Todo pasa. Horacio Serrano
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Horacio Serrano escribió en un Chile muy cerrado al exterior y extremadamente pobre, cuyo mayor flagelo era posiblemente la inflación; lo hizo en una época cruzada por la Guerra Fría, cuando el islam todavía era sinónimo de paz, cuando la descolonización estaba desangrando a los pueblos de África, cuando China estaba muy lejos de ser la potencia económica que terminó siendo y donde la India era más conocida en el mundo por sus gurúes y brahmanes que por sus camionetas. Escribió antes de Internet, antes de los mails, antes también de los celulares. Todo esto se nota y se nota mucho en algunas de las columnas aquí seleccionadas y fue voluntad de los editores no encubrir ni soslayar estos desfases porque entregan una sensación térmica muy reveladora del contexto en el cual fueron escritas.
La libertad con que Horacio Serrano escribió, la tremenda autonomía de vuelo que tuvo, le ganaron no solo el respeto de sus pares sino también la incondicionalidad de un selecto grupo de lectores que lo siguió con lealtad y lo leyó con admiración. Para ellos era un columnista diferente, impredecible, original, desafiante, divertido y que no guardaba punto de comparación con los escritos rutinarios, pomposos, adocenados y bienpensantes que por muchos años habían capturado el repertorio del periodismo de mayor espesor cultural.
Sin ir más lejos, fue esa también la impresión que tuvo la soprano Miryam Singer cuando lo leyó al volver al país a fines de los años 70. Miryam se había ido a Israel a los 19 años a trabajar en un kibutz. Volvió a fines de los 70 a raíz de una emergencia con la salud de su padre y se encontró con un país muy distinto al que había dejado: le pareció gris, homogéneo, uniforme y temeroso. Dice ella que lo único que le pareció distinto y fuera de la norma fueron las columnas de Horacio Serrano. Comenzó a esperarlas domingo a domingo con expectación, al tiempo que se decidía a continuar sus estudios de arquitectura, muy poco antes de iniciar una exitosa carrera internacional como cantante lírica y regisseur. Como suyo fue el primer impulso para publicar este libro, ahora como directora de Arte y Cultura de la UC, corresponde hacerle un reconocimiento. Quizás sin ella y sin el entusiasmo de María Angélica Zegers, directora de Ediciones UC, editorial de la Pontificia Universidad Católica de Chile, este rescate no habría tenido lugar. Y lo cierto es que estas columnas estaban esperando. En su mayoría tienen una vigencia que rara vez los escritos periodísticos son capaces de mantener. Aunque todo pasa, estas columnas no han pasado.
II.
Se imponen algunos datos biográficos duros de Horacio Serrano Palma. Un pequeño librito de homenaje y selección de escritos suyos, del que es autor el poeta, ensayista y académico Juan Antonio Massone, publicado en 2014 por la Academia Chilena de la Lengua, señala que Horacio Serrano Palma nació (14 de diciembre, 1904) y murió (5 de febrero, 1980) en Santiago. Que estudió en el Colegio de los Sagrados Corazones de la Alameda y después en el Massachusetts Institute of Technology (MIT), en Boston, donde se graduó profesionalmente de ingeniero en 1924. Y que dos años más tarde fue bachiller en ciencias, en el King’s College de Cambridge, Inglaterra.
Se casó con Elisa Pérez Walker (1930-2012) en noviembre de 1946. Veintiseis años menor que él, ella era la sexta de ocho hermanos provenientes de una distinguida familia marcada por la figura patriarcal de Horacio Walker Larraín, político, parlamentario y canciller en el gobierno del presidente González Videla. Trabajó ella durante muchos años como ejecutiva de Editorial Zig-Zag e inició a partir de los años 60, bajo la firma de Elisa Serrana, una exitosa carrera literaria en el marco de la llamada Generación del 50. Los títulos de sus novelas son: Las tres caras de un sello (1960); Chilena, casada y sin profesión (1963); Una (1964); En Blanco y negro (1968), A cuál de ellas prefiere usted, mandandirundirundá (1984).
En 1943 Horacio Serrano fue ministro de Agricultura del gobierno del presidente Ríos y al año siguiente fue designado vicepresidente ejecutivo del Instituto de Economía Agrícola. Antes de eso, en una de las elecciones más decisivas políticamente del siglo XX, había apoyado, para escándalo de su entorno, a Pedro Aguirre Cerda contra el candidato conservador Gustavo Ross Santa María.
Fue representante oficial de Chile en diversos encuentros internacionales y, desde la UNESCO, se desempeñó como uno de los jefes de las investigaciones económicas realizadas por la entidad en la India, en el marco del programa Oriente y Occidente. Ese cargo lo obligó a vivir durante largos períodos en ese país.
A mediados de 1970 ingresó a la Academia Chilena de la Lengua, ocupando el sillón que había dejado vacante el presbítero Francisco Donoso. El discurso de recepción estuvo a cargo de su amigo René Silva Espejo y Juan Antonio Massone cita en su libro las primeras palabras que pronunció el nuevo académico: “A quien se le ha permitido escribir siempre en pocas líneas, bien podrá perdonársele, una vez, hablar con pocas palabras”.
En ese mismo registro analítico e interpretativo de nuestra historia e identidad, que va desde Nuestra inferioridad económica (Francisco Antonio Encina, 1911) hasta En vez de la miseria (Jorge Ahumada, 1958), Horacio Serrano publicó varios libros: La marcha humana (1937); ¿Hay miseria en Chile? (1938); Entre mar y cordillera: la lucha del chileno contra la naturaleza (1952); ¿Por qué somos pobres? (1958) y El chileno, un desconocido (1965). También es autor de un librito que es una rareza, En defensa de la tontería, de 1948, del cual solo se publicó una edición de 50 ejemplares.
En general, los suyos son libros que corresponden a un género que terminó declinando en la segunda mitad del siglo XX y que ponía en entredicho los rumbos que había tomado el país. Son libros, también, muy tocados, después del auge de Chañarcillo y del salitre, por la fugacidad de la riqueza que el país había tenido en otro tiempo y muy sensibles al temor de que con el cobre estuviéramos repitiendo la misma historia. Y, básicamente, son libros que reaccionan con indignación e incredulidad ante un fenómeno −la miseria− que no obstante haber sido parte de la historia de Chile en el siglo XIX, se comenzó a expandir y a visibilizar con especial crudeza a partir de la crisis de los años 30. Fueron factores de alta gravitación en ese proceso la decadencia de la agricultura asociada a las políticas de industrialización forzada de ese período, la masiva inmigración de familias campesinas a las ciudades y la incapacidad del aparato estatal para proveer de servicios de salud, educación y seguridad social a esta creciente población desarraigada.
Leídos esos libros hoy, muchas de las consideraciones relativas a los retos económicos del país han sido sobrepasadas por las nuevas concepciones del desarrollo, en todas las cuales factores tales como el clima, el territorio, la mayor o menor dotación de recursos naturales y las redes de interconexión importan menos que la creatividad de los individuos y la estabilidad de las reglas institucionales del juego dentro del cual ellos interactúan. Sin embargo, varios de esos libros contienen notables observaciones sobre nuestra realidad, sobre nuestra historia, sobre nuestros reflejos condicionados como sociedad y sobre nuestra infinita capacidad para autoengañarnos y cerrar los ojos a la realidad. No por nada en ese librito inclasificable que es En defensa de la tontería, Horacio Serrano asume que en el mundo de hoy la sandez, el disparate, la estupidez químicamente pura, más que una fuga, más que un descuido, más que un resultado no querido, es un sistema que tiene códigos perfectamente establecidos, casi una industria, con idioma, fetiches, prácticas, centros de estudio y valores ampliamente respetados e indiscutidos.
III.
Hay muchas maneras de definir a Horacio Serrano y las siguientes son solo algunas.
Era un místico. Un místico que iba por la vida con varios disfraces, como ingeniero, agricultor, ensayista, columnista, padre de familia, secretario del Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas, provocador profesional, académico de la lengua.� Formado en ese magisterio