Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

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Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros

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los presentes era desolador.

      —Gracias a Dios doctor, menos mal que ha venido. Tiene que hacer algo, no reacciona —le dijo Flora.

      El médico se tomó su tiempo para examinar a la paciente y habló un poco con Flora sobre cómo había ido el parto y había ido ocurriendo todo. Finalmente su conclusión no fue nada halagüeña.

      —Lo siento mucho —les comunicó—. Su cuerpo está muy débil, no responde, se está enfriando lentamente.

      —¿Es que no se puede hacer nada?

      —Me temo que no. En otras condiciones se le podría haber practicado una sangría, tratando de que expulsara esos humores negros que la consumen. Pero puesto que ya ha perdido mucha sangre en el parto no creo que sea lo más prudente. Siento decírselo, pero hay que prepararse para lo peor. Solo un milagro podría salvarla.

      —¡Qué desgracia doctor! ¿Qué va a ser de este pobre niño? —le decía Enriqueta acongojada.

      Mientras las mujeres intercambiaban todo tipo de lamentos de la misma índole, Flora alzó la voz sobre todas ellas.

      —¡Silencio! ¡Callad un momento! Parece que vuelve a abrir los ojos. Traerle a su hijo para que esté cerca de él mientras esté despierta.

      Enriqueta se lo acercó situándose con él a su lado, Teresa no tenía fuerzas para sujetarlo pero pareció satisfecha con poder verlo. Para sorpresa de todos, pronunció unas palabras aparentemente plena de consciencia y convencimiento.

      —Debes llevárselo a mi hermano.

      Enriqueta se quedó callada mirándola fijamente, asimilando lo que acababa de escuchar.

      —¿Al niño? ¿Quieres que lo llevemos con él al monasterio?

      Teresa asintió.

      —¿Estás segura?

      —Prométeme que lo harás así. Por favor.

      Su rotundidad dejó atónitos a todos.

      —Prométemelo —repitió.

      —Te lo prometo Teresa, pero no malgastes energías con eso. Descansa ahora y saca fuerzas para cuidar de tu hijo.

      Después de aquello Teresa cerró los ojos y volvió a sumirse en un profundo sueño del que nada parecía capaz de sacarla ya. En vista de la situación, el sacerdote le dio la extremaunción y durante un rato más se prolongaron los rezos e invocaciones a la gracia divina, pero desgraciadamente el milagro no llegó. Al cabo de dos horas se certificó su muerte y solo un grupo muy reducido de vecinos y allegados permaneció en la habitación velando el cadáver. La tragedia fue un terrible mazazo para todas las mujeres del servicio que la conocían, pero sobre todo para Enriqueta, que por más que tratara Natalio de darle consuelo no era capaz de asimilar la pérdida.

      El recién nacido, que se había quedado un buen rato tranquilo, despertó y rompió a llorar, apartándolos a todos de sus propios desvelos.

      —El pobrecillo está hambriento, necesita leche —les dijo Flora.

      —Mi hija dio a luz hace apenas dos meses, dejarme que lo lleve un rato con ella y así podrá alimentarse como es debido —dijo Lluisa, una de las criadas.

      Enriqueta asintió y Lluisa cogió a la pequeña criatura con cuidado entre sus brazos.

      —Mañana a primera hora iré al monasterio de Sant Esperit a llevarle el niño a su hermano, como fue su último deseo —anunció después Enriqueta.

      Salió del pueblo con las primeras luces del alba, despacio y con cuidado de que no le pasara nada al recién nacido. Emprendió el camino que discurría junto al barranco del Xocainet hacia la montaña. Y lentamente caminando en silencio acometió los tramos de suave pendiente avanzando entre pinos y algarrobos. Pasado un tiempo divisó en un claro los muros del monasterio, y cuando llegó hasta él se detuvo a contemplar la edificación. Enriqueta no había vuelto a visitar ese lugar desde que era pequeña, de cerca le pareció aún más grande e impresionante de lo que recordaba.

      El monasterio de Sant Esperit del Mont, edificado en el centro del Valle del Tolíu, había sido durante siglos convento de retiro espiritual franciscano por sus condiciones de lugar alejado del mundo. Pero había sufrido grandes transformaciones desde que fuera fundado allá por el año mil cuatrocientos por Doña María de Luna, esposa del rey de Valencia Martín el Humano. En los últimos años se había acometido una gran remodelación de la iglesia y una ambiciosa ampliación del convento, con la construcción de un nuevo claustro incluida, y se había creado una pequeña hospedería como centro de espiritualidad.

      Enriqueta se armó de valor y llamó a la puerta del monasterio usando la pequeña campanita que colgaba de ella. La respuesta se hizo esperar largo rato, pero al final apareció un monje ataviado con un sencillo hábito marrón y un cordón con tres nudos preguntando el motivo de la visita. Ella trató de explicarle como pudo la historia pero, de entrada, nada más ver a una mujer con un niño en brazos su actitud fue de lo más reticente. Le decía que aquello no era un hospicio ni una casa de huérfanos. Ante su negativa a escucharle, exigió por fin hablar con el hermano Alejandro, para quien portaba un importante mensaje de su hermana Teresa. Después de mucha insistencia, el monje la hizo finalmente pasar y le dijo que aguardara allí, en la entrada misma.

      Al traspasar aquella puerta tuvo la sensación de transportarse a otro universo, los gruesos muros del convento parecían tener aún mayor solemnidad e infundir más respeto. En aquel sitio se respiraba mucha paz y silencio absoluto, amén de algún ruido de pasos lejano, únicamente se escuchaban los sonidos propios de la naturaleza. El monje que le había abierto regresó entonces con Fray Alejandro, al que Enriqueta conocía de cuando eran pequeños y jugaba con los niños del pueblo.

      —¿Qué haces tú aquí? —le preguntó él nada más verla allí plantada con un niño pequeño con el mismo gesto de extrañeza que había puesto su compañero.

      —Buenos días Alejandro, lamento mucho tener que ser portadora de malas noticias —dijo con un nudo en la garganta—. Tu hermana Teresa murió anoche.

      Su semblante cambió de inmediato, mostrando una gran tristeza.

      —¿Cómo ha sido? —preguntó consternado.

      —Estaba muy enferma, ya lo sabes. Falleció después de dar a luz a este precioso niño, su cuerpo no pudo soportarlo.

      —¡Dios Bendito! ¿Este niño es suyo? Teresa nunca me dijo que estaba embarazada.

      —Llevaba el asunto con bastante discreción —confesó Enriqueta—, lo había tenido en pecado y sufría mucho por lo que podía pasarle a ella y al niño.

      Alejandro no salía de su asombro ante tales revelaciones, miraba a Enriqueta y al niño una y otra vez tratando de hallar respuestas a tantas preguntas.

      —¿Por qué lo habéis traído hasta aquí?

      —Tu hermana dijo antes de morir, ante numerosos testigos, que quería que os hicierais cargo de él. El pobre no tiene a nadie más en este mundo.

      —¿Cómo que no? Supongo que tendrá un padre.

      —Teresa jamás le dijo a nadie

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