Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

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Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros

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en la casa de los marqueses de Llançol. No te busques la vida por ahí solo, encomiéndate a ella. Era muy amiga de tu madre y te ayudará.

      Sebastián asintió y Alejandro le besó la frente y le bendijo, después se despidió también de Fray Anselmo con un caluroso abrazo. Sin decirles nada más, el muchacho dio media vuelta y emprendió su camino con decisión. Alejandro aún alargó por última vez la mano con la esperanza de que Sebastián cambiara de idea, pero de nada le sirvió. Al ver alejarse la figura del niño entre las sombras de la noche, las lágrimas empezaron a surcar como un torrente el rostro del monje.

      —Volverás —murmuró Alejandro—, seguro que volverás.

      A Sebastián el apremio le hizo avanzar por el camino a toda velocidad, trazando la curva descendente que le separaba del cruce con el barranco. Todos sus sentidos estaban concentrados en vislumbrar allí la silueta de Isabel, toda su fe puesta en que ella le estuviera allí esperando. Pero allí no había nadie, el recodo estaba tristemente vacío y solitario. Por si acaso, y ante la negrura de aquel sitio, decidió revisar bien cada rincón, cada piedra, cada árbol, en busca de algún rastro de ella. Todo fue en vano. Sintió un horrible sentimiento de culpa al imaginarse la decepción que debió sentir horas antes tras su espera infructuosa. Su única esperanza se centraba entonces en que no hubiera pasado mucho tiempo desde que decidiera desistir y echó a correr a toda prisa en dirección al pueblo.

      Extenuado, sus esperanzas se agotaron tras recorrer las primeras casas de la población. Un miedo terrible empezó a apoderarse de él, se dio cuenta de su propia temeridad al lanzarse sin contemplaciones a una empresa tan arriesgada. La idea de emprender él solo el camino de Valencia en medio de la noche con un frío de mil demonios le resultaba aterradora. Pero no estaba ni mucho menos dispuesto a rendirse así como así, necesitaba detenerse a pensar y trazar un plan más racional. Se acordó entonces de las palabras de su tío, tenía que encontrar a Enriqueta.

      No conocía el pueblo y por tanto desconocía la ubicación de la casa del marqués de Llançol. Pero a fuerza debía de ser un sitio conocido por cualquiera, la solución se hallaba pues en preguntar a alguien, ¿pero a quién? Las calles estaban todas desiertas y en su deambular solitario solo encontró a un par de borrachos tirados de cualquier manera al abrigo de un soportal. Abordarlos a ellos era quizá muy arriesgado, pero la perspectiva de pasar al raso una noche de diciembre era aún más descorazonadora.

      —Disculpe —dijo dirigiéndose al que parecía un poco más sobrio—. ¿Podría indicarme la casa del marqués de Llançol?

      El tipo se le quedó mirando con cara de pocos amigos, era grande y robusto y su mirada no invitaba precisamente a iniciar una conversación con él, pero al fijarse bien en quién le preguntaba cambió ese gesto por una sonrisa tonta medio burlona. El otro despertó también de su letargo y el que en un principio le había parecido más beodo resultó ser el más sobrio.

      —Que dónde está la casa del marqués dice…

      Los dos se reían y él no entendía nada. Uno de los dos se le acercó y alargó el brazo en una dirección.

      —¿Ves esa casa de ahí?

      Sebastián puso toda su atención en el punto que le señalaban tratando de distinguir el edificio en cuestión, y fue entonces cuando el otro aprovechó para abordarle por la espalda. De un solo manotazo en la sien le tumbó, notó el golpe seco impactando en su oído derecho y se desvaneció.

      El par de borrachines se lanzó a desvalijar a su víctima sin piedad. Le arrebataron el pequeño zurrón que portaba y fulminaron sus reservas de comida en un santiamén.

      —¿De dónde habrá salido este piltrafa? —preguntó el que le había distraído mientras le sacudían el manotazo.

      —¿Y a ti qué más te da? ¡Regístrale! —le apremió el otro—. Seguro que lleva dinero.

      Le retiró la capa que le cubría todo el cuerpo y empezó a indagar en las aberturas del extraño hábito que llevaba. Efectivamente encontró allí una pequeña bolsita con algunas monedas, pero no fue ese su único descubrimiento. Agitó en el aire la pequeña medalla de plata que llevaba colgada.

      —¡Es un monje, imbécil! —exclamó su compañero.

      El brutote le miró con cara de no entender nada, su limitada capacidad de raciocinio no concebía que eso pudiera representar un problema. Se encogió de hombros mientras hacía recuento del botín.

      —¿Y si lo has matado? —le preguntó el otro con enfado.

      —Pues mejor, porque así no le podrá contar a nadie que dos tipos como nosotros le han robado —contestó sin más.

      Su lógica era tan aplastante como brutal, pero cualquiera sabía que matar a alguien acababa acarreando problemas, y si era un monje que iba a casa del marqués de Llançol, más.

      — No seas animal, te dije que le dieras un golpecito no que le rompieras el cráneo.

      —¡Bah! Seguro que se despierta como nuevo.

      —Dijo que iba a casa del marqués, ¿no? Pues tenemos que llevarle hasta allí. Diremos que nos lo hemos encontrado tirado en la calle y nos largamos, con suerte mañana no se acordará de nada y nos libraremos del problema.

      El otro seguía sin estar convencido, le parecía muchísimo mejor plan su idea de rematarlo, si es que no estaba muerto ya. Pero la cabeza pensante era su amigo y no él, y hacerle caso solía ser lo más sensato, de modo que accedió.

       IV

      Enriqueta se despertó aquella mañana con las primeras luces del alba. Había sido una de esas noches frías de invierno con el cielo preñado de estrellas. En su casa era la única que se despertaba tan temprano, de modo que lo primero que hizo fue avivar las brasas de la chimenea para empezar a calentar la casa. Al asomarse por la ventana, la potente luz del amanecer le cegó por completo. Aun así permaneció con la vista puesta en el horizonte entornando los ojos acostumbrándolos a esa luminosidad, le gustaba disfrutar del paisaje con la quietud matinal.

      Pero tampoco podía entretenerse demasiado con aquellas banalidades, para ella no dejaba de ser un día más de trabajo y tenía muchas cosas que hacer. Al menos el bendito sol del Mediterráneo prometía lucir pronto con toda su fuerza, eso era siempre reconfortante. Terminó de organizar algunas cosas y no tardó en emprender el camino de la casa de los marqueses como hacía cada mañana. Al llegar a la puerta de servicio se encontró con un revuelo poco habitual. El alboroto se debía, al parecer, a que durante la noche había aparecido en la puerta un misterioso muchacho con hábito monacal. Pero la cosa no acababa ahí. Le contaron que acababa de despertar hacía unos minutos y que de las primeras cosas que había hecho era preguntar por ella.

      —¿Estás segura? —le preguntó a su compañera Consuelo sin dar crédito a nada de lo que contaba.

      —Sí, sí, insiste mucho en que quiere verte —le dijo mientras le agarraba del brazo para conducirle hasta él.

      Efectivamente, un chico con el hábito de los monjes de Sant Esperit yacía en el pequeño dormitorio del servicio. Estaba bastante esmirriado y tenía pintado en la cara el cansancio y el abatimiento. “Pobre criatura, que Dios le proteja.” Dijo para sus adentros. Al acercarse a él se quedó mirándolo y curiosamente su rostro le resultó extrañamente familiar. Esos ojos, eran tan... pero no, no podía ser. Cuando ya estaba a su altura se decidió a hablar con él.

      —Disculpa

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