El jardín de la codicia. José Manuel Aspas
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El hombre que se dirigió a la parte trasera de la casa se encontró con una joven que estaba jugando con dos niñas. En una fracción de segundo sus miradas se cruzaron y la joven frunció el ceño. No vio el arma que portaba en su mano derecha pegada a la pierna. El joven sonrió y la chica soltó un poco de la tensión del primer momento. En ese instante se escuchó un gran estruendo. La joven movió ligeramente la vista hacia la casa y las detonaciones del interior coincidieron con las producidas frente a ella. Un disparo le dio en el estómago y otro en el lado izquierdo del pecho que le destrozó el corazón. Su muerte fue instantánea. A continuación disparo sobre las niñas. No dejó de sonreír en ningún momento.
Los dos hombres del interior, tras disparar sobre la anciana, se dirigieron a la segunda habitación por el pasillo. Sabían que era el dormitorio de Aman y que en ese momento estaría durmiendo. Tenía turno de noche en el trabajo. Cuando abrieron la puerta, Aman se encontraba con un pie fuera de la cama. No le concedieron oportunidad alguna. Con la misma frialdad que habían matado a los demás, actuaron. Le dispararon cuatro veces y cayó fuera de la cama con el pecho y el rostro cubierto de sangre.
Mientras tanto, el joven que había disparado a la chica y las niñas seguía apostado junto al huerto, esperando por si alguno escapaba. Al oír su nombre, volvió por donde había llegado. Los tres se juntaron en el camino y se dirigieron al vehículo. Subieron y sin pronunciar palabra, se fueron. El que se sentó junto al conductor sacó un teléfono móvil y marcó un número. Cuando contestaron, sólo dijo: «Estaban todos, objetivo cumplido sin problemas». Colgó, y girándose les dijo:
—Os invito a cenar.
Todos asintieron entre risas. Conocían personalmente a la familia que habían ejecutado. No sabían el motivo concreto por el que tenían que matarlos, sospechaban que algún familiar directo habría defraudado a su jefe. Ellos únicamente cumplían órdenes.
Cuando la crueldad rige los actos de los hombres, en sus entrañas se aloja la miseria más inhumana. Únicamente pierden el apetito aquellos que ven las muertes más atroces en el telediario. Tal vez, ni estos.
La joven conducía un pequeño utilitario descapotable de color rojo. El cabello rubio y largo ondeaba como un estandarte. Paró en un semáforo; otro vehículo se detuvo en paralelo al de ella. Dos jóvenes dentro de ese coche la miraban con cara de bobos. La joven los miró a través de sus grandes gafas oscuras, les sonrió y cuando el semáforo se puso en verde, aceleró.
Conduciendo, empezó a reír escandalosamente. Le encantaba sentirse así. Con treinta y dos años, tenía un buen físico, era alta, delgada, con un busto de los que hacen girarse a los hombres. Pero los dos jóvenes con cara de tontos no babeaban exclusivamente por que intuyeran que estaba estupenda, sino porque irradiaba energía, confianza, seguridad y sensualidad. Volvió a reír. Le encantaba la vida que llevaba. No estaba pegada a nada ni a nadie, disfrutaba de su vida y compartía momentos con quién le hacía disfrutar de la vida. Era inteligente, lista y además, con pasta.
Provenía de una familia madrileña con un estatus social elevado. Estudió periodismo e idiomas. Se comunicaba perfectamente en inglés, francés e italiano, y chapurreaba el alemán. Con una personalidad segura de sí misma, podría haberse dedicado a lo que hubiese querido, pero no sabía si se debía a la estricta forma en que sus padres la educaron o simplemente porque era así, cuando terminó la carrera se subió al barco, desplegó velas y navegó por la vida con pasión. Viajó por toda Europa a costa de sus padres.Tenía la excusa perfecta, les decía que se trataba de una forma de ampliar sus conocimientos destinados a la profesión de periodismo y al mismo tiempo perfeccionar idiomas. Terminó conociendo a un vividor y estafador francés que la encandiló. Ella quería vivir y él le enseño a vivir. Además, follaba como nadie y le hacía reír a todas horas. No se puede pedir más de ningún hombre. Al final, esa historia pasó a ser historia y comenzó otro camino.
Durante estos últimos cuatro o cinco años se había estado dedicando a realizar trabajos especiales, como ella misma solía decir. Solo unas pocas personas sabían de su existencia, de su habilidad, de su talento. De forma totalmente confidencial conocían cómo ponerse en contacto con ella. Siempre el mismo método: una llamada y una dirección en cualquier cuidad de España. La recogían y la llevaban a un céntrico apartamento, siempre pequeño y coquetón. Una vez en él, le proporcionaban los datos que ella necesitaba saber sobre su objetivo. Habitualmente se trataba de hombres –podía ser también una mujer–, que se encontraran en la ciudad por motivos de trabajo, negocios o política, y que se hospedaran en hoteles. Ella sacaba de su bolso unos marcos con fotos suyas y las repartía por el apartamento. También depositaba en los cajones de las mesitas todo aquello que pudiese necesitar para realizar su trabajo. Luego le entregaban un juego de llaves y sus honorarios; por cierto, muy elevados.
Se consideraba muy profesional. Conocía perfectamente las principales ciudades como Barcelona, Madrid, Valencia, Sevilla, etc. Se movía con relativa facilidad prácticamente en el resto de ciudades. Con los datos proporcionados le era fácil localizarlos. Toda persona, después de asistir a un congreso o una dura jornada de trabajo necesita relajarse y salir a tomar una copa. Si se trataba de una persona austera y no salía a divertirse, contaba con el desayuno o la comida. Para todos hay que buscar el momento oportuno. Una vez lo tienes a tiro viene la parte fácil, dejarse ligar. Además de las armas que poseía como mujer y que se encontraban a la vista, era una inteligente y hábil conversadora. Su norma fundamental estribaba en acercarse al contacto, iniciar la conversación y después limitarse a escuchar. Realizar las necesarias e inteligentes preguntas para motivar a su interlocutor. Su vanidad hacía el resto.
Utilizaba sus mejores armas, su encanto, su curiosidad y un aura de despreocupada ingenuidad. Ineludiblemente terminaban en su apartamento.
Esa noche, por varios motivos, sería inolvidable para esa persona. Primero, porque viviría la mejor sesión de sexo de su vida. En un momento dado, aparecerían aparatitos que podrían utilizarlos ambos, y sin duda los usarían. Da igual la edad, el sexo o los tabúes que posean. Serían unos momentos de pasión que ella conduciría con habilidad por los caminos más obscenos. Beberían un licor que les emborracharía los instintos más primitivos y lujuriosos que todos llevamos dentro. Se desinhibirían de sus pudores y sus miedos. Ella lo canalizaría adecuadamente. Induciría a su amante a que considerase que es él quien lleva las riendas del momento.
En ocasiones se exigía la participación de una tercera persona, siempre de un joven. Ella lo tenía previsto.
Todo lo que ocurriera esa noche en el apartamento, quedaría convenientemente grabado con la última tecnología. Por supuesto, desde diferentes ángulos.
La joven ni sabía ni le importaba como utilizarían ese material. Podía imaginárselo: chantaje, soborno, silencio... Le daba igual. Realizaba tres o cuatro trabajos al año. Le pagaban una desorbitarte cantidad de dinero por realizarlo y por su silencio. Otras veces los servicios a prestar eran algo más concretos. Pero