El arte de la mediación. Oriol Fontdevila

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escapar de las leyes del mercado32. Sin embargo, a la luz de la figura 2, dicha desmaterialización se puede interpretar, también, como un indicador de la falta de poder que el conceptualismo atribuyó al arte por sí mismo. Los artistas de la primera generación conceptual descubrieron la condición objetual del arte como algo absolutamente atrapado por lo convencional, por lo que la posibilidad de desafiar el status quo ya no se debía buscar en las propiedades inherentes de la forma, sino que el caballo de batalla se tuvo que desplazar hacia donde, a su parecer, se fraguaba el valor y el significado del arte: esto es, las instituciones que articulan el mundo del arte.

      Así, la desmaterialización se desarrolló en tanto que contrapeso de un inusitado interés de artistas como Joseph Kosuth en la mediación del lenguaje escrito y, en concreto, en la crítica de arte como “significante total del arte”33. Su colega Robert Morris puso de manifiesto que, de hecho, toda la modernidad se había apoyado en “teorías textualizadoras”, ya fuera de la mano de los manifiestos que los mismos Kandinsky, Mondrian o Malévich escribieron en relación con su abstracción temprana, o bien de la prosa de Greenberg en relación con el Expresionismo Abstracto34. Por lo que no es de extrañar que artistas como Kosuth y otros de su generación adoptaran como consecución lógica el pensamiento de que para ganar influencia en el entramado artístico era crucial proceder a la escritura y despojarse, en cambio, de cualquier aspecto de la obra que no fuera el lenguaje y el discurso sobre el arte35.

      Otros artistas, en cambio, repararon en los medios de comunicación y los llamados new media, donde buscaron dar con mediaciones alternativas a las instituidas en el campo del arte. Se explica así igualmente el interés de los artistas de esta época por la autogestión de espacios, pudiendo llegar a cobrar el abastecimiento de infraestructura el estatuto de arte. En todo caso, el conceptualismo supone un vuelco respecto a la por aquel entonces reciente “eliminación de los intermediarios” que promovía el Situacionismo, para posicionarse los artistas conceptuales, en cambio, como una suerte de mediadores alternativos.

      En lo que concierne al correlato institucional, encontramos otro hito del hemisferio superior del diagrama con la irrupción en París del Centro George Pompidou en el año 1977. Despuntando entonces como una nueva tipología de museo, el Beaubourg se desmarcó un tanto del modelo del white cube. Se ha dicho a menudo que la urgencia de este museo era la de regenerar el área de Beaubourg –de donde recibe su nombre popular–, a la vez que salir a la caza de nuevas audiencias –algo que era improrrogable después del primer revés que sufrió la financiación pública de las artes en la década de 1970–. Por esta razón, el museo desplazó un tanto el objeto artístico de su epicentro y procedió a reforzar, en cambio, aspectos como son los sistemas de interpretación, la didáctica y el marketing. Se diversificó también el tipo de actividad (el Beaubourg acogió desde sus inicios la música, el teatro y otras formas de espectáculo dentro de su programación), al igual que se multiplicó exponencialmente el número de exposiciones temporales en relación con lo que era el promedio por aquel entonces.

      Lo lúdico cobró también una importancia inusitada en este museo, que corrió parejo a una aproximación a la industria cultural y a la llamada “cultura popular”, algo que habría sido del todo inconcebible con la anterior política ministerial de Malraux. A finales de los años 70, el museo ya anticipaba lo que sería el lema de Jack Lang, el ministro de cultura de Francia durante la década siguiente: économie et culture, même combat. Pero, de cualquier manera, es significativo observar que, en el momento en que el museo se replanteó como recurso económico y social, se sustrajo de inmediato la confianza al objeto artístico para depositarla, en su lugar, en la disparidad de programas que el museo articula a su alrededor.

      El aspecto maquinal del edificio que construyeron Renzo Piano y Richard Rogers se puede interpretar también como una afirmación de la hipermediación en tanto que lugar en el que arte es posible, quedando reemplazada la expectativa de un encuentro inmediato entre el arte y la sociedad por la hipérbole de una infraestructura bien dotada. Sin embargo, conviene destacar que, mientras que bajo las premisas del idealismo siempre encontraron cobijo tanto la utopía estética como la política, la descripción de la institución en tanto que agente soberano se ha acostumbrado a hacer en clave de distopía.

      Es decir, mientras que en la segunda mitad del siglo XX se tendió a explicar el idealismo estético como una impostura, la posibilidad de reconocer el arte como un ente sometido a los intereses livianos de lo mundanal ha sido una visión igualmente un tanto insoportable a la hora de caracterizar por entero a la práctica del arte. Y esto incluso para los mismos artistas de sesgo conceptual, a quienes les toca combinar su ideario deconstructivista respecto al arte con la asignación de una identidad para sus obras que, al fin y al cabo, seguiría siendo artística. Incluso el arte más supuestamente crítico con las mismas formaciones artísticas necesita en algún punto pensarse como una entidad que no está enteramente determinada por el entramado del poder. Tal y como muy acertadamente ha formulado el comisario Tirdad Zolghadr: “El arte contemporáneo está siempre necesitado de un Otro institucional” –es decir: el arte siempre implica pensar que lo institucional es lo otro–, “a fin de posicionarse en algún lugar fuera de sus corredores de poder”36.

      Así pues, el callejón sin salida en el que se encuentra atrapado el arte en la contemporaneidad se puede resumir con los siguientes términos: por un lado, a pesar de que el discurso de la autonomía artística provee argumentos positivos para el arte, ahora mismo sería capaz de arrancar de su silla a carcajadas a cualquier gerente de museo. Por el otro, si bien la teoría institucional consigue explicar los modos de organizar socialmente el campo del arte, esta no consigue proporcionar, en cambio, explicaciones satisfactorias para comprender la capacidad del arte para producir diferencia y desafiar las categorías preestablecidas37.

      LA AGENCIA COMO LÍNEA DE FUGA

      La trampa de los zande se advierte como la traza de un sendero que permite salir de tal atolladero. El relato sobre cómo aquella red capturó a la vez la obsolescencia del idealismo estético y de la teoría institucional deja ver que la capacidad del arte para producir algo diferencial no se encuentra ya en la exaltación acérrima de alguno de los dos polos, así como tampoco en la negación total de su contraparte.

      La red indica que, por un lado, es ineludible conceder cierto poder a la disposición tecnológica a la hora de comprender el dispositivo de las trampas: ya consistan estas en objetos, agregados variopintos de materiales o de, simplemente, sonidos y enunciados lingüísticos, la eficacia de la trampa implica que el instrumento de captura contiene un poder específico. Ahora bien, no por esta razón este se va a poder reconocer como absoluto. Contrariamente, hemos visto que para que la trampa funcione como tal su forma también debe llevar inscritos el mundo del cazador y el mundo de la presa, así como la mella del entorno en el que se desarrolla la interacción entre ambos. De este modo, se puede argüir que, si bien el poder de la trampa no se puede separar de una forma específica, al mismo tiempo su eficacia se mide en función de su grado de adaptación a una red de agentes diversa, que supera considerablemente su presencia material.

      Es apremiante desprenderse, por lo tanto, de cualquier fantasía de formación soberana. Por lo que, para una comprensión de la capacidad intencional del arte, se deberá ceder el paso a un concepto de poder considerablemente más estratégico, a la vez que dúctil, maleable, divisible e incluso intercambiable. Tal concepto es el de agencia38, entendida aquí como “la capacidad que tiene un actor para tomar decisiones en un entorno determinado”39.

      Tal concepción del poder ha facilitado a las ciencias sociales y los estudios culturales alejarse de visiones de corte determinista a la hora de explicar la relación de los agentes humanos con los contextos donde estos desarrollan su actividad. Por tanto, con el concepto de agencia, se puede suponer un poder de actuación que, si bien es de intensidad variable, a la vez es persistente, lo que hace que cualquier agente disponga dondequiera que sea de cierta capacidad tanto para adaptarse como para resistirse a las condiciones que le vienen dadas. Desde

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