Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
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En su primer día, el propio director de la institución le presentó al que iba a ser su tutor, un cura de nariz puntiaguda, ojos saltones y calva reluciente llamado Fermín. Éste le acarició el pelo y le dio un par de cachetes en la mejilla con una confianza que no venía a cuento y le llevó hasta la clase en la que se impartían las principales materias. Al entrar por la puerta de la mano de aquel cura sobón las miradas de otros ocho chicos, todos con cara de muy espabilados, se clavaron en él de repente. Fermín pronunció su nombre en voz alta y se los fue presentando uno a uno con gran parsimonia, Salvador quiso morirse de la vergüenza.
Terminados los prolegómenos, le pidió que tomara asiento y su instinto le guió hasta uno que había libre en la última fila. Desde aquel día compartió pupitre con Narcís y Miquel, un par de zoquetes con menos interés por estudiar que un cangrejo por la filosofía china. El padre Fermín lanzó una pregunta al aire.
—¿Quién sabe decirme a qué se refiere la cuestión de la indivisibilidad del alma?
¿La indivisibilidad de qué? ¿De qué narices estaba hablando? Se preguntaba Salvador mirando al resto de la clase con perplejidad. Para su sorpresa, un alumno de la primera fila levantó la mano con decisión. El maestro dio un poco más de tiempo por si alguien más se animaba, pero nadie hizo ni siquiera el amago.
—¿Y bien Serafín? —preguntó al alumno aventajado.
—El alma tiene el ser de una sustancia y recibe el cuerpo en la comunión de su propio ser… —empezó a recitar.
Mientras Salvador asistía con cierto pasmo a semejante verborrea, Narcís y Miquel empezaron a reírse por lo bajo. Salvador les miró con cara rara, sin saber muy bien de qué se reían.
—Habla como los antiguos —le susurró Narcís.
Salvador no le hizo mucho caso. No se estaba enterando de nada, pero no le parecía tampoco muy prudente burlarse de nadie en su primer día de clase.
—Muy bien Serafín, excelente —le felicitó el profesor.
—El que mejor ha indagado en esta materia es el gran Santo Tomás de Aquino —prosiguió Fermín—. ¿Alguien se acuerda de lo que decía?
¡Toma ya! Ahora había que parafrasear a un santo de memoria, ni más ni menos, así sin preámbulos ni leches. Esta vez no le sorprendió tanto que, una vez más, Serafín fuera el único que levantara la mano solícito.
—El cuerpo no está unido al alma accidentalmente porque el mismo ser del alma es también ser del cuerpo, siendo, por tanto, común a los dos. El alma comunica el mismo ser con que ella subsiste a la materia corporal, y de ésta y del alma intelectiva se forma una sola entidad, de suerte que el ser que tiene todo el compuesto es también el ser del alma. Lo que no sucede en las otras formas no subsistentes. Por esto, permanece el alma en su ser una vez destruido el cuerpo, y no, en cambio, las otras formas. Lo que por esencia compete a una cosa es, evidentemente, inseparable de ella; y el ser le compete por esencia a la forma, que es acto.
Y lo soltó así sin pestañear ni nada, repetía las palabras una detrás de otra como un papagayo bien adiestrado. Miquel y Narcís volvieron a partirse de la risa, esta vez sí ganándose una pequeña reprimenda de Fermín. Salvador, por su parte, asistía a aquella primera clase asombrado como el que presencia un raro espectáculo por primera vez en su vida. No es que aquello le pareciera especialmente gracioso, pero el cateto tenía razón, aquel chico era un petulante de mucho cuidado.
La mayoría de las clases de Fermín versaban sobre cuestiones teológico-filosóficas de este tipo, como la indivisibilidad de cuerpo y alma, la omnipotencia de Dios o el camino recto del hombre hacia la virtud. Su otro tema preferido era el misticismo y toda su recua de seguidores, una suerte de alucinados que vivían en permanente estado de trance, o “éxtasis” cuasi-divino como ellos preferían llamarlo. A Salvador siempre le pareció que había una línea muy estrecha entre estos comportamientos y otros más propios de la locura, pero claro, no era lo mismo ver a Dios que imaginarse dragones de siete cabezas.
Pronto se dio cuenta de que el tema era lo de menos, la conclusión era siempre la misma: la clase nunca avanzaba. La mitad de los alumnos no entendía ni jota de lo que estaba diciendo y la otra mitad se conformaban con no dormirse, la pedantería de Serafín terminaba aburriendo hasta al propio Fermín. Si de algo le sirvieron esas lecciones fue para perfeccionar su lectura y comprensión de textos densos e ininteligibles. Leían mucho, a todas horas, sobre todo versículos de la Biblia y todo tipo de textos religiosos en latín. No es que Salvador fuera mal estudiante, pero tampoco parecía destacar en nada, podría decirse que tenía la motivación suficiente para cumplir el expediente, sin más. Claro que eso fue antes de conocer al padre Tosca.
El feliz encuentro se produjo gracias a la obsesiva fijación suya por las estrellas. Puesto que el padre Fermín no parecía muy proclive a tratar ese tipo de materias, un buen día decidió hacer una visita a la biblioteca del colegio. Pensó que tal vez allí encontraría alguna clase de respuesta a sus preguntas.
Los jesuitas tenían una de las mejores bibliotecas de la ciudad, en una sala rectangular enorme guardaban toda clase de libros meticulosamente clasificados en formidables estanterías que llegaban hasta el techo. El problema era que no sabía muy bien por dónde buscar, puesto que las materias sobre las que trataban eran muy diversas y algunos pesados volúmenes parecían llevar allí cientos de años acumulando polvo. Rebuscar entre ellos uno a uno iba a ser una tarea descomunal, pero eso no le arredró, siguió buscando hasta que sus pasos se cruzaron con los de un cura que estaba colocando algunos libros en una de las estanterías.
A simple vista parecía un sacerdote más, llevaba la misma sotana larga y negra, en su caso cubierta por una capa también negra para protegerse del frío, y su perfil largo y esbelto contrastaba con las formas redondas y achatadas del padre Fermín. Su piel cetrina, sumamente tersa, revelaba que posiblemente fuera uno de aquellos profesores que pasaban largas horas encerrados entre sus libros. Sin embargo su mirada de grandes ojos oscuros era muy viva, y esa perilla perfectamente recortada en su rostro fino y alargado de frente despejada, le confería un aire muy particular.
—¿Puedo ayudarte jovencito? ¿Buscabas algún libro en particular? —le preguntó.
Dudó por un momento qué respuesta darle, pero la familiaridad con la que había hablado le incitó a revelarle su verdadero propósito.
—Busco un libro que hable sobre las estrellas.
—¿Por qué buscas entre los volúmenes de teología?
—¿Acaso no son las estrellas una obra de Dios? —le soltó Salvador.
La obviedad pareció resultarle algo cómica, pues sus labios amagaron una fugaz sonrisa
—Por supuesto. Sí, los textos sagrados están llenos de respuestas e importantes revelaciones. Pero creo que tu curiosidad va mucho más allá de los hechos irrefutables.
Salvador permaneció en silencio mientras el cura escrutaba sus ojos con la mirada. ¿A dónde demonios quería llegar? ¿Iba a ayudarle o no?
—Estrellas, estrellas, estoy de acuerdo contigo, son fascinantes —prosiguió—. Me recuerdas mucho a mí cuando tenía tu edad. Si me permites un pequeño consejo, antes de llegar