Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

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Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros

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I

      El pequeño pueblo de Gilet, en el valle del Palancia, se asentaba sobre las estribaciones de las serranías de Porta Coeli y Náquera muy cerca ya de Murviedro, la histórica ciudad donde el río se encontraba con el mar. Aunque no muy conocido ni afamado lugar, se hallaba en un lugar privilegiado por ser una verdadera encrucijada de caminos. Unos unían Murviedro con el resto del valle para llegar a los cercanos municipios de Albalat, Estivella o Torres Torres; mientras otros caminos más difíciles y empinados subían al interior de la sierra conectando a su vez con pequeños pueblos como Segart, Náquera o Serra. Las casas y calles de Gilet surcaban desordenadamente la ladera de un pequeño cerro rodeado por dos barrancos: el del Xocainet y el de la Maladitxa. Se trataba de unas ramblas rocosas y agrestes que bajaban directamente de la montaña e iban a desaguar el agua de la lluvia en la próxima ribera del río Palancia.

      Este pueblecito de calles empinadas, casas encaladas, tierra rojiza y recodos rocosos era el hogar de Teresa, una muchacha joven de veinte pocos años que trabajaba como sirvienta para el marqués de Llançol. Su amiga y compañera Enriqueta llevaba varios días muy preocupada por ella. A pesar de su juventud, desde hacía unos años sufría unos dolorosos ataques de reuma que no dejaban de martirizarla. Y aunque los episodios más graves en ocasiones la obligaban a guardar reposo durante semanas, ella siempre trataba de sobreponerse. Había aprendido a convivir con el dolor y la mayoría de las veces hacía de tripas corazón y se esforzaba al máximo para cumplir sus obligaciones, aunque con ello se expusiera a recaídas más fuertes.

      De alguna forma u otra siempre lograba salir adelante, “la más guapa y dispuesta de todas las sirvientas”, le decía Enriqueta para animarla. Pero últimamente su deterioro era tal que no le había quedado más remedio que rendirse por completo. La enfermedad se había agravado considerablemente a raíz del embarazo y había ido a más en los últimos meses hasta tener que quedarse postrada en la cama casi incapaz de moverse.

      Desde su sucio colchón de paja, medio incorporada apoyándose en el cabecero de madera, observaba cómo Enriqueta se esforzaba por terminar el trabajo de costura que ella no había podido hacer durante el día. La jefa del servicio, doña Remedios, llevaba varios días haciendo la vista gorda con ella, pero esa misma mañana le había dicho que no podía seguir así, si no recuperaba el ritmo normal de trabajo tendría que marcharse. Si eso ocurría la pobre muchacha no tendría a dónde ir, aparte de un hermano recluido en un monasterio cercano no tenía más familia en el pueblo, y Enriqueta era la única persona en quien confiaba. Aquella tarde estaban las dos solas, en silencio, en aquella pequeña habitación pobremente iluminada por la tenue luz de unas velas.

      Enriqueta se acercó un poco hacia ella y Teresa le sujetó ambas manos. Al hacerlo no pudo evitar dejar llevarse por la emoción y las acercó suavemente a su rostro. Aquellas manos duras y desgastadas y a la vez tan delgadas y frágiles estaban siendo duramente castigadas por culpa de su invalidez. ¿Qué podía hacer ella para compensárselo? Al mirar a los ojos a Enriqueta, aquella abnegada amiga y fiel compañera en su sufrimiento, la única que siempre estaba ahí cuando la necesitaba, no pudo evitar que se le nublara la vista a causa de las lágrimas.

      —No llores más, por favor —le dijo Enriqueta también emocionada.

      Teresa prosiguió acariciándole las manos con delicadeza y se las acercó delicadamente a los labios para darle pequeños besos, era su forma de darle las gracias, tal vez lo único que en su penoso estado podía hacer. Enriqueta entendía perfectamente cómo se sentía su amiga y las últimas semanas, con un avanzado embarazo, los sentimientos estaban aún más a flor de piel y se había terminado acostumbrando a aquellos intensos arrebatos de ternura, culpa y desgarro emocional.

      —¿No crees que sería el momento de decirme de una vez quién es el padre? —le dijo mientras le secaba las lágrimas de los ojos—. Mira cómo estás. No es justo que cargues tú sola con las consecuencias.

      —Sí. Tienes razón —dijo Teresa con un hilillo de voz.

      Pero al ir a hablar, su rostro se contrajo de repente en una mueca de dolor y tuvo que agarrarse fuertemente a Enriqueta, una especie de descarga muy intensa le hizo retorcerse por completo. Apretó los dientes soltando un grito ahogado y después poco a poco fue destensándose volviendo a recuperar su postura inicial.

      —¿Estás bien Teresa? —le preguntó Enriqueta asustada.

      Su amiga no contestaba, abría y cerraba mucho los ojos y cogía mucho aire espasmódicamente.

      —Ya viene —dijo al fin con una voz desgarradora.

      Entonces vio la mancha de sangre que iba tomando forma en el vestido de Teresa y en las sábanas y empezó a entenderlo todo. Se puso muy nerviosa y se quedó bloqueada por completo, paralizada e incapaz de reaccionar mientras su amiga se retorcía de dolor una vez más.

      —Avisa a doña Flora. ¡Corre!

      El grito desesperado de Teresa le hizo por fin salir de aquel estado y se puso enseguida en movimiento. Le dio un beso y salió de casa después de abrigarse un poco prevenida por la caída de la noche.

      La casa de doña Flora, la matrona del pueblo, estaba a unos pasos de allí así que no tardó nada en presentarse ante la puerta. Por suerte era una buena amiga de ambas y en ese momento estaba en casa, se puso en marcha en cuanto Enriqueta le dijo que la necesitaban. Enriqueta lloraba y gemía con nerviosismo mientras le explicaba lo que había sucedido, y en su atropellado regreso a las habitaciones del servicio de los marqueses, Flora trató de tranquilizarla. Sin embargo la matrona no las tenía todas consigo, había estado siguiendo el delicado embarazo de Teresa y sabía que sería un parto complicado. Sus temores se confirmaron al instante en cuanto la vio desfigurada en la cama. Resollaba y se retorcía casi sin fuerzas. Empezó a prepararlo todo con su habitual diligencia, llenó barreños con agua templada y consiguió unos paños limpios y empezó a hacer su trabajo.

      A pesar de su delicada belleza, Teresa era una mujer fuerte y muy dura de carácter. Sabía perfectamente lo que le esperaba y llevaba tiempo preparándose mentalmente para sufrir los dolores del parto, pero el agónico trance al que se estaba enfrentando superaba cualquier registro anterior. Cuando llegó el momento de dar a luz su estado era lamentable y empeoraba minuto a minuto. Estaba literalmente agotada y solo las constantes punzadas de dolor que la atravesaban por dentro le hacían mantener la consciencia.

      Alentada por doña Flora, inspiró profundamente una vez más e hizo un último esfuerzo, el bebé entonces asomó y la matrona pudo tirar de él fuertemente para ayudarle a que saliera. La criatura reaccionó rápido a los primeros estímulos y rompió a llorar con todas sus fuerzas. Era un niño, muy pequeño, con la piel totalmente roja y una energía terrible que empezaba a mirar el mundo con unos enormes ojos negros.

      Al verlo por primera vez con la vista borrosa, a Teresa le invadió una placentera sensación de sueño y sintió cómo su cuerpo flotaba. Cerró los ojos y a su mente le llegaron imágenes de su propia madre cuidando de ella cuando era pequeña, unas imágenes que creía ya enterradas en lo más profundo de sus recuerdos.

      Los padres de Teresa eran originarios de Ademuz, un pueblo de Castilla del que habían emigrado muchos años atrás en busca de una vida mejor. Habían llegado a Gilet atraídos por las nuevas cartas pueblas que estaba otorgando el marqués de Llançol en sus dominios a nuevos colonos procedentes de Aragón, Cataluña y de Castilla —la expulsión de los moriscos unos años antes había supuesto un desastre demográfico en todo el valle del Palancia—. Estas tierras se otorgaban a los colonos en condición de enfiteusis, lo que conllevaba el pago anual al marqués de la quinta parte de las cosechas. El señor además se reservaba otros privilegios, como el monopolio sobre los molinos, el horno o la elaboración del vino y establecía

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