Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

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Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros

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de él.

      —Sebastián, ¿pero qué haces aquí?

      —Lo siento tío, me despisté un poco y les perdí.

      —¡Ya! —dijo con suspicacia—. Anda venga, vámonos que nos están esperando.

      De vuelta al monasterio, Fray Alejandro no dejaba de mirarle con expresión severa.

      —¿Te gusta mucho esa chica verdad? —le dijo sin dar más rodeos.

      —Sí —le confesó Sebastián.

      —Pues no debes volver a verla, ni a hablar con ella —afirmó tajante.

      —¿Qué? ¿Por qué no? —preguntó él con gran decepción.

      —¿Es que no has aprendido nada de lo que te decimos todos los días? La vida del buen monje está consagrada a Dios hijo mío, debes separarte de cualquier otra distracción.

      —Si es así entonces no quiero ser un monje.

      —No sabes lo que dices criatura. Sé que ahora te puede parecer algo difícil, pero debes tener paciencia. Ten fe en lo que te digo y hallarás la felicidad en la vida del fiel servidor de nuestro Señor, no necesitarás nada más y nunca te faltará de nada.

      —Pero, ¿qué hay de malo en que hable con ella?

      —Es una simple precaución, nada más, no es una buena influencia para ti.

      Sebastián no dijo nada más, pero por supuesto no pensaba dejar de ver a Isabel por mucho que le dijeran. No podía quitársela de la cabeza y tenía intención de ir a visitarla al día siguiente, costara lo que costase. Para ello tuvo que poner en marcha todo su ingenio, puesto que Alejandro se había propuesto convertirse en su sombra. Fue después del oficio de Sexta, al ver que su tío era reclamado por el hermano Aurelio para conversar con él en privado, cuando logró escabullirse entre la multitud y salir al patio sin ser visto. Tenía dominada la técnica de subirse al tapiado del recinto con la ayuda de un ciprés y pronto estuvo saltando al otro lado. Después, corrió todo lo que pudo en pos de la cita que le aguardaba desde el día anterior.

      Esta vez ella le vio llegar y salió de la casa a recibirle.

      —Ya pensaba que hoy no vendrías. ¿Has vuelto a escaparte?

      —Sí, espero que hoy no me encuentren tan rápido.

      —Bueno. Es posible que no tengamos mucho tiempo, mi padre llegará de un momento a otro —le dijo ella con cierta preocupación.

      —Aquí tienes, hoy soy yo el que te ofrezco un regalo —le dijo entregándole una flor que había arrancado cuidadosamente del jardín en el monasterio antes de salir.

      —Muchas gracias Sebastián, qué gracioso eres —le dijo volviéndole a ofrecer esa sonrisa que le tenía tan fascinado.

      —¿Y qué haces en el monasterio si no eres un monje como me dijiste?

      —Básicamente a lo que se dedican ellos todo el día, rezar, estudiar, volver a rezar, ya sabes.

      —¿Y cómo es que acabaste allí dentro, el monje ese que te persigue es pariente tuyo?

      —Fray Alejandro es mi tío. Me quedé huérfano al nacer y él me acogió cuando me entregaron en el monasterio —le confesó.

      —Qué suerte tuviste, mi padre siempre dice que los curas y los monjes viven mejor que los reyes.

      —Me da igual, yo no quiero ser cura ni monje, prefiero mil veces labrar la tierra o cuidar de un rebaño como tu padre.

      —Pobre inocente —dijo Isabel riéndose de buena gana—, te traía yo unos días a trabajar con el bruto de mi padre, ibas a saber lo que es bueno.

      —No me importaría con tal de poder verte a ti cada mañana.

      El corazón de Isabel terminó por deshacerse con la sincera confesión del muchacho.

      —¿Quieres darme un beso? —le soltó ella de repente.

      La pregunta le pilló totalmente por sorpresa, pero no se lo pensó dos veces y se lanzó sobre ella plantándole un beso en la mejilla.

      —No, así no tonto. Me refiero a un beso de verdad. Cierra los ojos, verás cómo se hace.

      Sebastián obedeció y se quedó inmóvil y expectante. Se sobrecogió por completo cuando sintió el roce de sus labios con los de ella durante un par de segundos que se le hicieron eternos. No quería despertar de ese sueño, pero no tuvo más remedio que hacerlo cuando sintió un terrible garrotazo en el costado.

      —¡Pero qué haces desgraciado! —le gritó una voz áspera y endemoniada.

      De la fuerza del golpe Sebastián cayó doblado, el padre de Isabel se ensañó con él y siguió golpeándole en la espalda con fuerza.

      —¡Para padre por favor! ¡Déjale! —gritaba Isabel desesperada.

      —¡Largo de aquí, malnacido! No quiero volver a verte cerca de mi casa.

      Sebastián sentía un dolor terrible, tenía la espalda y el costado hechos polvo pero aún sacó fuerzas suficientes para levantarse y salir corriendo de allí. A las afueras del monasterio le esperaban Alejandro y el padre guardián, que ya se temían lo que había ocurrido. Antonio le agarró por el pescuezo y lo llevó así en volandas apretando con fuerza hasta el interior del recinto, le hizo subir por las escaleras y le introdujo en su celda cerrando la puerta tras de sí.

      —¡De rodillas! —le ordenó.

      Sebastián apoyó sus rodillas en la fría piedra y con las manos juntas se quedó mirando al crucifijo de la pared con la angustiosa inquietud por la inminente reprimenda.

      —Espero que este altercado no se vuelva a repetir. Recuerda por qué estás aquí y lo que esto significa, no me gustaría tener que tomar otra decisión —añadió dirigiéndose también a Alejandro.

      Y dicho esto agarró una soga pequeña y le propinó cuatro latigazos en su espalda malherida. Sebastián gritó y lloró mientras veía a Alejandro rezar en una esquina con los ojos cerrados impasible. Le dejaron allí solo durante un buen rato, después Alejandro volvió a entrar provisto de un ungüento y paños húmedos para curarle las heridas.

      Los golpes tardaron en curarse. Los primeros días casi no podía moverse, sentía unos terribles pinchazos en el costado cada vez que hacía algún pequeño esfuerzo. Pero la violencia no consiguió aplacar su firme determinación, todo lo contrario, cada vez tenía más claro lo que quería hacer y no era precisamente quedarse en el monasterio de brazos cruzados agachando las orejas. Durante esos días, Fray Alejandro trató sin éxito de volver a ganarse la confianza del chico, pero aquel vínculo de amistad y respeto que habían mantenido durante tantos años había terminado por romperse. Sebastián en el fondo no le guardaba rencor, le seguía viendo como lo más parecido a un sustituto paterno que había podido tener. Pero en aquel recinto se sentía totalmente ahogado e incomprendido, así que la crudeza de los golpes y las broncas, en lugar de imponer la voluntad de los monjes solo habían logrado reforzar su deseo de marcharse de allí para siempre.

      Consiguió

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