El jardín de la codicia. José Manuel Aspas

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El jardín de la codicia - José Manuel Aspas

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Seis para vosotros... —Les dio seis hojas—. Y seis para nosotros. Como veis, también los hemos distribuido más o menos en dos zonas. Tenéis alguno en Valencia capital y otros en Alboraya, Moncada...

      —Está claro —dijo Juan Carlos mientras repasaba las hojas.

      —Es un vehículo de gama alta por lo que nos encontraremos con personas importantes o sinvergüenzas, posiblemente las dos cosas en la misma persona. Por lo tanto, tened cierto tacto, pero el vehículo hay que inspeccionarlo visualmente. Buscamos un piloto trasero derecho roto.

      —En caso de que encontremos un vehículo de la lista con ese piloto roto, ¿qué hacemos?

      —Inmovilización inmediata del coche, Córdoba tendrá previsto y activado el protocolo. Se trata de un asesinato. Tendremos la orden judicial en una hora. No se perderá de vista en ningún momento el vehículo. Nadie lo tocará, ¿entendido? —Arturo desprendía energía y confianza. Los demás inspectores le escuchaban y asentían con la cabeza mientras hojeaban los folios asignados. Las instrucciones eran escuetas, pero precisas. Todos eran profesionales y no era preciso repetirse. Vicente le escuchaba y no tenía ninguna duda, con el tiempo sería un extraordinario inspector.

      —Están previstas tanto las órdenes judiciales de inmovilización como de traslado del vehículo a dependencias forenses, y se dará prioridad a las órdenes de registro que creáis conveniente en la vivienda del sospechoso —comentó Córdoba.

      —Gracias. Organizaos ahora y mañana temprano empezamos. Si encontráis el coche, llamad y nosotros acudiremos inmediatamente. Pensad que si se trata de la persona que buscamos, está relacionada con un brutal homicidio y no se ha percatado del intermitente roto. Andaos con cuidado. ¿Alguna pregunta?

      —Ninguna —respondió Juan Carlos. Todos negaron con la cabeza.

      —Gracias a todos y suerte —se despidió Arturo mientras todos los inspectores se marchaban.

      Vicente no era partidario de llamar por teléfono a los propietarios de los vehículos a investigar, pero si no lo hacían de ese modo, podían dar palos de ciego. Por lo tanto, llamaron por teléfono al primero. Se trataba de un empresario de la construcción, vivía en la avenida Fernando el Católico, treinta y dos. Todavía no había salido de casa. Diez minutos después llegaban los inspectores. El hombre les acompaño al garaje. En la foto, el vehículo parecía más pequeño, de línea clásica, resaltaba su robustez y la potencia, era de color negro.

      Arturo se dirigió a la parte trasera. Los pilotos estaban intactos, ningún rasguño apreciable. Le agradecieron su colaboración y se marcharon. El segundo de la lista también, un hombre de unos cincuenta años, alto, portando un gran bigote tan canoso como su pelo y mirada inquisitiva, tampoco puso ninguna objeción en mostrarles su coche.

      —¿Qué ha sucedido?

      —Se trata de la investigación sobre un accidente —le respondieron.

      Estaba intacto.

      Una vez sentados en su vehículo, sacaron el listado. Se disponían a llamar al tercero de la lista cuando sonó su teléfono.

      —¿Dígame? —contestó Vicente.

      —Soy Juan Carlos. —La voz del inspector disparó todas las alarmas de Vicente—. El segundo de mi lista tiene el piloto trasero derecho roto. Le falta un fragmento en el centro.

      —¿De quién se trata? —preguntó Vicente, buscando las copias con las que trabajaban los otros equipos.

      —Alberto Poncel Parraga.

      —¿Dónde te encuentras?

      —En el número cuarenta y seis de la calle Colón, en el aparcamiento del edificio.

      —¿Estáis con el propietario?

      —No. No se ha dignado acompañarnos, ha mandado un subalterno.

      —Es abogado —era una afirmación, constaba en la ficha de que disponían.

      —Y de alta alcurnia. Varias plantas de este edificio son las oficinas del bufete. Lujo y dinero a espuertas, y el tío es un hueso.

      —Tranquilos, permaneced junto al coche. Yo llamaré a Córdoba. Nosotros estaremos ahí en veinte minutos.

      Mientras Arturo conducía, Vicente llamó por teléfono a Córdoba. Le dio el nombre y dirección donde se encontraba el vehículo. La orden de traslado del coche a dependencias policiales estaba en marcha. Llamaron a Juan Carlos por teléfono indicándole que se encontraban en la puerta del garaje.

      Al momento, la puerta del garaje se abrió y Juan Carlos salió junto a un joven.

      —Podéis bajar con el coche al garaje.

      Una vez dentro, vieron a Durio al fondo. Se aproximaron y aparcaron en una plaza libre junto al coche que este custodiaba, un Mágnum azul oscuro. Cuando salían sonó el móvil de Vicente.

      —¿Dígame jefe? —contestó.

      —Vicente, escúchame atentamente —hablaba despacio, mascando las palabras—. El padre de Alberto Poncel es Jaime Poncel Peña. ¿Le conoces?

      —Pues no, jefe. ¿Debería conocerlo?

      —No necesariamente. Estamos hablando de gente muy influyente. Todo el edificio donde te encuentras es de su propiedad; en varias plantas tienen instalado el despacho de abogados más importante de Valencia, por lo menos uno de los más importantes, en el cual trabaja su hijo. Es también accionista mayoritario en varias empresas. Para rematar la historia, tiene conexiones en política. Además, le conozco personalmente.

      —¿Qué quieres decirme? ¿Me disculpo por haberles molestado y nos vamos?

      —No me malinterpretes, coño. Lo que pretendo decirte es que tengas precaución, que actúes con mucho tacto.

      Mientras hablaba con el Comisario, se aproximó a la parte trasera del coche, se agachó y observó el trocito de piloto que faltaba.

      —Jefe, o mucho me equivoco, o el fragmento de piloto encontrado en el lugar del suceso coincide con el que le falta a este coche.

      Las palabras dinero y política eran la combinación perfecta para tocar los cojones a cualquiera. Seguro que el Comisario estaba pensando en las implicaciones políticas de este caso, en las consecuencias para su carrera. Era pronto para recibir presiones, pero seguro que no tardarían en llegar. Tuvo el presentimiento de que este caso se iba a complicar.

      —Necesito que este coche sea trasladado al laboratorio forense y que Alberto Poncel me acompañe a dependencias policiales para interrogarle y realizar un registro de su vivienda. —La voz imperiosa de Vicente transmitía que por mucho pez gordo que fuera, no estaba dispuesto a transigir.

      —Vicente, jugamos en el mismo bando. Ahora mismo tramitamos el traslado del coche. Tráetelo a comisaría y después de interrogarlo, decidimos si procede el registro de su vivienda.

      —De acuerdo. Pero no quiero que el individuo nos joda el registro. Métales prisa a los del laboratorio, porque no le voy a dejar salir si tengo dudas.

      —He dicho que luego lo decidimos —sentenció el Comisario.

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