El jardín de la codicia. José Manuel Aspas
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Читать онлайн книгу El jardín de la codicia - José Manuel Aspas страница 17
—Imagino que el número de teléfono fijo pertenecerá a su casa —preguntó Vicente totalmente concentrado, sin levantar la vista de su libreta.
—Imagina usted bien —respondió con cierta irritación por lo obvio de la pregunta.
—Los del móvil, ¿son también de contrato? —preguntó sabiendo la respuesta.
—Uno de ellos sí, el otro es de prepago.
—¿Puedo preguntarle por qué uno sí y el otro no?
—El que utilizo normalmente en mi trabajo diario, es de contrato. Como comprenderá, lo uso con mucha frecuencia. El segundo lo utilizo muy poco y por ese motivo, en caso de extravío o sustracción sin percatarme, al ser de prepago no me preocupa.
Arturo sacó la libreta y consultó sus notas. La mirada de Vicente era un grito de alerta de que ese detalle era vital. Al ver sus propias notas lo entendió. El teléfono de contrato era al que Mónica había llamado en una ocasión. Ahora lo recordaba, era el nombre de la persona que les dieron como propietario. Se centraron tanto en el cuarto teléfono, en el realmente sospechoso, que habían olvidado los datos del que se encontraba apagado.
—Necesito que nos acompañe a dependencias policiales para que termine de contestarme a unas preguntas.
—Se involucra con determinación en su trabajo, es un rasgo que valoro en las personas, denota profesionalidad. Pero, ¿sabe usted quién soy? Mida las consecuencias de sus actos. —Otra vez la furia, la ira descontrolada escapaba por todos los poros de su piel—. ¿Es consciente de lo mucho que se están jugando?
—Mi trabajo es un trabajo de alto riesgo. Le repito que necesito que nos acompañe a comisaría —le contestó con absoluta determinación Vicente, mientras Arturo, disimuladamente, tragaba saliva. Poncel tenía mucho poder. Un error con esta gente podría costarles un serio disgusto. Arturo guardó silencio; lo que decidiese su compañero iba a misa, y si le costaba un disgusto, ajo y agua. No trabajaba de dependiente en unos almacenes de ropa.
—¿Me trasladan en calidad de detenido?
—No. De momento, únicamente para interrogarle en el proceso de una investigación.
—¿Qué están investigando? ¿Para qué necesitan trasladar mí vehículo?
—Hay que realizarle unas pruebas con el fin de determinar si se trata del coche implicado en un fallecimiento o simplemente descartarlo.
—¿Relacionado con un homicidio? —preguntó Alberto Poncel, palideciendo ostensiblemente.
—No, con un asesinato. —Fue premeditación por parte de Vicente utilizar el término de «fallecimiento». Al investigar el vehículo, uno tiende inmediatamente a pensar en un atropello, lo cual sería tipificado como homicidio de tratarse simplemente de un accidente con la consecuencia de una muerte. Siendo como algo más grave, si concurren otras circunstancias, como saltarse un semáforo en rojo o conducir a velocidad excesiva, pasaría a tratarse de homicidio imprudente. Eso, indudablemente como abogado, Poncel lo sabía. Pero otra cosa bien distinta es asesinato, que consiste en matar a otra persona con alevosía, premeditación, ensañamiento o mediante recompensa.
Si anteriormente había palidecido, al oír la palabra asesinato sufrió un shock. Se pasó la mano por la cabeza, como si intentase peinarse con la mano, miró fijamente el centro de su mesa y empezó a transpirar con un esfuerzo evidente por controlar su voz.
—Están cometiendo un terrible error. Yo no tengo nada que ver con ningún asesinato.
No había marcha atrás, todos lo sabían. Se puso su chaqueta y al salir le comentó a su secretaria que anulase todos sus compromisos y que más tarde la llamaría. Había perdido la seguridad en sí mismo, andaba noqueado, como si hubiese recibido un contundente puñetazo. La secretaria lo miró sin decir absolutamente nada. Bajaron al garaje donde una grúa esperaba a que finalizasen de hacer fotos al coche. Un agente se acercó a ellos y les entregó un documento. Vicente lo recogió y se lo entregó a Poncel. Era la orden de traslado a dependencias policiales de su vehículo. Los tres continuaron andando hasta el coche de los inspectores, subieron y mientras maniobraban, tanto Vicente como Arturo, observaron la mirada del prestigioso abogado a su propio vehículo. La inquietud era visible.
Ninguno de los tres pronunció palabra de camino a la comisaría. Poncel se había sumido en un estado casi catatónico. Fijó su mirada en un punto indeterminado entre sus zapatos y entrelazó sus manos, frunciendo el ceño como si sus pensamientos le doliesen. Su silencio y su actitud eran un síntoma inculpatorio. Vicente lo observó a través del espejo retrovisor. Este momento de la detención era crucial. Solos en el asiento trasero del coche policial, en estos primeros momentos, los culpables siempre adoptaban esa misma actitud. Una profunda reflexión, Vicente estaba convencido que en ese momento de soledad y silencio visualizaban todo lo ocurrido, el momento de locura desatada del crimen. La escena se repetía. Vicente miró a Arturo, quien le devolvió la mirada. Pensaban lo mismo. Ahora faltaba determinar qué alternativa adoptaría. Dos serían las habituales: se declaraba culpable inmediatamente, o meditaba su respuesta y las consecuencias de ésta. Entonces, como abogado que era, daría guerra.
Una vez en comisaría subieron a la tercera planta y se dirigieron al espacio de que disponían en la sala.
—Siéntese, por favor —le pidió—. ¿Desea un poco de agua?
—No, gracias. —Se apreciaba que tenía la boca seca, síntoma ineludible de que la adrenalina le estaba jugando una mala pasada. Los inspectores no pasaron ese detalle por alto.
—¿Está usted seguro que no conoce a esta joven? —le preguntaron, mostrándole de nuevo la foto de Mónica de la tarjeta identificativa del trabajo.
—Le repito que no la conozco —respondió tras mirar la foto de nuevo.
—En esta otra se aprecia mejor. Mírela con detenimiento. —En esta ocasión le mostraron la única foto encontrada en su habitación—. No tenga prisa.
Cogió la foto y la miró. Hacía esfuerzos por serenarse, por dominar y controlar tanto su lenguaje corporal como sus palabras. Era evidente ese esfuerzo. Tardó en contestar, miraba la fotografía totalmente concentrado. Los inspectores comprendieron que utilizaba la fotografía como punto focalizado de su autocontrol, ganando ese tiempo que necesitaba para asimilar la situación y controlarla. Su respiración pausada y profunda. Cuando al fin respondió, era evidente que estaba más tranquilo, lo que iba en contra de los intereses de los inspectores, pensaron los dos.
—Ahora sí tomaría ese vaso de agua. —Arturo se acercó a un depósito de agua mineral que se encontraba a unos seis metros de ellos, llenó un vaso con agua y se lo ofreció. Él seguía mirando la foto—. Gracias inspector. Les repito que no la conozco.
—¿Podría decirnos que hizo el martes, entre las veintidós horas y las tres de la noche?
—¿Se refiere al martes de esta semana?
—Sí.
—Deje un momento que recuerde. Sí, sobre esa hora estaba cenando con unos clientes en la cafetería Yanquis, cerca de mi despacho. Terminamos sobre las once, nos despedimos y se marcharon en un taxi. Yo regrese andando, recogí mi coche y me fui a casa. Leí un rato en mi habitación y me dormí sobre la una y media.
—Lo recuerda