Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

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Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros

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en pie. Tomasa no había variado ni un ápice su rutina diaria, se despertaba con la primera luz del día para empezar su interminable jornada laboral. Fineta también debía hacerlo, para poder vender las verduras a buen precio en el mercado había que llegar pronto, y había casi una hora de camino hasta allí.

      En la alcoba compartida, Francesc y Pinyol roncaban a pierna suelta, nada ni nadie parecía poder perturbar ese sueño profundo. Mientras, Tomasa trataba de que Guillem se bebiera una infusión de romero. El chico daba pequeños sorbos del brebaje caliente entre aspavientos, su cara era todo un poema. Ver a un hijo enfermo era lo más cruel y doloroso a lo que se podía enfrentar una madre. Sin embargo ella no se quejaba, apenas si decía nada. Únicamente rezaba mucho a diario, solo derramaba alguna lágrima si estaba a solas, delante de sus hijos siempre ponía su mejor sonrisa.

      —No sé para qué te molestas madre —le dijo Fineta.

      —No vuelvas a decir eso ni en broma —la amenazó muy seria.

      —Solo digo que deberíais dejarle un poco tranquilo.

      —No hija no, no pienso darme por vencida, nunca. Ni con él ni con ninguno de vosotros, eso que te quede bien claro —sentenció su madre.

      Fineta contempló con desgana el montón de alcachofas que tenía preparado junto a la puerta, la cosecha que Pinyol le había traído la tarde anterior. Podía ser mejor, pero menos daba una piedra.

      —¿Qué vas a hacer con Guillem? —le preguntó su madre.

      —¿Es que no puede quedarse en casa?

      —¿Con ese par de melones? ¡Ni hablar!

      Se refería obviamente a Pinyol y a su hermano, ciertamente era poco sensato contar con ellos.

      —¿Y yo qué quieres que le haga madre?

      —Dile a tu amiga Pepita que esté pendiente de él mientras estés fuera.

      —¿No nos deben ya demasiados favores?

      —Es lo que hacen los buenos vecinos.

      Fineta tenía la sensación de que eran los únicos en quienes podían confiar, y a veces ni eso. ¿Por qué sería que cuando la gente se hacía mayor se volvía tan aprensiva y desconfiada? De pequeñas eran uña y carne, se lo contaban todo, pero ahora sentía que irremediablemente les empujaban a construirse una coraza para protegerse de rencores y envidias, prejuicios y despiadada crítica. Seguían siendo buenas amigas, a pesar de todo, para las dos era un gran consuelo pensar que aún se tenían la una a la otra.

      En casa de Pepita también se madrugaba mucho, desde antes de que cantaran los gallos toda la calle quedaba inundada por el agradable aroma del pan recién hecho. El tío Cargol ya no vendía caracoles en la plaza, estaba ya un poco mayor y ninguno de sus hijos quería hacerlo, pero seguía teniendo unas manos prodigiosas para amasar pan. Llamó a la puerta tímidamente y apareció un muchacho alto con dos brazos como dos troncos de olivo y las manos y el delantal cubiertos de harina. Era Simón, el hermano mayor de Pepita.

      —¿Qué quieres? —le soltó con brusquedad.

      —¿Está Pepita? —preguntó ella sin más.

      Se le quedó mirando unos segundos y después giró la cabeza hacia el interior de la casa.

      —¡Pepitaaa! —dijo a viva voz.

      Dejó la puerta abierta y regresó a sus quehaceres del horno sin mediar más palabra. Pepita también estaría trabajando, preparar el pan y la repostería a diario era una tarea que involucraba a toda la familia, con más razón cuando sus padres estaban cada vez más mayores y necesitaban ayuda para hacerlo. Apareció a los pocos minutos con una pequeña bandeja entre las manos.

      —¿Has desayunado? —le preguntó.

      —Acabo de hacerlo, pero…

      —Toma, prueba uno de éstos, están recién hechos —le interrumpió poniéndole delante una bandeja surtida de pastelitos de calabaza.

      El bocado era todo un deleite para el paladar, le sonrió mientras lo saboreaba llena de agradecimiento.

      —Muchas gracias Pepita, pero yo venía a pedirte otro favor.

      —Tienes que ir al mercado, no me digas más —adivinó ella.

      —Sí. ¿Podrías ir de vez en cuando a echarle un vistazo a Guillem?

      —Claro que sí, faltaría más. ¿Qué tal está? —se interesó su amiga.

      —Tiene días, pero… hoy no tenía muy buena cara.

      —Bueno, pues descuida que yo estaré al cargo.

      —No sabes cómo te lo agradezco. Siento tener que pedírtelo, de verdad. No iba a hacerlo, pero ya sabes cómo se pone mi madre.

      —No digas tonterías que a mí no me cuesta trabajo, así tengo excusa para escaquearme de vez en cuando —le dijo ella con una sonrisa—. Y venga, no te entretengas más que se te hace tarde.

      —¡Fineta! —le dijo cuando ya se iba—. Coge otro para el camino.

      Regresó a su casa y todo seguía igual, en silencio, las alcachofas seguían ahí esperándola. La mayoría de huertanos y agricultores tenían buenos carros, burros y mulas para llevar a vender la cosecha pero ella tenía que arreglarse con medios más rudimentarios. Las cargó en una carretilla de mano y las aseguró bien con una fina manta y un cordel de esparto. Suerte que la carga no era muy pesada, arrastrarla por aquellos caminos bacheados sorteando huertas y acequias era un trabajo agotador.

      Con el sol ya despuntando en el horizonte con toda su claridad, empezó a divisar frente a ella las murallas de la ciudad. Al pasar por el puente de la Trinidad, Fineta se detuvo al borde de los muros de piedra; le gustaba contemplar las orillas del río desde allí arriba. Parecía mentira que aquel remanso de aguas tranquilas, de apenas dos palmos de profundidad, fuera capaz de amenazar a una ciudad tan bien protegida como Valencia. Si no fuera porque ella ya lo había visto una vez con sus propios ojos, diría que aquello era del todo imposible. La mayor parte del tiempo era así, diminuto en comparación con el enorme cauce de piedra que lo enmarcaba a su paso por la ciudad. La gente solía bajar a diario a sus orillas a bañarse o a lavar la ropa, incluso en invierno, a excepción de los días más fríos y húmedos. Se detuvo allí apenas un minuto, la gente que venía de los pueblos del norte a comprar o a vender confluía en ese puente y el de Serranos, y ya empezaba a formarse cola.

      Los mercados siempre fueron uno de los puntos de reunión más importantes para cualquier sociedad. Y no solo por el hecho de ser la arteria de la economía y la subsistencia de todo núcleo habitado; todo el mundo sabía que para enterarse de todos los chismes y bulos que recorren la ciudad, solo tenía que pasar un rato en el mercado. Los tenderos preparaban ya sus puestos de madera y lona y disponían los productos con la misma ilusión de todos los días, era el momento de hacer tratos con ellos. Pero el hecho de ser un mercado tan grande y bien abastecido complicaba siempre un poco las cosas, había que cultivar mucho el trato con la gente. Si tratabas de primeras con un desconocido, por naturaleza iba a tratar de engañarte y a desconfiar de tus productos. Por eso Fineta siempre acudía al mismo vendedor, Toni Meravelles, simple y llanamente porque era con el que habían tratado siempre su madre y su abuela y esa confianza era primordial. Le llamaban así porque

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