Todo pasa. Horacio Serrano

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Todo pasa - Horacio Serrano

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es rutina diaria. No puede él repetir las palabras de Jorge Luis Borges: “He dicho asombro de vivir donde otros dicen solamente acostumbramiento”.

      Los países antiguos tienen conciencia de este desplazamiento. La reacción es clara: la casa es el castillo del británico y es también, en el otro lado del mundo, el santuario del japonés. No así en los países nuevos, ignorantes todavía del falso progreso. En ellos la casa está en agonía y por eso la pregunta: “¿Dónde vive usted?” está mal formulada; debería ser: “¿Dónde duerme usted?”

      LA SEÑORITA Y PLATÓN

      16 de diciembre de 1964

      –Señorita, ¿qué sabe usted de Platón?

      Examen oral, sexto año de humanidades [equivalente a cuarto medio], un colegio de Santiago.

      La señorita recordaba a Platón. Su buena memoria le permitió repetir algunas afirmaciones del filósofo ateniense, uno que otro detalle de su vida, el nombre de una de sus obras.

      –Muy bien.

      La prueba había terminado. También el último examen. La señorita se separaba de Platón después de haberlo tenido en su bolsón, de a poco, durante varios años.

      No sabía ella que el tipo de estudios que acababa de terminar, su modalidad y materia, sus lecciones y exámenes, eran precisamente el opuesto de las doctrinas del pensador excelso. Con sacrificios e ingentes gastos de sus padres, el colegio le había enseñado sus doctrinas… negándolas. Esos libros, lecciones y ejercicios habrían horrorizado a los alumnos de la Academia, la máxima creación platónica. “Eso no es enseñar”, habría dicho el maestro, indignado. “Eso es repetir y con ello romper la relación que debe unir la realidad con la ilusión, el profesor con el discípulo, el diálogo con la verdad”.

      Para Platón, el recién nacido trae una bagaje de conocimientos de todo orden, completos, reales, verdaderos.

      La materialidad de su nueva existencia tiende a ahogarlo y hacerle olvidar sus riquezas. Es entonces, dice Platón, que debe intervenir el maestro, sacar esos conocimientos hacia afuera, descubrirlos, hacerlos conscientes.

      Es por eso que la instrucción, según él, debe salir como el agua sale de la fuente. La dirección inversa, de afuera hacia adentro, es inútil y dañina, además de impedir al alumno conocerse a sí mismo y desarrollarse de acuerdo con su auténtica naturaleza. La “materia” −terror del alumnado− está, así, adentro y no en los programas. Llenar, pues, la cabeza de conocimientos, en vez de sacarlos de ahí −sostiene él− es crimen de “lesa enseñanza” y “leso método”.

      La verdadera respuesta de la señorita al examinador, debió, pues, ser:

      –Sé que Platón condenaría los estudios míos… y los métodos suyos.

      LA PEQUEÑA HISTORIA

      20 de enero de 1965

      La “gran historia” no es siempre motivada por grandes causas. O, más exactamente, para que ocurra la trascendencia son necesarios infinitos detalles que forman la “pequeña historia”. Durante los siglos XI y XII, Europa fue sacudida por una idea que se cristalizó en el grito: “¡Todos a Jerusalén!”. Era necesario quitar al islam la Tierra Santa. Obedeció el labriego, el burgués y el caballero. Formaron las Cruzadas, un acontecimiento de la “gran historia” que cuatro siglos más tarde iban a repetir, hacia el oeste, los conquistadores iberos en América, con los evangelios en una mano, la espada en la mano y la bolsa fija al cinto.

      Pero, ¿cómo fue posible que el labriego más útil se enrolara en las Cruzadas sin que el hambre −tan importante como el hombre− entrara a Europa por la puerta falsa? La razón está en el exceso de población que ya había permitido un pequeño descubrimiento en la agricultura de la época. En efecto, el arado rudimentario de los griegos, de una punta y dos bueyes, lento y de superficie, había cedido su lugar poco antes a uno nuevo, de profundidad, que levantaba mejor la tierra y que al hacerlo la daba vuelta, aumentando en forma considerable su fertilidad. Era este arrastrado con rapidez por dos yuntas de bueyes, que más tarde usaron arneses en vez de yugos, con más velocidad y mayor rendimiento. Creció así la productividad del campo y con ella la población. Sin esta nueva herramienta, feudales y labriegos no habrían podido partir hacia el Levante. Dos millones de ellos dejaron sus huesos en la efímera conquista sin que el hambre se asomara a Europa.

      No fue, por cierto, el nuevo arado el que motivó las Cruzadas. Pero ellas, sin él, no habrían llegado a ser parte de la “gran historia”.

      PORCELANA PARA EL EMPERADOR

      24 de febrero de 1965

      En tiempos antiguos, cuando la primera Isabel de Inglaterra −la actual es la segunda− tenía el cetro y la corona de Inglaterra, el Imperio Celeste de la China era dirigido por el esclarecido monarca Chia-Ching, de la dinastía de los Ming. De él, Occidente no tuvo entonces noticias.

      Hoy las tiene.

      En efecto, hay en la actualidad, en destacados museos europeos, piezas de porcelana de gran valor que fueron manufacturadas para ese soberano en talleres situados mil kilómetros al sur de Pekín y que llevan marcado a fuego, indeleblemente, el nombre del emperador. No es su historia lo que las hace valiosas, sino su pureza, su forma y sus dibujos. Fueron ellas, en otro tiempo, muy numerosas, como se deduce de las cuentas que hasta en sus menores detalles fueron entonces llevadas y que aseguran que en el año 1554, por ejemplo, 120 mil piezas fueron destinadas en forma exclusiva al palacio real.

      Es cierto que fueron los chinos los descubridores de las propiedades de esa arcilla maravillosa, y ellos también los primeros en darle transparencia, vitrificación y delicadeza, que habría de conquistar fama en el mundo con el nombre de porcelana. Pero no se debió esto al solo hecho de tener en su territorio yacimientos generosos en caolín, su materia prima. Fue necesario agregar una extremada prolijidad, una artesanía de primera clase y un sentido artístico riguroso y delicado, que iba desde la forma de la pieza y el dibujo, hasta los colores, la concepción y detalles de las figuras.

      Las porcelanas de Chia-Ching, el contemporáneo de Isabel I, tienen una característica que les da especial belleza: su azul, que se aproxima al púrpura, pero permaneciendo siempre azul. La cocción de este material al fuego lento de madera, con escasa llama, tardaba siete días y siete noches, durante las cuales cualquier fluctuación del calor malograba la fijación de los dibujos. Este cuidado hacía que los alfareros estuvieran, como decían ellos, en “estado de simpatía” con los poderes divinos. Se calcula hoy que cada pieza de porcelana necesitaba unas cien cargas de leña. Tal era la unción que estas porcelanas inspiraban que, ante el terror de maltratarlas, eran llevadas por vía suave de canales hasta el propio Pekín.

      Si es cierto que Isabel I escogía todas las mañanas uno de entre sus mil vestidos −no es esta una forma de hablar: eran mil− y para ser usado una sola vez, el monarca de la dinastía Ming recibía quinientas piezas cada día de la porcelana más fina y delicada que ha salido de manos humanas.

      ¿CAMBIA LA HISTORIA?

      17 de marzo de 1965

      En un país como Chile, con pocos años de historia, pueden causar asombro las diferencias a que están sometidos en la apreciación general sus hombres de Estado. A veces las percepciones cambian de una época a otra, sin que medien razones de carácter histórico ni documentos que alteren las líneas gruesas −tampoco las finas, que dan luz y sombra− de su actuación o carácter. Personajes consagrados como O’Higgins,

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