Todo pasa. Horacio Serrano
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Todo pasa - Horacio Serrano страница 6
Paralelamente, sin que lo supiera, don Horacio comenzó a tramar mi aterrizaje en el diario El Mercurio de Santiago. Lo hizo muy discretamente y me pidió enviarle un artículo a Fernando Silva, historiador riguroso, secretario eterno de la redacción del diario y editor del suplemento que después se convirtió en “Artes y Letras”. Lo escribí y se lo dejé en un sobre a su nombre en la recepción del diario. No sé lo que haya hecho don Horacio para agitar las aguas con mi artículo internamente; a esas alturas su estrella ya era un tanto declinante porque su amigo René había dejado ya la dirección. Lo que sí sé es que un 24 de diciembre −con ocasión del saludo navideño de rigor− me contó que mi artículo iba a aparecer en el diario el domingo próximo. No recuerdo alegría igual. Suya y mía. Ese fue el inicio de una columna de cine semanal que se mantuvo hasta mucho después que Jaime Antúnez hubiera asumido el cargo de editor de Artes y Letras.
Cuando comencé a publicar esa columna, el primer punto de la tabla de nuestros encuentros pasó a estar constituido por nuestros artículos. Él tenía un tribunal particularmente severo en su casa, que aprobaba o censuraba sus columnas sin mucha piedad. Era su “politburó” personal. Me fue bien, me decía: gustó mi artículo. Me fue mal, decía a la semana siguiente: reprobé, aunque con voto dividido. Como yo no tenía ningún tribunal encima mío, mi único politburó era él, que con su benevolencia franciscana siempre me celebraba y apoyaba en todo. En realidad me lo compraba todo. Hacía sí mucho caudal en que yo tenía que escribir como “un metafísico del cine”, nunca sobre una película en particular, porque esos eran dominios de María Romero que había que respetar en observancia de las fronteras mercuriales. Escuchándolo yo −presumido por culpa suya− debo haberme sentido un Heráclito del séptimo arte. Disfrutaba escribiendo mis artículos, es cierto, pero disfrutaba mucho más con el cariño con que él me los leía y desmenuzaba. Alguna vez publiqué un pinche artículo sobre el cine taiwanés de artes marciales. Doy por descontado que nada a él podría interesarle menos. Me dijo que estaba bueno, pero que si él fuese editor de mis obras completas colocaría ese artículo no antes del capítulo 54. Ahí recién comprendí que lo que había escrito era basura.
Don Horacio tenía una facultad que yo nunca más volví a encontrar en las personas. Sabía “historiarlas”, como decía él. Historiar era escucharlas, recordar lo que dijeron, las circunstancias en que dijeron y convertir en máximas los dichos del interlocutor. En eso, él era insuperable. Quizás no exista compromiso emocional mayor con alguien que recordarle “en buena” sus palabras. No se me ocurren muchos ejemplos, aunque recuerdo que alguna vez, contándole seguramente lo mucho que me aburría con los asuntos más rutinarios de mi trabajo en un banco, le dije que, en la noche, me ponía en entredicho preguntándome “a qué hemos venido”. Fue como si hablara una montaña y cayera un rayo. No lo olvidó nunca. El “a qué hemos venido” pasó a ser una sentencia capital. Tú lo dijiste muy bien, Héctor: “a qué hemos venido”. Y la repetía con unción y gravedad, entornando los ojos, a propósito de mil situaciones distintas. Le sacaba punta a esta facilidad suya para historiar a las personas. ¿Quién te va historiar cuando yo me muera?, les preguntaba a sus hijas y me lo preguntaba a mí. ¿Quién hubiera podido imaginar en ese momento que su final estaba próximo?
Es una torpeza decirlo en estos términos, pero es lo que todavía siento: me duró poco don Horario. Algo más de cuatro años. Al morir tenía 76 años y fui el primer sorprendido, porque yo −bien pavo, diría él− le echaba doce menos por lo bajo. Era tan ágil y vital. Eran tantas las ganas que tenía de vivir. Sus caminatas de la casa al consejo, sus tinas de agua fría, su adicción a las camisas de manga corta, su veto irrevocable a los abrigos y chalecos, transmitían una energía que ya hubiera querido yo a los treinta o cuarenta años. Murió el día de mi cumpleaños y no se lo recrimino en absoluto. Al contrario: es imposible no recordar lo que le debo a medida que me voy haciendo más viejo. Había sufrido un ataque cardiaco mes y medio antes, precisamente en la Nochebuena. Clínica, electros, reposo, casa y recuperación. A fines de enero parecía bastante repuesto. Había recuperado totalmente, no solo el semblante, sino también el humor. Vino entonces el segundo ataque, que le hizo pedazos el corazón. Murió de mañana, antes de meterse a la tina de agua helada y poco después de haber despachado su última columna al diario. Eso es lo que se llama morir en su ley.
Horacio Serrano Palma. Grande. Presente.
II
HORACIO SERRANO
Escritos de prensa
1964 - 1980
CULTURA SIN COMODIDAD, SOLEDAD SIN TRISTEZA
8 de abril de 1964
Al romper la civilización industrial los antiguos moldes, el hombre moderno, como el albatros de Baudelaire que no podía volar por el largo de sus alas, rompió también la esencia de ciertas ideas fundamentales e hizo variar las propias palabras que las designan. Por ejemplo, el concepto de comodidad irrumpió en el de cultura. Una ciudad no puede ser ahora culta si no es también cómoda. Atenas fue uno de los centros más cultos que registra la historia y, sin duda, uno de los sitios más inconfortables en el sentido moderno. La cultura de Zenón el Estoico resulta hoy abismante. No lo es menos su desprecio por las comodidades.
Otro tanto ha sucedido con la asimilación de dos conceptos que en otro tiempo fueron independientes: la soledad y la tristeza. Un ser solo está hoy aparentemente obligado a ser triste. En este caso, como en el anterior de cultura y comodidad, el Oriente de hoy demuestra el error. El hindú tiene un alto grado de cultura −no debe olvidarse que el conocimiento y la formación son solo pequeños componentes de la cultura− y carece en forma crasa de comodidades. También puede ser muy solo −y con frecuencia lo es−, sin ser por eso triste. Aún más, el oriental busca en muchas ocasiones la soledad en forma voluntaria, para combatir la tristeza. Los Himalayas, que forman en sí uno de los territorios más extensos del mundo, están llenos de personas literalmente en retiro, que van a sus faldas con la misma asiduidad con que el europeo acude todos los años a la “cura de aguas” de sus termas predilectas. Para él, la soledad significa meditación y esta, a su vez, base de contentamiento.
Es probable que el occidental haya perdido las fuerzas necesarias para mirar de frente a la soledad −que tiene en sí mucha belleza− y temeroso trate de defenderse de ella con el ajetreo incesante e innecesario durante el día y con “tranquilizantes” durante la noche. Clama entonces por “comunicarse”. Es un término abusado hoy. En la mayoría de los casos no tiene nada que comunicar. No es compañía lo que le falta, sino meditación que −a la inversa de lo que cree− solo cierta soledad puede darle. Claro está que la soledad, mal concebida, odiada e injuriada, como “aburrimiento”, es estéril. Pero la otra, buscada como base de meditación, no solo no conduce a la tristeza,