El jardín de la codicia. José Manuel Aspas
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No era la primera vez que utilizaban la fábrica abandonada y en ruinas. Reunía las características de privacidad y anonimato adecuadas y, manteniendo un vigía en lo alto del edificio, comunicado mediante una emisora, se aseguraban de sorpresas imprevistas.
Los dos vehículos se encontraban también ocultos, tras una valla en la zona que antiguamente se utilizaba como muelle de carga.
A excepción del vigía, que permanecía en la improvisada atalaya, el resto, los otros seis hombres, habían bajado a un sótano amplio, húmedo y frío. En el centro del sótano, un hombre permanecía fuertemente atado a una silla maciza y robusta. Se llamaba Omar Salín, tenía treinta y dos años y procedía del sur de Marruecos. Lloraba de forma desconsolada a pesar de que todavía no había sufrido ningún tipo de tortura. Entre sollozos, imploraba clemencia para los suyos y abogaba a sus muchos años de fidelidad y trabajo para la organización. Pero siempre había sido consciente de las terribles repercusiones de sus actos.
En el exterior todo estaba a oscuras, pero en el sótano, unos focos iluminaban la estancia. Sobre todo eran previsores, siempre había una persona que periódicamente se preocupaba que el camuflado compresor tuviese gasoil y los focos estuvieran en perfecto uso. Nunca sabía cuándo se utilizarían, pero era el responsable de que todo funcionara.
El hombre que se encontraba atado levantó la vista y miró a los ojos al que tenía enfrente a solo dos metros de él, de pie. No vio ni una pizca de compasión en ellos. Se le desgarró el alma. Este sacó un móvil, marcó un número. Omar pronunció su nombre. Al otro extremo de la línea un familiar, entre llantos y gemidos como los suyos propios, le contaba la terrible desgracia. Sus padres, su hermano, su mujer y sus hijas, todos muertos en un instante.
El hombre le aguantó un momento más el teléfono. Era un acto cruel. El cometido de la llamada se cumplió en cuanto el familiar le dio la noticia. En ese momento podría haber colgado, pero se permitió un momento más de gozo ante el sufrimiento del pobre desgraciado.
Detrás de él, junto a la pared, los cuatro esbirros que lo habían acompañado permanecían en silencio. Dio por finalizada la llamada.
—Omar... De todo lo ocurrido, tu eres el culpable. Mataste a tus padres y a tus hijos en el momento que decidiste robar a quien te cuida. Nunca les ha faltado nada en esa mierda de aldea que vivían, porque tú les mandabas dinero. Nadie se metía con ellos porque todos saben para quién trabaja Omar Salín. Pero en tu interior anidaba el mal, te has vuelto ambicioso. Ahora dime, ¿quién distribuye la mercancía que periódicamente robas?
Omar estaba extenuado, derrotado a pesar del dolor profundo que lo embargó al recibir la noticia de las muertes de su familia, sabiendo que inevitablemente no saldría vivo de ese sótano. En el interior de su ser, tenía más miedo a la tortura. Únicamente quería poner fin a todo, que su dios le perdonase y reunirse con su familia. Cuando un hombre llega a ese punto, es absurdo pensar en la lealtad para con su socio. Su destino también estaba escrito.
—Mi primo, Sufur Kalan.
—¿Dónde puedo localizar a ese primo tuyo?
—Creo que en Madrid.
—Muy listos. ¿Venía él a Barcelona a recoger las migajas que tu robabas?
—Sí.
—Dime más nombres.
—No sé nada más. Yo le daba la mercancía y él la distribuía en Madrid.
—La distribuye en Madrid, pero no sabes si vive en Madrid.
—Sí. Nunca me ha dicho donde vive, se lo juro. Pero siempre me dice el día que irá a Madrid a distribuirla. Por eso pienso que se desplaza.
—Te creo.
A pesar de saber que decía la verdad, lo hubiese torturado. El asesinar a la familia, la llamada para que supiera antes de morir la terrible repercusión de su deslealtad, y al final la tortura, era la mejor forma de disuadir a cualquier otro miembro de su pequeña organización. Todos escupirían encima del traidor, pero al mismo tiempo sabrían qué fin les esperaba si no acataban ciegamente las órdenes recibidas, lo que les ocurriría a sus familiares si la policía los detenía y ellos hablaban. Miedo, ese era el fin, porque el miedo aleja las insanas tentaciones. El miedo es el mejor método para conseguir personas de absoluta confianza y lealtad.
Miró su reloj. Era tarde. Esa noche tenía una cita, una mujer de pelo moreno y ojos oscuros que le recordaba a las mujeres de su tierra. Se sintió excitado. El desgraciado estaba de suerte. Sacó una pistola, le apuntó a la cara y le disparó. La bala entró por un ojo.
Tras desayunar en la cafetería, los inspectores subieron a su oficina. La lista de tareas previstas estaba sobre la mesa. La elaboraron la tarde anterior antes de marcharse.
Se pusieron en contacto mediante los canales pertinentes que les aseguraban máxima prioridad. Solicitaron antecedentes penales, laborales y catastrales de la joven. Información sobre si cursaba estudios en algún centro. Relación de llamadas tanto realizadas, como recibidas al número de teléfono que había pertenecido a la chica. Rellenaron el impreso para ser entregado al comisario, el cual tramitaba la inspección de la habitación de Mónica por parte de la policía científica. Ellos realizaron un registro metódico de lo superficial, pero era necesario que la científica lo realizase a conciencia. Una vez realizado y cursado el papeleo, Vicente llamó al forense. Quedaron en el instituto anatómico forense a las doce.
A continuación, llamaron al laboratorio de la policía científica.
—Buenos días. Soy el inspector Zafra. ¿Puede ponerse Gregorio?
—Claro. ¿Cómo estás? Soy Quiles.
—Perdona, no te había reconocido. ¿Qué tal?
—Bien, hace tiempo que no coincidimos. Me dijeron que Puebla se ha jubilado. —Puebla, antes de jubilarse, fue compañero de Zafra varios años.
—Hace algo más de dos años que se jubiló.
—Joder, como pasa el tiempo. ¿A quién tienes ahora de compañero?
—Me han endosado a un novatillo. —Miró de reojo a Arturo, que se encontraba sentado frente a él. Levantó los ojos con cara de pocos amigos—. Pero aprende rápido. ¿Cómo andáis de trabajo?
—Hasta los topes. Gregorio esta liado con vuestro caso. Te paso con él.
—Gracias.
Escuchó una música mientras lo transfería a la otra extensión.
—Dime, Zafra. —Se puso Gregorio.
—¿Cómo llevamos el tema?
—Hemos descartado prácticamente todo lo que recogimos. Estamos centrados en el trocito de piloto. Pásate mañana y posiblemente te dé una alegría.
—¿A qué hora?
—A las ocho. Te pagas un café y miramos los resultados.
—Hecho.