El jardín de la codicia. José Manuel Aspas
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Vicente la cogió. Se trataba de una tarjeta de empleada de una hamburguesería. Sacó una libretita del bolsillo y anotó el nombre. En la tarjeta únicamente constaba el nombre del establecimiento, el de la empleada y una foto.
—¿Es ella? —preguntó, dando por supuesto que se trataba de la misma joven.
—Sí.
—Podrías sacarme un par de copias de la foto. Así vamos adelantando.
—Claro. Ahora mismo te las doy. La tarjeta estará procesada y a tu disposición mañana.
—Gracias, chicos.
El forense caminaba hacia ellos quitándose la mascarilla y los guantes.
—Amigo Zafra, ¿cómo estamos?
—Muy bien, ¿y tú?
Le estrechó las manos.
—Un poco atareado, pero tú ya lo sabes. Somos como las funerarias, siempre tenemos demasiado trabajo —contestó el forense, siempre con esa media sonrisa sarcástica que lo caracterizaba—. Era una joven guapa y fuerte.
Se había girado. Mientras hablaba su mirada se había detenido en el cuerpo inerte.
—Bien. A lo que nos interesa. Murió entre la una y las tres. Fue golpeada con un objeto contundente, posiblemente una barra de hierro. Tiene el antebrazo partido, lo que nos hace pensar que vio venir el golpe, intentó pararlo y se lo partió. Un golpe en la parte frontal de la cabeza, de arriba abajo, le partió el cráneo como un melón. Ni qué decir que el golpe la mató. El cuerpo se desplomaría inmediatamente, pero antes de caer recibió un segundo golpe en el lado izquierdo del rostro, por supuesto, innecesario.
—¿No pudo recibir el segundo golpe antes? ¿Como un puñetazo, por ejemplo?
—No lo creo. Cuando limpie el cuerpo y estudie las lesiones más detenidamente os lo confirmaré. Pero los daños ocasionados por el impacto y la posición del cuerpo indican que recibió un segundo golpe cuando se desplomaba.
—Tuvo que ser un golpe rápido.
—Rápido y enérgico. Eso te descarta a menores de once años y mayores de setenta y cinco —le sentenció el forense.
—¿Has observado otras lesiones que nos puedan indicar que vino a este lugar por la fuerza, contra su voluntad?
—Su ropa puede ocultar alguna otra lesión. Cuando realice la autopsia las veremos. Pero sus muñecas están limpias y sus manos y uñas no indican lucha previa —atestiguó el forense.
—Muy perspicaz. ¿Nos vemos mañana?
—¿En tu casa o en la mía?
—Joder, Torres. Cómo estamos hoy...
José Miguel Torres, un veterano patólogo forense, amigo de Vicente Zafra desde hacía muchos años, le había comentado al inspector en innumerables ocasiones que todas aquellas personas que trabajan en profesiones donde la muerte es un elemento común en su día a día, con el tiempo adquieren una coraza que los protege contra lo que ven, lo que sienten, lo que temen: personal sanitario, que tratan con vivos sabiendo que sólo les quedan unos días de vida, sonríen al enfermo, lo cuidan, lo miman y lo tratan como si fuese a durar cien años, animan al familiar, pero saben que es el final de su vida; la policía, encontrándose todos los días con muertes irracionales, absurdas, adoptan unos mecanismos de defensa; cuando empiezan su jornada de trabajo, se ponen una camisa de indiferencia y encima, una chaqueta de profesionalidad, como si viviesen en dos mundos diferentes, el trabajo y sus vidas personales. Desde fuera pueden parecer insensibles, crueles y sarcásticos, pero es simplemente que no nos ponemos en su lugar. La realidad es para estos profesionales doblemente impactante. Por eso, Torres siempre le aconsejaba tomarse la vida con una pizca de ironía y humor.
—Pásate mañana por la tarde a eso de las cinco —terminó el forense, dándose la vuelta hacia su vehículo.
—Pues hasta mañana.
—¿Inspector? —El agente se había quitado el mono con el que había inspeccionado el lugar de los hechos—. He escaneado el carné que portaba la joven.
Le entregó dos carnes idénticos, con la foto en color.
—Gracias.
En ese momento la jueza firmaba el acta de levantamiento del cadáver y los funcionarios del instituto anatómico forense introducían a la joven en una bolsa y retiraban el cuerpo. En pocos minutos se fueron todos y solo quedaron los dos inspectores y algunos restos de cinta entre los árboles, como si de una fiesta de carnaval se tratase.
—¿Qué piensas?
—Según el forense, murió entre la una y las tres. —Arturo estaba acostumbrado a las preguntas de Vicente. Sabía que este poseía un grado de deducción extraordinario, pero a pesar de ello siempre preguntaba de sopetón la percepción de Arturo sobre lo que creía que había ocurrido—. Este lugar es un clásico para citas sexuales en el coche. A lo mejor la tía se cortó en el último momento y él se enfadó. Falta el bolso de la joven, pero no creo que se trate de un robo.
—No, esto no es un robo. La joven vino a este lugar en coche con su asesino por voluntad propia. Una vez aquí, se abrió la puta caja de Pandora.
Se acercaron al lugar donde había estado el cuerpo, la tierra estaba removida. Encontraron el tocón donde había aparecido la pieza de color rojo y midieron el lugar. Sabían que los compañeros de la científica lo habrían hecho, pero Zafra insistió en hacer una composición del espacio.
—Subió el vehículo de frente hasta aquí. Ella salió por la puerta del acompañante, pudo separarse dos metros máximo del coche, se giró y recibió los golpes aquí mismo, dónde cayó. El vehículo dio marcha atrás para salir y golpeó el tocón con su parte trasera —reflexionó Vicente—. Las distancias pueden coincidir.
—Una vez que pudo sacar el coche de la arena, borró las huellas de los neumáticos.
—Es curiosa su preocupación por borrar las huellas de los neumáticos. Si estos son de uso común, las huellas solo te sirven si tienes unos con los que compararlos. En caso de tener novio o un sospechoso, los neumáticos de sus coches serían los primeros en compararse.
—Entonces, supones que no se trata de un ligue ocasional —comentó Arturo.
—Creo que no. Veremos qué nos deparan los resultados del trocito de piloto encontrado. ¿Qué te parece si vamos a su trabajo?
El aspecto, tanto exterior como interior del vehículo era lamentable. Un modelo muy antiguo de la casa Mercedes, pero si uno lo miraba detenidamente observaba que las ruedas eran bastante nuevas y el sonido del motor era un ligero zumbido. Indiscutiblemente el sonido de un motor bien engrasado y potente.
Pararon frente a una casa de una sola planta en las afueras de una aldea, en el sur de Marruecos. De los cuatro hombres que lo ocupaban, uno permaneció al volante, manteniendo el motor encendido;