Todo pasa. Horacio Serrano

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Todo pasa - Horacio Serrano

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no vale nada; si piensa y no aprende es un ser peligroso”.

      “Entre hombres educados, no hay clases sociales”.

      Esta educación, la de los modales, la de Confucio y de muchos otros pensadores de jerarquía, nació antes −mucho antes− que ninguna otra y es probable que sin su alumbramiento, la evolución del ser humano se habría detenido o tomado rutas desviadas.

      EL ÉNFASIS DE NUESTRA MENTE

      23 de septiembre de 1964

      Sin pretender entrar a analizar la civilización de Atenas −¡no!−, bien puede decirse que en conjunto su énfasis estuvo en el pensamiento y no en la acción. Al diseñar la comunidad ideal, Platón, su pensador más excelso, prohíbe la República a los encargados de dirigirla, cualquiera otra actividad que no fuera el estudio de matemáticas, música y filosofía. Pensar bien, eso era todo. Así llegaron los atenienses y sus sucesores de Alejandría al descubrimiento de principios científicos y puramente filosóficos, que hoy 25 siglos más tarde, asombran por su amplitud y profundidad, su rigor y belleza. Pero ellos no aplicaron este pensamiento a la materialidad del diario vivir. No mejoraron los cultivos que les daban el pan, no hicieron una herramienta nueva para aumentar su producción ni una modesta máquina para aliviar el trabajo de su gente, no obstante haber conocido sobradamente los principios necesarios para hacerlo. No les importaba. El centro de gravedad de su civilización, centro único, era el pensamiento.

      Es peligroso dar un salto de miles años en el tiempo y de miles de millas en el espacio, y de aquel estado histórico pasar a la civilización contemporánea de hoy, y en ella, a este país iberoamericano, a Chile. Pero si así se hace, bien puede formularse la pregunta. ¿Dónde, en qué, está el énfasis mental de esta nación?

      Es probable que esté en las leyes. Esto es, que en la mente chilena, a pesar de ser extremadamente joven, la idea de la legalidad, en cualquier o en todos sus aspectos, tenga una importancia mayor que ninguna otra. El concepto legalista parece ser el esencial. A su culto y estudio dedica el chileno su mayor atención. Toda otra idea es secundaria, posterior, derivada. “Esto no es legal”, es sinónimo no solo de nulo, sino que de malo, perverso, demoniaco. Por eso mismo, toda iniciativa, de cualquier orden, comienza con la ley. Nada nace en Chile, naturalmente, legal. Por el contrario, todo parece nacer fuera de la ley, manchado por un pecado original, y es él, el chileno, quien gustoso lo redime y le obtiene la legalidad. Es igual que sea la explotación de una mina o la fundación de una academia literaria. Primero, la ley, el reglamento, en la misma forma que Platón afirma: “Antes de nada, las matemáticas”. Por eso también, para el chileno, toda institución o empresa que tiene base legal es buena, sirva o no sirva para nada.

      En sus propias relaciones internacionales, que fueron y son costosas, las preguntas nunca han sido: ¿qué es más conveniente?, ¿qué es más práctico?, ¿qué es más viable? −la expediency del Foreing Office inglés−, sino, ¿qué es legal? Por esto las escuelas de leyes del país tienen un alto nivel y sus abogados son profesionales de ámbito continental. El chileno nace con el código en la mano. Es un hecho.

      ¿Es este un énfasis adecuado −bien entendido, como énfasis principal y dominante− para un país nuevo, de escaso desarrollo económico, de muchas aspiraciones y de alta procreación? Bien está que el chileno nazca con el código en la mano. Es un comienzo auspicioso. Pero, ¿no debiera morir con un manual gastado y muy usado en la otra, de constructor, mecánico, electricista u hortelano?

      PERFECCIÓN MATRIMONIAL

      11 de noviembre de 1964

      Delhi, la capital de la India, contiene dos ciudades: la Nueva, sede del gobierno, con avenidas de árboles −todos iguales y ninguno igual a otro−, quintas y flores, y la otra, la Vieja, supuesto corazón del antiguo imperio mogol que ha detenido el tiempo conservando su edificación islámica-persa, sus vacas, que andan a santa voluntad, sus camellos y elefantes.

      Lord Carson, el gallardo virrey, tuvo un palacio en esta vieja ciudad. Es hoy un hotel con monos, lagartijas y una spes unica: los vendedores de tapices. Entre ellos se destaca Alí, musulmán. Fue valet de una actriz de cine y monaguillo de un cardenal. Una y otro, además, le compraron alfombras, por lo que sabe Dios −¿o no lo sabrá?− qué precio pagaron.

      Una mañana llegó Alí al hotel sin tapices y con lágrimas en los ojos.

      –¡Que Alá bendiga al gran señor! ¡Que me haga él un gran servicio! Tengo dificultades en mi casa. Muy serias. ¡Que venga el gran señor a hacer la paz! Tengo dos esposas muy bellas de las cuatro que permite el Corán. Ellas me hacen la vida imposible. ¡Venga gran señor!

      El “no” occidental, rotundo, de pecho definitivo, absoluto, no tiene importancia para los musulmanes… Allí vivía −ahí debe estar en estos momentos− a pocos kilómetros de la vieja Delhi.

      Violentando sus costumbres, se presentó en el pequeño salón de la casa la esposa más antigua con una taza de café. Era efectivamente muy bien parecida. Hubo un silencio y después dijo en un inglés de libro:

      –Él está muy contento conmigo. ¡Gracias a él!

      Terminado el café, llegó la segunda esposa, también de muy buen ver. Otra taza de café.

      En el fondo de cada occidental hay un misionero… y un petulante. Ambos pensaron. “La avería está pintada. Por algo hubo una sola Eva para Adán. ¡Qué perfecto es el matrimonio occidental!”.

      −Él −dijo la segunda− está muy contento conmigo. ¡Gracias a él!

      No había más que hacer. La gestión había tenido pleno éxito. Es el estilo de los americanos del norte y del sur. Su sola presencia soluciona conflictos.

      Alí permanecía silencioso. La segunda esposa dijo entonces:

      –Desearíamos atenderlo mejor a él. Él debe tener una tercera esposa. Ya la encontró. Es buena y bella. Pero él no tiene dinero para el matrimonio. ¿Podría usted, gran señor, prestárselo?

      El tiempo está detenido en la vieja Delhi. La sabiduría no.

      ¿DÓNDE VIVE USTED?

      18 de noviembre de 1964

      La pregunta no es extraña, se hace a diario. Su respuesta es evidente, corta, inmediata, definitiva: una calle y un número. “Ahí vivo yo”. Sin embargo, esa contestación no es exacta. Es únicamente habitual. Los padres y abuelos del hombre y mujer de hoy podían dar su domicilio y decir que ahí vivían. Propia, arrendada, cedida, esa era su casa, su hogar, donde estaban sus afectos y efectos, su gente, sus cosas, libros, espíritu y materia. Ahí transcurría todo lo importante, realizaciones y frustraciones, gozos y dolores. Padres y abuelos decían verdad al dar número y calle. Ahí vivían.

      No así el hombre de hoy. Tiene su casa, es cierto. Suya, arrendada, pagada en parcialidades, suya. Pero ha dejado de vivir en ella. La nueva civilización ha desplazado sus actividades hacia otro sitio: la oficina. Esta es históricamente nueva. Muchos abuelos no conocieron oficinas. Trabajaban en casa, en el “escritorio” −queda solo el nombre− o en “la biblioteca”, una pieza que desapareció. El hombre moderno no trabaja en su casa. Todas las mañanas parte a la oficina y vuelve tarde. Ahí, en la oficina, están sus papeles, sus libros, sus cosas que importan, ve a quienes tiene que ver, se reúne con otros, les da cita, piensa, actúa.

      Lo importante, lo extraordinario y lo insólito, es que ese mismo hombre no se da cuenta de que su vida espiritual tiende a desplazarse, cada vez

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