Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

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Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros

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que me pides es imposible, esto es un monasterio de estudio y meditación, no es lugar para que se crie ningún recién nacido —trataba de explicarle.

      —Pero Alejandro, ¿es que vas a renunciar a cuidar a tu propio sobrino? —le recriminó ella.

      —No me estoy desentendiendo de él Enriqueta, te ayudaré con todo lo que necesites —le dijo él excusándose—. Pero no puedo quedármelo, tendrás que hacerlo tú.

      Enriqueta no daba crédito a lo que oía, en sus planes tampoco estaba criar a un niño. Por más que fuera de su buena amiga Teresa, aquello era demasiado.

      —Acompáñame a la cocina, te daré alguna cosa —le dijo Fray Alejandro cuando la situación empezaba a tornarse algo tensa.

      Enriqueta siguió al joven monje por diferentes dependencias hasta que llegaron a la enorme cocina situada en la planta baja. Alejandro empezó a llenar entonces una cesta con algunos alimentos de la despensa y, mientras lo hacía, Enriqueta dejó al pequeño tumbado sobre una mesa. El monje no pudo hacer otra cosa que sonreírle y acariciarlo al verlo así, tan indefenso.

      —Padre, no puede pedirme eso. Yo no puedo hacerme cargo de él, perdería mi trabajo, usted lo sabe. Aquí tienen medios de sobra para criar a un niño, no les supondrá mucho esfuerzo —le imploraba ella con insistencia.

      Alejandro no podía negar que se le encogía el corazón al mirar al pequeño niño de su hermana envuelto en unos pañales.

      —¿Seguro que es de mi Teresa?

      Enriqueta se mostró muy ofendida con la pregunta.

      —Por supuesto. Nunca me atrevería a mentirle con algo así.

      —Déjame que haga una pequeña consulta con mis hermanos, de verdad que quiero ayudaros, pero no sé cómo hacerlo.

      Salieron a un precioso claustro de paredes y arcadas blancas que albergaba un jardín muy verde y cuidado. Alejandro le dijo que esperara allí mientras él iba a hacer esa consulta.

      Cuando finalmente regresó acompañado por otro hermano del convento, ambos bastante serios, buscó a Enriqueta entre los soportales del claustro, pero no conseguía verla.

      —Tal vez se haya ido —le dijo a Fray Anselmo.

      —Espera hermano, mira esto.

      Anselmo le señaló una cesta de esparto que había en el suelo. Era en la que Alejandro había depositado las viandas que había ofrecido a Enriqueta en la cocina, algo de arroz, harina, fruta, verdura. Ya no quedaba nada de eso, pero en su interior estaba el recién nacido durmiendo plácidamente.

      —Ya lo creo que se ha ido, Fray Alejandro, pero mirad qué os ha dejado como presente.

      Alejandro asintió, consternado.

      —¿Qué vais a hacer ahora?

      —Dejadme que piense, de momento no digáis nada —le dijo a su amigo.

      Alejandro recogió la cesta y la llevó a su celda dormitorio, lo depositó allí como si se tratara de un objeto extraño y se quedó un buen rato mirándolo embobado. De pronto, el niño tuvo como una pequeña convulsión y empezó a llorar. Alejandro se alarmó y lo cogió rápidamente entre sus brazos tratando que se calmara antes de que llamara la atención de todo el monasterio. Para su sorpresa, reaccionó muy bien a su calor y se tranquilizó de inmediato. Le acarició el rostro con suavidad y le consoló con su abrazo. Y mientras lo hacía, no pudo evitar sentir un pequeño torrente de emoción fluyendo por sus venas.

      —¿Todavía no te han puesto ningún nombre? —le preguntó retóricamente.

      El niño por supuesto no le podía contestar, solo le miraba con los ojos bien abiertos.

      —Te llamarás Sebastián, como tu abuelo que en paz descanse —le dijo.

      Después meditó profundamente lo que debía hacer. Su conciencia le dictaba por supuesto ayudar a aquel niño desamparado, pero, ¿qué sería lo más correcto? Tras pensarlo unos instantes tomó una decisión clara, era sangre de su sangre y no pensaba abandonarlo. Dios se lo había puesto en su camino y tenía que ser por alguna razón: ante todo el niño merecía que le diera su cariño y le prestara atención. A continuación meditó cómo iba a decírselo a Fray Antonio, el guardián de la orden.

      Cuando fue a contárselo, Antonio se opuso rotundamente a que el niño se quedara en el monasterio, tal y como Alejandro esperaba.

      —Esto no es una casa de huérfanos. Si es verdad lo que dice esa muchacha no será difícil encontrar a su padre en el pueblo, hablaremos con él y haremos que reflexione sobre lo que ha hecho y que asuma su responsabilidad, así es cómo debemos obrar.

      —Pero hermano, ¿podrás tener la conciencia tranquila sabiendo que ese desalmado puede volver a abandonarlo en cualquier cuneta?

      Antonio negaba una y otra vez.

      —El niño no puede quedarse.

      La insistencia de Alejandro no cesó, apelando a la misericordia y a la caridad cristiana, que era uno de los principales preceptos de la orden.

      —Está bien —le dijo ya al borde de su paciencia—. Lo someteremos a votación, ya que no soy capaz de convencerte será la comunidad quien decida. Lo hará esta tarde después del oficio de vísperas, lo iré anunciando a los hermanos y mientras tanto no quiero volver a saber nada de la criatura.

      Alejandro asintió, aún no había logrado su propósito pero era lo mejor que podía conseguir por ahora. Aquel día tuvo que desatender en parte las horas que dedicaba diariamente al estudio y a la oración. Se mantuvo pendiente en todo momento de que Sebastián estuviera bien y a la vez pasó horas meditando sobre las palabras que usaría para dirigirse a sus hermanos. Sería su palabra contra la del padre guardián, tendría que convencer a muchos de ellos si quería salirse con la suya.

      Todos los monjes de la congregación de Sant Esperit, que eran alrededor de treinta, acudieron fieles a la cita en la sala capitular donde el guardián de la orden les había convocado. Antonio tomó primero la palabra, exponiendo brevemente los hechos y las insensatas pretensiones de Alejandro. Les recordó cuál era el fin de la vida monástica y por qué estaban realmente todos allí y cómo eso chocaba con cualquier otra distracción por pequeña que fuera. Todos los monjes parecían bastante convencidos, a tenor de sus asentimientos y comentarios, pero aún faltaba escuchar más argumentos. A continuación habló Alejandro, utilizando un discurso pasional y sumamente emotivo que había estado ensayando durante todo el día.

      El monasterio se encontraba en ese momento inmerso en un proceso de renovación interna, sin dejar de lado su carácter de retiro y estricta observancia de la Regla de San Francisco, pretendía convertirse en colegio de misioneros apostólicos. Con ello, los monjes de Sant Esperit ambicionaban convertirse en precursores de la difusión de la fe en el viejo y nuevo mundo desde el Reino de Valencia. En este nuevo concepto del propósito monacal encajaron perfectamente las palabras de Alejandro, que hablaban de abrazar a una pobre criatura abandonada con el uso de la fe y ayuda divinas, para empezar así a practicar su labor evangelizadora desde su propia casa. En otras circunstancias habría tenido probablemente la batalla perdida, pero en aquel momento muchos de los monjes eran jóvenes e ilusionados llegados exprofeso de lejanas tierras igual que él y su familia. Tal y como esperaba, consiguió conmover a

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