Todo pasa. Horacio Serrano

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Todo pasa - Horacio Serrano

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de marzo de 1969

      Sería errado pensar que, en un siglo y medio de historia independiente, Chile no ha producido caracteres extraordinarios que, con las salvedades del caso, bien pudieron figurar en las Vidas paralelas, de Plutarco. Caracteres originales, de perfiles adiamantados, luminosos y cristalinos, hombres de pensamiento y acción. Con el tiempo es probable que se escriba una corta biografía de cada uno y que el conjunto llegue a ser la sal de la historia chilena.

      Entre ellos debe figurar José Francisco Vergara. Dice de él Encina, el estricto enjuiciador: “Los biógrafos se han estrellado ante su personalidad fascinante. El espectáculo de un millonario que divide su vida entre la dirección de sus negocios, los viajes, las lecturas, las flores y que empuña la espada, sablea al enemigo de su patria, organiza un ejército, gana y, ungido candidato a la Presidencia, declina el honor e impone a un amigo, se aparta demasiado de lo común”.

      ¡Qué fácil es trazar el boceto de un guerrero triunfador, de un hombre que peleó espada en mano y que dirigió una campaña! Igualmente fácil es retratar a un pensador dedicado al estudio y la observación, sensible a la belleza, amante de las flores. El asunto se complica si ambos son un solo. Y se forma un intríngulis si él mismo deja su hogar, su jardín y su gran fortuna para ir a afrontar la guerra en el desierto nortino con el hielo de la noche, el fuego del día, la sed, la sangre y la fatiga.

      Debió combatir al enemigo, vencerlo y debió vencerse a sí mismo ante la incomprensión de sus ciudadanos. Ministro de Guerra en campaña durante la refriega con Perú y Bolivia, asumió mando militar y preparó la campaña de Lima que terminó el conflicto. Los resentimientos naturales de los profesionales de las armas, supeditados por su talento, no fueron pocos.

      Hoy abisma el crecimiento de Viña del Mar, su hermosura, sus flores, su paisaje. La ciudad fue concepción suya, él trazó sus plazas y avenidas. Era una autoridad en botánica; aclimató plantas y árboles. Su biblioteca particular era la más rica del país. Ahí estaban las campañas de los grandes generales, desde Alejandro y Aníbal hasta Napoleón. Cultura clásica sólida.

      Negación del arrogante y del pretencioso, sus amigos y enemigos admiraron su ductilidad y comprensión. Una enfermedad contraída en la ardua campaña del desierto −hielo y fuego− terminó tempranamente su vida.

      Que la historia del país de ayer y de hoy tiene figurones huecos, de cartón piedra, no cabe duda. Que tiene hombres de calidad, capaces de servir de modelo aquí y en cualquier parte, tampoco la cabe.

      REBELIÓN DE LA MÁQUINA

      9 de abril de 1969

      ¿Reemplazará mañana el hombre de ciencias exactas al estadista? ¿Tomará él en sus manos y en su mente, versada en la técnica, el mando del Estado? A primera vista, parece que ese es el destino del hombre. A la revolución industrial del siglo XIX ha sucedido otra en el presente, que a falta de un mejor nombre podría llamarse “la rebelión de la máquina”. Descubierta esta solo ayer, se ha enseñoreado hoy del pensamiento humano y a través del computador −que está recién nacido− quiere ahora completarlo para más tarde sustituirlo.

      Sin embargo, es probable que junto con el desarrollo de los computadores (que deberá alcanzar proporciones no soñadas a fines del presente siglo), se forme una reacción contraria a que los hombres de ciencia tomen la dirección del Estado. Que los futuros estadistas deberán tener conocimientos científicos, no cabe duda, pero que vayan a ser especializados en esas disciplinas, sí caben dudas. Y temores.

      Hasta ahora los encargados de las ciencias no han tomado a su cargo la dirección del Estado. En las puertas de su Academia, Platón escribió: “Antes que nada, matemáticas”. El filósofo debe ejercitar su mente con disciplinas exactas, sin dejar de ser por eso pensador. Estuvo él lejos de aconsejar que los matemáticos fueran reyes. Hace cuatro siglos, Copérnico −un hombre de ciencias “a mente completa”− aseguró en su obra que hizo dar vueltas a la Tierra alrededor del Sol: “Las matemáticas son para los matemáticos”. Siendo un científico, sus descubrimientos científicos durmieron hasta que las luchas religiosas los despertaron para condenarlos. El astrónomo, como tal, tomó el lugar de técnico que le correspondía, no de director.

      En los tiempos modernos, Churchill acuñó una frase respecto al rol que el hombre de ciencias debe asumir en una emergencia total: On tap but not on top (“A la mano, listo, no dirigiendo”). Posteriormente, ya en el día de hoy en su Conferencia Reith, de 1964, dijo León Bayrit: “No deseo un mundo dirigido por científicos ni técnicos. Quiero ver a la cabeza del Estado a hombres educados, básicamente humanistas, que comprendan los valores de la historia. Bien que tengan gustos por las ciencias, pero no tanto para transformarse en científicos”.

      La batalla para detener “la rebelión de la máquina” y evitar que se adueñe del pensamiento, debe ser ganada primeramente en las universidades.

      DOS GATOS Y UN PATO

      16 de abril de 1969

      Según las estadísticas, la ciudad que tiene el mayor número de locales para tomar té y café es Tokio. Después, París. No solo las estadísticas dicen eso. Lo dice también, abismado, quien vague por un distrito de Tokio, tan pintoresco como Shibuya, por ejemplo. De cada cinco casas −¿viven muñecas adentro?−, seis están transformadas en pequeños negocios, nuevos, limpios, de colores brillantes. Este, por ejemplo, que tiene una entrada con bambú y papier mâché. Parece pintado por De Chirico. No puede tener más de unos meses. Menos, tal vez horas. Se llama Dos Gatos y un Pato. En una tela de algodón, los dos felinos se miran, admirados, mientras un pato observa con actitud irónica. Debe ser una pata.

      Dentro hay varias mesitas, cada una pintada en colores diferentes que dan sensación de intimidad. Hay algunas ocupadas. El conjunto es a la vez individual e independiente. Se acerca la dueña. Parece estar suspendida y no pisar el suelo. Escucha con sonrisa triste y alegre al mismo tiempo, privilegio de las japonesas −¿estuvo Goya en Japón? y, ¿cómo entonces?− y se va como ha llegado, sin materializarse, sin ruido.

      En una mesa hay una pareja, tal vez estudiantes, sentada ella frente a él. Pasan varios minutos, diez, veinte. Los occidentales siempre se meten en lo que no deben. Media hora. ¿Por qué no hablan? Ni una palabra. Sus manos no se tocan. Una hora. No solo no hablan, tampoco se observan. Ambos tienen la vista baja. Miran hacia adentro. Es una escena de dolor, no hay duda, de dolor aceptado, sin tristeza. ¿Es que a través de una aceptación, callada y resignada, quieren quitarle el dolor al dolor? Delante de ellos, el té. No reparan en él, ni en nada. Están absortos, sin pena. ¿Es que el dolor sin heridas da serenidad, la única serenidad?

      ¿Por qué se meten los occidentales en aquello que no comprenden?

      PARQUE JAPÓN

      23 de abril de 1969

      Una ley debería obligar a todo candidato a la Presidencia de la República a vivir un año en Japón.

      La idea parece irrisoria y como todo lo absurdo −lo absolutamente absurdo−, tiene mucho de verdad. Japón es escuela para Chile, porque posee en grado superlativo las precisas condiciones de las que, también en grado superlativo, aquí se carece.

      Para comenzar −homo œconomicus habla primero−, a Japón la naturaleza le negó riquezas. Es esencialmente pobre. Con los ojos muy abiertos, los japoneses han opuesto la pobreza a su pobreza. Han pensado, actuado y vivido como pobres, para ser entonces ricos. Hoy tienen el mayor crecimiento económico del mundo. Han enfrentado su pobreza no con la riqueza, que no existe, como en el caso de Chile, sino con la pobreza. Es decir, han aceptado su escasez, y sobre ella −y bien entendido: sobre ella− han erigido

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