Todo pasa. Horacio Serrano
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Todo pasa - Horacio Serrano страница 4
Fue un seductor. Un seductor destacado, infatigable y eximio incluso en esa época en que la galantería, el piropo y el trato delicado a las mujeres eran parte de la urbanidad inconsciente y natural de los sectores mas cultivados de la elite. Seducía a las mujeres con sus atenciones, con su palabra, con su ingenio. Le gustaba escucharlas y hacerlas hablar. Les celebraba sus dichos, las adoraba en sus contradicciones, las exaltaba en su encanto. Fue un feminista mucho antes del feminismo y no solo porque tuviera seis mujeres en casa, su señora y sus cinco hijas. Fue un feminista porque sabía que las mujeres podían ser mucho más agudas que los varones, porque tenían una inteligencia anterior a la que miden los test de inteligencia, conectadas como ellas están a las verdades de la tierra y el sentimiento, y porque sin su cariño, sin su dulzura en los días de la infancia, sin su espontaneidad y belleza en las plenitudes de la vida adulta, sin su sabiduría en la vejez, sin su aporte en los momentos cruciales de la historia, el mundo y la vida difícilmente podrían tener el voltaje que tienen. Alguna vez me correspondió acompañarlo a una perfumería porque quería hacerle un regalo a la secretaria de un hombre prominente. Siempre lo hacía para corresponder atenciones y gentilezas. Tenía una verdadera red invisible de secretarias por todo Santiago, en distintas reparticiones y entidades que le facilitaban sus contactos y los trámites a que estaba obligado en el Chile de entonces. Entró al local y habló con una señora dependienta para que lo aconsejara en materia de fragancias. La dependienta le nombró varias alternativas ante las cuales quedó desde luego donde mismo, en la oscuridad más absoluta. La señora le dio a oler un perfume. Rechazó la prueba. Le dijo que ninguna fragancia podía testearse sobre una superficie que no fuera la piel de una mujer. La invitó a que fuera ella la que se lo aplicara. Solo después de eso aceptó oler. A todo eso, puesto que nadie se había perdido el diálogo, la perfumería completa estaba alborotada. Las demás dependientas se fueron acercando. Don Horacio las celebró, las cortejó, las piropeó y enardeció a todas. Fue un maravilloso intercambio: cuando salimos de la tienda él llevaba en sus manos un perfume envuelto con increíble delicadeza, con el cual al día siguiente iba a quedar como príncipe, dándole una grata sorpresa a una secretaria que había sido atenta con él, y las dependientas de la perfumería habían tenido un minuto de luz y genuina alegría en su jornada laboral.
Era efectivamente un personaje cautivante, así fuera que estuviera entre mujeres u hombres. Sabía sintonizar con grupos muy diversos, sabía generar empatías. Lo suyo era tomar en cuenta incluso a quienes nadie tomaba en cuenta, pero no a través del halago. Recuerdo que adoraba a una de las amigas de sus hijas, aunque no tenía reparos en decirle que la encontraba demasiado inteligente. Ella y todo el resto sabíamos lo que quería decir con ese “demasiado”. Era demasiada habilidad la suya para clasificar, para distinguir y subdistinguir, para construir discursos racionales que eventualmente podían eludir −ese era su temor− la verdad de las emociones y la chispa de las reacciones espontáneas.
Fue probablemente un obsesivo. Un gran y redomado obsesivo. No obstante tener una mente abierta a un amplio repertorio de inquietudes −que iban desde la historia hasta la economía, desde el arte hasta la religión, desde los desarrollos de la ciencia hasta la geografía− y no obstante ser un gran observador del comportamiento, lo que en realidad lo movía en su rol de columnista fue un puñado de convicciones certeras y rotundas forjadas a lo largo de mucho tiempo. Esas convicciones pasaron a ser parte de su ADN y su escritura. Creía que, en el mundo contemporáneo, el desarrollo material no había sido acompañado, en términos de proporciones y velocidad, por un desarrollo espiritual equivalente. Pensaba que el culto de la modernidad a las imágenes se había nutrido de una descapitalización preocupante de la autoridad del verbo y las palabras. Sospechaba de la plata fácil, del enriquecimiento súbito y de todo cuanto se consiguiera por una vía distinta del sacrificio y el trabajo duro. Asumía que la pobreza estaba en la matriz de nuestra identidad como país. Pensaba que, en general, en toda biografía casi siempre se establecía al final alguna suerte de equilibrio o ajuste entre sus momentos de desdicha y sus momentos de plenitud. Tanto lo has pasado bien, entonces tanto tendrás que sufrir, y viceversa. Le tenía más miedo al éxito que al fracaso. Daba por hecho que ninguna instancia de felicidad podía ser eterna, tal como concedía que no había sufrimiento o dolor que fuera irrevocable y para siempre. Creía que Chile era un país extremadamente nuevo, donde todavía casi todo estaba por hacerse, y le gustaba concebirlo, verlo e interpretarlo −más allá de nuestro hibridaje cultural− en íntima conexión al tronco de Occidente, que es donde se habían moldeado nuestras categorías intelectuales y los estándares de nuestra imaginación y conciencia moral. Quería creer que, como sociedad, después de todo, no estábamos tan lejos –no deberíamos estarlo− de Atenas, de Jerusalén, de Roma, de España y Europa. Pensaba que en las sociedades orientales, en sus tradiciones milenarias, en sus creencias y formas de vida, podían existir respuestas muy pertinentes e integrales tanto para los problemas de nuestra vida diaria como para los múltiples dilemas que nos planteaban nuestra pobreza y subdesarrollo. Desconfiaba de la riqueza súbita y de la moral de nuevo rico que se comenzó a imponer en Chile a fines de los 70, cuando muchos pensaron que habíamos clavado la rueda de la fortuna. Es evidente que tenía una marcada debilidad por la pobreza de las sociedades orientales; es posible, incluso, que la haya mistificado más de la cuenta, pero era su manera de protestar ante las primeras manifestaciones del consumismo que haría pasto entre nosotros varios años después. Otra constante suya es que, más que en la calidad de la inteligencia, confiaba en la del corazón. Creía, por otro lado, que el desarrollo del país podía volverse un espejismo si no iba aparejado de un desarrollo espiritual congruente. Como provenía de un Chile que todavía era básicamente rural y como había sido agricultor, además, reivindicaba para la actividad agrícola, que por entonces constituía, además de un modo de vida, una fracción muy importante de la fuerza de trabajo, una prioridad que el modelo sustituidor de importaciones nunca le dio. Desconfiaba de las soluciones utópicas, de los ideologismos que fueron ganando espacio en la escena política chilena, y tomó distancia de los liderazgos mesiánicos. Respondió en su mentalidad y en sus valores mucho más a Europa y a las antiguas civilizaciones orientales que a los Estados Unidos. Rechazaba la eutanasia y el suicidio, pero los suicidios dobles y por amor podían descompensarlo hasta las lágrimas.
No en último lugar, fue un padre tremendamente orgulloso de su familia. Nunca llegó a la obscenidad de apropiarse del éxito literario de su esposa, la Elisita, pero es un hecho que interiormente se congratulaba a sí mismo de haber sabido tener una mujer que había podido desplegar sus potencialidades, su talento y su creatividad mucho más allá de la casa y de la familia. En otro tiempo eso no era tan frecuente y supongo que él reivindicaba para sí el hecho de ser un marido que estuvo a la altura del reto que la modernidad impuso en este plano. La apoyó, la incentivó, la protegió y la celebró siempre en su trabajo de escritora. Ahora bien, como ella era una mujer de acción y mucho empuje, y él con los años se fue volviendo cada vez más un contemplativo, mi impresión es que, a partir del cariño que se profesaron siempre, ambos se respetaron en forma muy civilizada con sus respectivos márgenes de autonomía.
Las hijas −“las pestes” las llamaba él− le volaban literalmente el corazón y la cabeza. Era un incondicional de todas. Eran −me lo dijo varias veces− lo mejor que había hecho y lo mejor que le había ocurrido. Las adoraba, las celebraba, las historiaba, las consentía, las protegía. Estaba lleno de cuentos en torno a sus salidas de madre, sus caracteres, sus dichos, sus genialidades y chascarros. Siempre estaba al tanto de lo que hacían. Sufría más que ellas con sus sinsabores y decepciones y gozaba el doble de lo que ellas gozaban con sus logros y plenitudes. Obviamente las quería a todas por igual, pero cualquiera que lo oía declarando, incluso ante las demás, su predilección por la Paula, se podía poner un poco incómodo porque en ese tema la convención según la cual los padres no deben hacer diferencias entre los niños sigue siendo muy fuerte. Él las hacía y esto no pasaba de ser una más de las tantas singularidades suyas.
Por supuesto no todo debe haber sido color de rosa siempre en esa casa. No solo el golpe del año 73, sino también el largo período de polarizaciones que vivió el país en los años