Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros страница 41

Автор:
Серия:
Издательство:
Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros

Скачать книгу

de nada.

      —¿Erais amiga de mi madre Teresa?

      A ella le dio un vuelco el corazón, un sinfín de emociones y recuerdos se atropellaban en su mente, la desgarradora imagen de su amiga Teresa consumida por el esfuerzo de dar a luz y el frágil cuerpecito de su bebé entre sus brazos. No podía creerse que precisamente ese niño estuviera ahora mismo allí en esa misma habitación preguntando por ella.

      —No puede ser. ¡Tú eres Sebastián! –exclamó soltando un grito.

      El muchacho asintió y la emoción sacudió el cuerpo de Enriqueta.

      —¡Dios mío! Cómo ha pasado el tiempo, mira cuánto has crecido —le dijo emocionada.

      Sebastián se sintió aliviado al ver su reacción, después de haber pasado una noche infernal era la última esperanza que le quedaba. Por lo que su tío le había contado, Enriqueta era lo más parecido a una familia que su madre Teresa había tenido cerca en sus días como sirvienta en casa del marqués. Era la única que se había preocupado por ella en su duro y penoso embarazo y en el momento de dar a luz. Ahora que la tenía frente a frente, mirándole con esos ojos tan grandes y ese rostro tan expresivo, curiosamente sintió que algún tipo de vínculo le unía a ella.

      —Dime, ¿qué te trae por aquí?

      Sebastián no sabía qué decir, frases inconexas se le aturullaban en el cerebro pero no sabía cómo enlazar unas con otras. Decidió empezar por algo sencillo.

      —He decidido irme del monasterio.

      —¿Por qué hijo mío? ¿No te trataban bien acaso? —preguntó ella con preocupación.

      —No, no es eso. Es solo que... comprendí que debía irme —dijo tras pensárselo unos segundos.

      —¿Lo sabe tu tío?

      —Sí —confirmó Sebastián.

      —¿Y se puede saber qué te ha pasado entonces para acabar así? —terminó preguntándole ella.

      Sebastián prefirió omitir los detalles más penosos y humillantes de su pequeña travesía hasta allí, al fin y al cabo también tenía su orgullo.

      —Llegué caminando por la noche desde el monasterio —se limitó a decir.

      —Pobrecillo —le dijo Enriqueta mientras le acariciaba todavía incrédula—. Imagino que tendrás hambre.

      Más que hambre lo que tenía era un terrible dolor de cabeza, pero efectivamente así era, de modo que asintió a la par que el rubor corría por sus mejillas. Miró a su alrededor algo avergonzado, se sentía gratamente colmado con tantas atenciones, pero a la vez tanta gente desconocida a su alrededor revoloteando no dejaban de intimidarle.

      —Bueno vosotras, ya vale, no me lo atosiguéis que necesita descansar, no que le aturullen tantos ojos curiosos —dijo Enriqueta a las demás.

      —¿Entonces es verdad que le conoces? —le preguntó Consuelo.

      —Pues sí, es como de mi familia —zanjó ella.

      Las despidió a todas con cajas destempladas y dejó a Sebastián tendido en la cama.

      —Espera aquí y enseguida te traeré algo caliente —le dijo antes de desaparecer ella también por la puerta.

      Salió de allí a toda velocidad y le dejó solo en lo que parecía una habitación compartida por varias sirvientas. Había ocho camas en total, separadas entre sí por apenas tres palmos. Se despojó de la gruesa capa que le había dado Fray Alejandro antes de salir y se puso cómodo en una de ellas. Estaba exhausto, después de sus penosas jornadas de encierro y una noche entera vagando por el monte no había otra cosa que necesitara más que algo de calor y un poco de reposo, pero pensar en el camino de ventaja que le llevaría Isabel no dejaba de torturarle.

      Enriqueta regresó al poco con una taza de leche caliente y unas galletas.

      —Toma, puedo traerte más si quieres —le dijo—. Y puedes descansar un rato si te apetece, avisaré al resto del servicio de que estás aquí.

      —Está bien —concedió—, pero no puedo quedarme mucho tiempo, debo proseguir mi camino.

      —No tengas tanta prisa, que así no llegarías muy lejos —replicó Enriqueta.

      Sintió cómo empezaba a resucitarle el cuerpo al pasarle la leche caliente por la garganta y devoró todo el desayuno con igual satisfacción. Una especie de fuerza sobrehumana pareció tirar de él y obligarle a estirar el cuerpo sobre la cama. Al hacerlo, un hormigueo placentero empezó a recorrerle desde la espalda hasta la punta de cada uno de los dedos y soltó un suspiro ahogado, cerró los ojos y se quedó dormido sin apenas darse cuenta.

      Cuando Enriqueta volvió a pasar por allí por la tarde, el muchacho dormía profundamente en la misma cama donde le dejó. Al sentir su presencia el chico se despertó de un salto sobresaltado.

      —¡Me he quedado dormido! —exclamó horrorizado.

      —Naturalmente —le dijo Enriqueta—. Debías de estar muy cansado.

      —¿Qué hora es? —preguntó impaciente.

      —Has dormido toda la mañana, los señores están haciendo ahora la sobremesa.

      —Es la segunda vez que me retraso, debo de irme o será mi perdición.

      —¿Se puede saber a qué viene esa urgencia? —le preguntó ella extrañada.

      —Verás, es que… en realidad no viajaba solo, anoche debía encontrarme con alguien y llegué tarde.

      —¿No sería acaso que quería dejarte atrás deliberadamente?

      —No. Claro que no —respondió él visiblemente enfadado.

      —Bueno, no te alteres. Y dime, ¿qué pensabas hacer ahora?

      —Íbamos camino de Valencia, debo llegar hasta allí y encontrarla.

      —¡Ya! ¡Claro! Caminar hasta Valencia tú solo, en invierno y a pocas horas de que se marche el sol. ¿Te has parado a pensar en lo que estás diciendo?

      A pesar de las advertencias de Enriqueta el chico se encogió de hombros sin más.

      —Para llegar no me harán falta más que mi voluntad y mis piernas.

      —Ay, criaturilla —le dijo Enriqueta compadeciéndose—. ¿Tienes dinero al menos?

      —Ni una miserable moneda.

      —Ya veo. Sin comida, sin ropa y sin dinero. ¿Pero qué idea tienes tú de este mundo? Te comería vivo cualquier desalmado a las dos horas de llegar a Valencia. ¡Y eso si es que llegas! Además, no sé qué pensabas encontrar allí, lo que les sobran son precisamente mendigos en las calles.

      Sebastián estaba empezando a cansarse de escuchar siempre lo mismo, se sentía muy agradecido por la acogida que le había proporcionado Enriqueta, pero también más que harto de tanta pregunta y tanto sermón.

Скачать книгу