Todo pasa. Horacio Serrano
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Algo de eso hay, pero no como un fenómeno de superficie y frivolidad. Si el arte cambia en sus apreciaciones −¿cuántos pintores y músicos celebrados ayer son condenados hoy y viceversa?−, la historia, que en muchos sentidos también es un arte, no podría dejar de cambiar. No se trata, pues, de un fenómeno nacional, debido a los pocos años de vida de un país determinado. Ha sucedido así siempre, desde la más antigua historia.
Un caso que ilustra esta afirmación, tomado de los tiempos clásicos, es el de los asesinos de César, Bruto y Casio. El drama de “idus de marzo” en que el gran tribuno, estadista y general, lanzó el grito de agonía: Tu quoque fili (“Tú también, hijo”), al ver al puñal con que Bruto pensó en librar al Senado y a Roma de un dictador, ha tenido múltiples interpretaciones basadas en las mismas pruebas históricas. Cicerón celebra a Bruto en el mejor lenguaje de la latinidad. Dante lo considera un asesino común y no titubea en darle uno de los peores sitios de su infierno. El péndulo vuelve con Shakespeare y aunque César está colocado en el escenario, el héroe es el hombre del puñal. En el siglo XIX, Mommsen, uno de los grandes historiadores de todos los tiempos, que contribuyó con ideas y métodos nuevos a la interpretación del pasado, colocó a César en un pedestal donde no alcanzan a verlo ni tocarlo los hechores del “idus de marzo”. Igual altura alcanzó en la veneración de Bernard Shaw.
Las diversas épocas tienen, pues, diversas formas de apreciar, de sentir… y de juzgar. Heráclito, el pensador de la isla griega de Éfeso, aseguraba hace 25 siglos, que todo fluye, que no existen los hechos, como tales, sino únicamente su cambio, su flujo y reflujo.
HECHICERÍAS
24 de marzo de 1965
No es posible dudar en el desequilibrio que se ha operado entre la técnica, por un lado, y el conocimiento de la mente humana, por otro. Mientras la primera obtiene recursos, aceptación y popularidad, el segundo permanece estacionario y olvidado.
La técnica ha ganado recientemente triunfos que habrían sido acreedores en otros tiempos al fuego de la Inquisición. Salirse de la atmósfera terrestre, por ejemplo, dar vueltas y vueltas y volver después a ella a un punto preciso y predeterminado, resulta un hechizo en que se habría visto, patente, la mano y la cola del demonio. Pero eso no es todo. ¿Hacer máquinas que, como los computadores electrónicos, configuran el pensamiento; llevar en el bolsillo una caja pequeñísima, no mayor que las usadas antaño para el rapé, que reproduce exactamente la voz de una persona invisible? Estos hechos habrían quemado a muchas brujas.
El conocimiento de la mente humana, salvo excepciones, permanece en cambio en retraso. La tercera parte de las personas hospitalizadas en Inglaterra, por ejemplo, pertenece oficialmente a la categoría de enfermos mentales. De nada les han servido las hechicerías modernas. La idea de que la importancia del ser radica en el medio ambiente y no en su interior −postulado occidental− hace que a medida que crece este retraso entre el espíritu y la técnica, el hombre se sienta cada vez más ajeno a la civilización que ha formado y, lejos de compensar el desequilibrio, lo exacerbe, asegurando que necesita más astronautas, que la Luna es meta necesaria del hombre contemporáneo, que es imperioso que los computadores electrónicos piensen y que no habrá hogar hasta que no haya televisión en colores…
Las hechicería de hoy, en contraposición a las de antaño, son ajenas a la mente humana, no nacen en ella ni en ella se cultivan. Su caldo solo está en la técnica. El aquelarre donde los brujos tenían sus conciliábulos ha sido sustituido por el laboratorio, y las palabras mágicas, por las fórmulas matemáticas. Tal vez por eso los hechiceros de hoy no han podido producir un Goya que los pinte.
IMPORTANCIA DEL TROVADOR
21 de julio de 1965
“Matrimonio y amor son dos mundos completamente aparte uno del otro”.
No habla un encuestador, un psicólogo ni un colérico de la reciente cosecha. Es Ermengarda de Narbona, linajuda dueña de grandes tierras en plena Edad Media. Ella bien lo sabía como patrona de quienes cantaban entonces el amor: los trovadores.
Para comprender el papel que hicieron estos poetas-músicos es preciso borrar la imagen que hoy se tiene del caballero medieval no formada por la historia, sino por la explotación comercial de Hollywood. Desde luego, su morada, el castillo feudal, era una estructura incómoda, desagradable, oscura −verdadera boca de lobo−, helada, inmunda, donde vivían hacinados los caballeros, sus mujeres, vasallos, siervos, niños y animales en total promiscuidad, compartiendo con ratones e insectos granos y carnes secas, con muy pocos muebles y ninguna alfombra, producto este del Oriente. La gran sala del castillo estaba cubierta de paja y el ambiente y las paredes, de humo y humedad.
El propio caballero era muy primitivo, escaso de cultura y de modales, rudo, vulgarote. Hoy habría sido designado un “matón”. Su profesión era la lucha y la guerra, que llevaba con extremada violencia y una crueldad que actualmente horroriza. Su armadura de fierro no cubría solo su cuerpo, sino también su mente. Quien pudo llegar a su espíritu fue solo el jongleur, el bardo que leía poemas al son del laúd, el instrumento musical de cuerdas que los árabes trajeron a Europa. Nacieron así los trovadores, verdaderos poetas que cantaron la generosidad y el amor espiritual, y que mantuvieron la sensibilidad en una época que hizo escarnio de ella.
El matrimonio del caballero medieval era utilitario, de conveniencia, un negocio como cualquier otro. Un ejemplo: la princesa Eudoxia, hija del soberano de Constantinopla, viajó a Montpellier, al sur de Francia, para perfeccionar su casamiento, ya convenido, con Alfonso II de Aragón. Se atrasó. Cuando llegó, él se había casado con otra y para no perder el arreglo, ella celebró sus bodas con Guillermo de Montpellier. Como solo le diera una hija, este la encerró en un convento y desposó a otra.
En medio de estas tinieblas, alumbró la poesía del trovador. Es él el héroe de la época, no el caballero feudal.
DOMINÓ
31 de julio de 1965
¿Enseña algo la historia? Aseguran algunos −en contradicción con Tucídides− que su única enseñanza es que nada enseña. Puede ser. Pero, ¿es alguien capaz de asegurar que el presente no enseña? Y sin embargo, la verdad es que no siempre enseña. El mundo contempla actualmente un ejemplo: la llamada “teoría del dominó”, sostenida por el Pentágono de Estados Unidos, y que en síntesis afirma que un país comunista forzosamente impone su régimen a sus vecinos. Esta teoría ha sido el principio de alta técnica que ha encendido y atizado el fuego en Vietnam. El hecho de llamar a ese conflicto “la guerra que nadie desea”, como se le denomina en la Unión, demuestra que las fuerzas norteamericanas han intervenido llevadas por principios superiores.
Sin embargo…
El dominó no resultó en Europa. Rusia soviética se apoderó de los países que actualmente están dentro de la Cortina de Hierro por la fuerza de sus armas y no por osmosis de sus ideas. Otro caso de proyecciones: Europa Occidental mantuvo su independencia política a pesar de las poderosas fuerzas comunistas de Francia e Italia. Y aun dentro de la órbita soviética, Yugoslavia siguió sus luces propias y no las de Moscú.
También fracasó el dominó en Asia: China no ha “convertido” a sus vecinos ni al propio Vietnam del Norte, que la precedió por cuatro años en las doctrinas marxistas. En África, el dominó tampoco ha servido: Ghana y la República Central Africana fracasaron en su campaña proselitista y cayeron sus regímenes de ultraizquierda. En América, el caso es aún más notorio. Según el dominó, Fidel Castro debió haber enrojecido a sus vecinos. Ha sido al revés. Es probable que nunca haya estado más pálido el mapa iberoamericano