El jardín de la codicia. José Manuel Aspas
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El jardín de la codicia - José Manuel Aspas страница 4
—Tenga cuidado señora, a ver si me va a lastimar. —No la ayudó. Por el contrario, rió su propio chiste y con la sonrisa en los labios volvió a mirar a su derecha, en dirección a las escaleras.
A consecuencia del pequeño incidente, Rafael no vio bajar a Arturo. Este, pegado a las tiendas y la cafetería del andén, se aproximaba con mucho disimulo al número veintiuno.
Detrás del hombre que arrastraba la maleta se aproximaba un joven de unos veinticinco años, de complexión fuerte, alto y con el pelo muy corto. Por un momento sus miradas se cruzaron. Rafael lo evaluó como una posible amenaza. Las personas que permanecían en el andén le tapaban parcialmente, pero al aproximarse, le descartó inmediatamente. Llevaba el brazo derecho cubierto por un tatuaje muy vistoso, con varios colores y que le eliminaba como policía.
El hombre de la maleta se paró, situándose un metro por delante de Rafael, de espaldas a este. Berbel miró su reloj, volvió a maldecir al puto autobús, pues faltaban dos minutos para su salida y ni siquiera había llegado. Cuando levantó la mirada se fijó en la maleta del hombre que se encontraba un metro por delante de él. El traje del capullo era de lo más normal, pero la maleta parecía sacada de un estercolero, con un pequeño descosido en un lateral. Muchos indigentes se negarían a llevarla. Simultáneamente recordó al indigente que se había cruzado con él cuando recogió el billete; era la misma maleta. Su instinto se puso inmediatamente alerta y su mirada se disparó hacia la cintura del hombre: el bulto de una canana es más prominente que el de un móvil. Justo cuando su mirada se posaba en la cintura, sintió una presión en la cara y esta salió catapultada hacia atrás.
Arturo caminaba pegado a las cristaleras mirando de forma muy discreta al objetivo. Este se encontraba plantado en mitad del andén, con las piernas ligeramente separadas y con una actitud de dominar su entorno. Zafra había ocupado su lugar. El objetivo, como así gustaba llamarle Arturo, ladeó su mirada unos instantes en su dirección y este solo tuvo que agacharse un poco, como si pretendiera fijarse con más atención en un regalito del escaparate para pasar desapercibido. Cuando Rafael volvió a mirar en la dirección por la que tenía que venir el autobús, Arturo continuó aproximándose. Faltaban unos metros. Cuando por fin se situó detrás, Rafael miró su reloj, se fijó en la maleta y Arturo le golpeó con su mano derecha abierta en plena cara. Más que un tortazo, fue un golpe de los que pretenden tirarte hacia atrás, al mismo tiempo que con la mano izquierda ejerce una presión en la zona lumbar, creando un movimiento en la persona de caer irremediablemente al suelo, de espaldas. Arturo flexionó su rodilla derecha y la espalda de Berbel se golpeó en ella. Sus brazos se extendieron hacia atrás en un intento de apoyarse en el suelo con la mano izquierda. Arturo, con un movimiento envolvente de su pierna izquierda, se la desplazó hacia atrás y el cuerpo de Rafael, sin ese punto de apoyo, se giró y su cara golpeó el suelo. Otra persona hubiese quedado fuera de combate, pero Rafael estaba acostumbrado a recibir y devolver los golpes al mismo tiempo. Arturo le tenía luxado el brazo izquierdo. A pesar del dolor, Rafael exhaló un terrorífico grito y, apoyando su mano derecha en el suelo, intentó incorporarse.
Zafra no se lo pensó dos veces. Con la mugrienta maleta golpeó la cabeza de la mala bestia que bufaba por incorporarse y cogiendo la mano derecha de Rafael por los dedos, como Arturo le enseñara en las clases que la había dado, tiró de esta con fuerza y otra vez volvió a golpearse la cara, quedando pegado al suelo boca abajo. Rápidamente Zafra sacó unos grilletes y se los puso en su muñeca derecha, retorció el musculoso brazo y pasándoselos a Arturo, este le esposó la muñeca izquierda de forma rápida.
Para mayor gloria de ambos, la detención quedó grabada en su totalidad y durante un tiempo sería visionada por innumerables agentes como método de detención rápido y eficaz.
Los vehículos policiales que se encontraban apostados en las salidas previniendo la posible fuga hicieron acto de presencia. Pusieron de rodillas al detenido y un agente con unos guantes especiales le cacheó desde esa posición, interviniéndole una navaja automática, tipo estilete, que introdujo en un sobre de plástico para pruebas. También se le incautó documentación y papeles que guardaron en otra bolsa diferente.
Rodeado de policías levantaron al detenido, le informaron de los cargos y le leyeron sus derecho, mientras le trasladaban al vehículo policial. Zafra le preguntó.
—Niño, ¿te cepillaste con esta navaja al Fino?
—Vete a la mierda, cabrón.
Por la mirada de odio que le dirigió, el inspector supo sin ningún género de dudas que esa navaja había sido la utilizada. También estaba convencido de que los de la científica encontrarían restos de sangre del Fino en ella, a pesar de haberla limpiado bien. Los del laboratorio eran capaces de encontrar restos en los sitios más insospechados.
—Te apuesto unas cervezas a que la navaja lo incrimina definitivamente —apostó Vicente.
—No me apuesto nada. Opino lo mismo que tú.
Los inspectores salieron de la estación y subieron a su vehículo. Se disponían a volver a comisaría para rellenar los informes sobre la detención cuando sonó el teléfono de Vicente.
—Dígame.
—Han encontrado el cadáver de una joven. El caso es vuestro.
—Hemos trincado al que, según el testigo, se cargó a un drogadicto anoche. Íbamos a comisaría a formalizar el papeleo.
—Olvidaos. Yo me encargo. Vosotros a trabajar.
—A sus órdenes —contestó Vicente con un deje de sorna en la voz.
Por la emisora les dieron la dirección.
Cuando los inspectores llegaron al lugar de los hechos, los policías de la científica se estaban quitando los monos. Habían fotografiado y etiquetado todo lo encontrado como posible prueba.
En ese momento el forense se encontraba inspeccionando el cuerpo.
Los inspectores se acercaron a un agente. No necesitaron identificarse, se conocían. Tras saludarse:
—¿Qué tenemos?
—Una joven. La encontró el del camión de la basura. Le han abierto la cabeza.
Se acercaron a los de la científica.
—¿Habéis encontrado algo relevante?
—Poca cosa —comentó uno de ellos—. Destacar dos cosas.
—Dime —le respondió Vicente.
—Se preocupó en eliminar las huellas en el suelo, tanto de sus pisadas como de los neumáticos.
—Un tío meticuloso. ¿Y la segunda?
—¿Ves aquellos matorrales? —Y señaló el lugar con la mano—. Justo donde empiezan y oculto por ellos, hay un antiguo tocón, un pino podado hace años. En su base encontramos un trozo del lumínico rojo de un coche. El raspado del tocón es muy reciente y el lumínico está excesivamente limpio. Con un poquito de suerte, son del hijo de puta que la mató. Pudo dar marcha atrás o maniobrar y no percatarse del golpe.
—¿Cuándo podrás decirme algo?
—Mañana.