublime no llega, ni siquiera así, a facilitar un acceso inmediato a la Cosa-en-sí, sí que confiere, en cambio, un “presentimiento de la verdadera dimensión de la Cosa”67; esto es, una intuición que permite pensar (aunque no percibir) la estructura nouménica que recorre por debajo el mundo de los fenómenos sensibles.

      Es conocida la asimilación que el arte de vanguardia del siglo XX hizo de la categoría de sublime. Jean-François Lyotard ha reconocido lo sublime como la misma condición del arte de vanguardia, el cual tiene como correlato el efecto de shock que este arte habría perseguido producir frente a los modos consensuados de aprehender la realidad68. Esta equiparación del shock de la vanguardia con lo sublime kantiano quedó nítidamente manifiesta con los pintores del Expresionismo norteamericano de la década de 1940, quienes atribuyeron a la pintura abstracta la posibilidad de desbordar los límites del mundo fenoménico y de “reconsiderar el deseo natural humano por lo elevado, por nuestra preocupación de relacionarnos con las emociones absolutas”. Así, el artista Barnett Newmann se preguntaba en 1948: “Si rechazamos vivir en la abstracción, ¿cómo podremos crear entonces un arte sublime?”69.

      En correspondencia, cuando el arte persigue lo sublime, se presume también un decrecimiento notable de la mediación, tanto a nivel cognitivo como –por analogía– a nivel institucional. Por un lado, el efecto de shock producido por el arte moderno implica que, con este, se lograría echar a perder las mediaciones cognoscitivas tal y como las efectúa habitualmente el espectador. Mientras que, por el lado de la institución museística, el mismo dispositivo de exposición ya se ha visto que procedió a acompañar tal expectativa ofreciendo lo que tal vez ha sido la mejor puesta en escena de la inmediación: el museo de arte moderno consiguió anticipar el efecto de lo sublime por medio del white cube, articulando un entorno inmersivo y depurado de cualquier traza de la mediación. Por medio del cubo blanco, el arte se presenta como una pura intuición de la Cosa-en-sí. Con su aparente suspensión de la mediación, el cubo blanco se debe reconocer como

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