El jardín de la codicia. José Manuel Aspas

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El jardín de la codicia - José Manuel Aspas

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es Mónica.

      —Lamento profundamente comunicarle que esta mañana hemos encontrado su cadáver.

      —¡Santo Dios! — exclamó la chica, llevándose las manos a la boca. Cerró los ojos y palideció—. ¿Ha tenido un accidente?

      —Desgraciadamente no se trata de un accidente. Se trata de un asesinato.

      —Pero, ¿cómo ha ocurrido?

      —Estamos intentando averiguarlo. Sé que es un momento difícil, pero es muy importante que responda a nuestras preguntas.

      —Sí, lo comprendo. Pero es que no me lo puedo creer todavía... Ayer cenamos juntas.

      Es curiosa la reacción instantánea que produce en la gente la notificación imprevista de un fallecimiento. El comentario que primeramente nos nace es del tipo «imposible, ayer se encontraba estupendamente», «no puede ser, hoy hemos desayunado en la misma cafetería» o «se equivoca de persona». Es como una obstrucción a la realidad, un bloqueo de nuestra mente para readaptarse sin sufrir daños, para ganar tiempo y comprender que algo en nuestro mundo ha cambiado. Nos es más fácil comprender la muerte cuando sobreviene a una larga enfermedad, cuando el fallecido es anciano, como si el resultado de la muerte fuese el fin de una larga vida. Estamos equivocados, el tránsito entre la vida y la muerte es siempre efímero: ahora estás vivo, ahora estás muerto. La muerte no tiene compasión ni misericordia. Llega, te coge y te lleva. Entero o a trozos.

      —¿Quiere tomarse algo? —le preguntó Vicente.

      —Estoy bien, gracias. Pero es tan fuerte…

      —Le entendemos, no hay prisa —comentó Arturo, quien hablaba por primera vez.

      —Pregunten. Estoy a su disposición.

      —¿Desde cuándo estaban viviendo juntas?

      —Déjeme pensar... Ocho o nueve meses.

      —En el trabajo nos han dicho que llevaba con ellos exactamente siete meses.

      —Sí. Cuando se instaló con nosotras estaba buscando trabajo. Lo encontró enseguida.

      —¿En este mismo sitio? —continúo preguntando Vicente.

      —Sí, estaba muy contenta.

      —Nos han comentado que trabajaba a tiempo parcial porque también estudiaba. ¿Qué estudiaba?

      —Que yo sepa, no estudiaba —contestó la joven.

      —A tiempo parcial en un establecimiento de estos, se debe cobrar poco dinero. ¿Tenía problemas económicos?

      —No, no gastaba mucho. Nunca nos pidió dinero y en los gastos mensuales, era la primera en poner su parte.

      —¿Tiene usted conocimiento de si mantenía algún tipo de relación con alguien en concreto? — reguntó Vicente, mientras sacaba una libreta.

      —No, creo que a pesar del tiempo que hemos convivido juntas, solo conocía una parte de ella.

      — Nos podría explicar esa parte que usted conocía de Mónica? Entiéndanos, pretendemos hacernos una idea global.

      —Tanto Sonia como yo, no hemos tenido ningún problema con Mónica en cuanto a convivencia. En alguna ocasión hemos salido a cenar y tomar una copa, pero ella insistía en volver pronto a casa. Si Sonia o yo queríamos continuar, ella nos dejaba y se volvía sola a casa. También sé que en alguna ocasión quedó con compañeras de trabajo para cenar, pero Mónica regresaba prontísimo.

      —¿Supongo que Sonia es la otra chica que comparte el piso? —preguntó Arturo.

      —Efectivamente.

      —Es extraño en una chica tan joven que no salga habitualmente por las noches y regrese tan pronto a casa, sin nadie que le controle —comentó Vicente.

      —Sí, estoy de acuerdo con usted. Sonia y yo lo hemos comentado en muchas ocasiones.

      —¿Tenía algún problema?

      —No, eso era lo extraño. En casa, con nosotras, era divertida y alegre.

      —¿La controlaban mucho sus padres?

      María bajó la mirada, mientras enlazaba sus manos.

      —No recuerdo que hablase nunca con su familia.

      —A excepción de esas salidas esporádicas que nos ha comentado, ¿no salía con nadie más? — La joven ocultaba algo. El impacto emocional de la noticia la había conmocionado, pero su comportamiento y sus primeras respuestas habían sido serenas. En cambio, durante el transcurso de la conversación, era evidente que esquivaba o no sabía cómo plantear lo que tenía que contar. El instinto de Vicente Zafra se lo decía. Reconocía la diferencia entre cuándo alguien mentía o por el contrario, evitaba seguir dando información por cualquier motivo.

      —En alguna ocasión recibía la llamada de una persona y salía.

      «¡Bingo!», pensó Vicente.

      —María, escúchame con atención. Esta noche Mónica se ha cruzado con una mala bestia que la ha matado a golpes. No sabemos si se ha cruzado de forma ocasional o si por el contrario ya se conocían. Es importante que nos ayudes, que seas sincera. A Mónica ya no le perjudicará.

      —Mónica era extraordinariamente viva. En algunas ocasiones, por algún comentario, o por cómo te miraba, tenías la impresión de que a pesar de ser joven había vivido mucho. En cambio, se comportaba refrenándose, levantando el pie del acelerador para mantenerlo todo controlado. Siempre tenía el teléfono a mano. Cuando recibía la llamada que les he comentado, su cara se iluminaba. Si quedaban, se arreglaba como si fuese su primera cita.

      —Aproximadamente, ¿cada cuánto recibía esa llamada? —continuaba siendo Vicente el que formulaba las preguntas. Arturo permanecía en silencio, anotando en una libretita lo que consideraba de interés.

      —Dos o tres veces máximo al mes.

      —¿Crees que siempre se trataba de la misma persona?

      —Sí.

      —¿Nunca comentó nada sobre esa relación?

      —No, era totalmente reservada a ese respecto.

      —Cuando contestaba esas llamadas, ¿no recuerdas que dijese un nombre?

      —No, no recuerdo que contestase con un nombre. Sabíamos que era él porque le repito, se le iluminaba la cara.

      —¿Cómo si estuviese enamorada?

      —Sí, en alguna ocasión lo hemos comentado Sonia y yo. Estaba coladita hasta los huesos por ese tío. Pero si le preguntabas algo, ya sabe usted, para cotillear, te cortaba inmediatamente. A Sonia en una ocasión le espetó que se metiera en sus asuntos de forma tan brusca, que jamás volvimos a sacar ese tema.

      —Comprendo. ¿Sabes si Mónica conservaba alguna foto del misterioso hombre?

      —Que

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