Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
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Formar parte de la Academia no estaba al alcance de cualquiera, el nuevo candidato tenía que ser propuesto por uno de los miembros y sus méritos eran valorados por todos los académicos en conjunto. En ciertos aspectos su funcionamiento era parecido al de una sociedad secreta, y este halo de misterio que le rodeaba le confería para los aspirantes un atractivo aún mayor si cabe. Salvador había descubierto, por ejemplo, que cada uno de los miembros debía elegir un nombre en clave con el que se participaba en las diferentes actividades y seminarios. Los de sus miembros principales eran Didascalus (Íñigo), Euphyander (Corachán) y Phylomusus (Tosca).
Tosca propuso el ingreso de Salvador cuando éste cumplió los quince años a modo de regalo de aniversario. Ese día se inició un largo proceso que concluiría con la prueba definitiva delante de todos los miembros de la Academia. Cada miembro propuesto para un nuevo ingreso, debía hacer una exposición sobre un tema de gran relevancia científica. De esta forma, el resto de miembros comprobaban los méritos que se le suponían al aspirante para merecer el derecho de ser admitido. Llevaba meses preparándose la exposición que iba a realizar sobre la materia que había escogido. Aconsejado por Tosca, eligió un tema que le apasionara y tuviera suficientemente dominado para que aquel día no cometiera ningún fallo grave. Había ensayado mil veces ese discurso hasta tenerlo casi interiorizado, pero aun así el día que iba a pronunciarlo estaba hecho un manojo de nervios. A pesar de que su mentor había tratado de prepararle mentalmente para ese momento, nada de eso pudo calmar su inquietud. El pánico era inevitable al enfrentarse a un momento trascendental en su vida y Salvador presumía que ese lo era, pues estaban en juego su valía, su reconocimiento, y por encima de todo que su maestro se sintiera orgulloso de él.
Nadie de su familia sabía nada de aquello, ni debían saberlo, simplemente no lo entenderían. Era un mundo demasiado alejado del suyo. Su tío, con el que convivía sin apenas coincidir en casa, sabía de sobra que le interesaban mil veces más las clases del padre Tosca que la práctica del negocio que se suponía que debía empezar a asimilar. Pero él era un hombre indulgente, toleraba su pasión por el estudio porque pensaba que tampoco le podía hacer ningún mal. En su mente aburguesada también había espacio para la cultura, e incluso la idea de que el chico estudiara con los jesuitas había partido de él. Con su padre era diferente, el hecho de ingresar en la escuela de matemáticas ya le había parecido una extravagancia fuera de lo normal. No tenía desde luego el menor interés en que su hijo dedicara su vida al estudio, tenía responsabilidades más importantes que atender.
Su primera impresión al situarse en un pequeño estrado frente al concurrido grupo de miembros de la Academia, fue que iba a ser juzgado por un tribunal muy severo. Se le secó la boca totalmente y de repente las letras y los números empezaron a amontonársele en la cabeza. Tuvo que tomar aire varias veces para empezar a centrarse. Para alivio suyo fue el padre Tosca el que empezó a hablar, hizo una breve introducción en la que relataba sus méritos y las razones por las que había decidido proponer su ingreso, y a continuación le dio unas tranquilizadoras palmaditas en la espalda instándole a que empezara su exposición. Había repasado tantas veces las palabras que quería decir, que solo con conseguir relajarse un poco éstas empezaron a salirle con relativa fluidez.
—Recuerdo la primera clase magistral que recibí de mi maestro el padre Tosca —empezó—. No fue sin embargo en ningún aula, biblioteca o sala de estudio. Estábamos al aire libre soportando el frío de diciembre en un balcón privilegiado de la ciudad. Era una preciosa noche estrellada y mi maestro empezó a explicarme cómo se podían comprender y estudiar las maravillas del universo con ayuda de las matemáticas. Fue entonces cuando conocí por primera vez este artilugio.
A continuación extrajo de su bolsillo un pequeño cristal de vidrio y se lo mostró al público que se acercó a mirarlo de cerca con curiosidad. Todos sabían perfectamente lo que era, una lente de aumento.
—Sé que para todos ustedes es un objeto cotidiano, pero entenderán que para mí la primera vez que lo utilicé me resultara algo sumamente fascinante. Como quise indagar más en la maravillosa naturaleza de este objeto, pronto me lancé a avasallar a preguntas al padre Tosca.
Dicho comentario provocó una pequeña carcajada en alguno de los asistentes.
—Por suerte para mí, me encontré con que la óptica es uno de los temas favoritos de mi mentor, de modo que lo tuve fácil para profundizar en la materia. Fue así como empecé a interesarme sobre el asunto del que va a versar mi exposición de hoy. Pues la naturaleza matemática que subyace tras esta maravilla de la técnica no es otra que la apasionante rama de la geometría, y por extensión la del álgebra.
Salvador empezó a extender unos papeles que se había traído llenos de fórmulas y dibujos para ayudarse en su exposición.
—Los avances en el campo de la óptica van ligados al de la geometría unívocamente, y hoy por hoy podemos congratularnos del maravilloso descubrimiento que quiero presentar aquí ante ustedes, que ha sido posible gracias al maestro francés René Descartes, por todos conocido.
Sostuvo en el aire una lámina que contenía una representación cartesiana de unas curvas, eran como dos círculos un poco achatados, uno era más pequeño y estaba dentro del más grande, no eran concéntricos aunque sí estaban centrados sobre el mismo eje.
—Señores, les presento el óvalo de Descartes.
Todos se aproximaron para poder ver el dibujo más de cerca.
—Podría definirse como dos curvas, una interior a la otra, que se obtienen como el lugar geométrico de los puntos cuya suma o diferencia de las distancias de un punto a un foco multiplicada por una constante, más la que hay hasta el otro foco multiplicada por otra constante, se mantiene constante.
Desveló entonces un nuevo papel que contenía una fórmula remarcada en trazos gruesos.
—Y lo más maravilloso de todo es que el propio Descartes halló la fórmula matemática que describe perfectamente la relación entre estas dos curvas.
—Como comprenderán —continuó—, no pude evitar sentirme perplejo ante la maestría de este gran genio del álgebra. Pues ha sido él en su obra La Geometrie el que ha establecido los fundamentos modernos de esta materia. Desde la más sencilla ecuación de la recta hasta esta maravilla. Y así, el álgebra y la geometría nos llevan hasta la óptica, pues el propio Descartes empezó a constatar la utilidad del descubrimiento de esta curva en la fabricación de las lentes.
Salvador respiró aliviado, ya estaba, ya lo había soltado, ahora solo faltaba que el discurso hubiera estado a la altura. Esperó unos segundos allí quieto que le parecieron eternos y entonces, uno detrás de otro, todos los asistentes irrumpieron en un sonoro aplauso al candidato, le felicitaron y le dieron la bienvenida como miembro de pleno derecho de la Academia. Escogió el nombre en clave de Paracelsus.
Llevaba varios años inmerso en un bonito sueño del que no deseaba despertar jamás. Tras el éxito abrumador de su intervención en la Academia se consideraba a sí mismo un auténtico privilegiado, a sus quince años estaba viviendo una auténtica revolución en múltiples áreas del conocimiento codeándose con la élite de la difusión de estas disciplinas. Era algo a lo que jamás habría