Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
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—Ya basta Salvador, si dices que te crea te creeré, pero ya puedes ir quitándotelo de la cabeza.
Salvador no pudo evitar sentirse sumamente decepcionado.
—Una criada nunca llevará mis joyas ni aunque se casara con el mismísimo rey de Francia. Y no quiero volver a oírte hablar de este tema, ¿está claro? —añadió.
Salvador asintió y se dispuso a marcharse entristecido y sin entender cómo había podido ir todo tan mal para acabar llevándose semejante regañina.
Era domingo, y como todos los domingos Fineta tenía que encargarse de vestir y arreglar convenientemente a Salvador para ir a misa. Aquel día Salvador estaba triste y arisco, algo no muy propio de su carácter, pero por más que ella le preguntaba cuál era la razón de su enfado él se negaba a contestar. Cuando hubo terminado de vestir al niño con sus mejores galas, medias blancas, camisa nueva con lazo, casaca de seda y zapatos relucientes, Salvador le cogió de la mano y le pidió que le acompañara. Cruzó con ella el pasillo y se internó en la gran alcoba de los condes.
—¿A dónde me llevas Salvador?
—Confía en mí —le dijo.
Fineta se resistía a entrar allí, era uno de los pocos lugares de la casa en los que no había estado. No es que lo tuviera prohibido, su madre era requerida en muchas ocasiones para limpiar o asumir algún encargo de doña Vicenta, pero en aquel preciso momento dudó que pudiera recurrir a ninguna excusa para profanar aquel espacio privado. Pero el niño tiraba de ella con insistencia, y a la vez una poderosa fuerza le llamaba y le incitaba a descubrir los secretos que guardaba aquella habitación.
El primer vistazo a la estancia no le defraudó, jamás había soñado que pudiera existir un lugar así. Las paredes estaban recubiertas de exquisito terciopelo rojo, alternado con impresionantes marcos y columnas de madera finamente trabajada. Las cortinas, igualmente rojas y de magnífica factura, vestían a la perfección los enormes ventanales que se alzaban desde el suelo hasta el techo llenando de luz toda la estancia. Presidiéndolo todo estaba la impresionante cama de los condes, con sus cuatro patas elevándose cual si fueran columnas de catedrales y un cabecero delicadamente tallado en madera con relieves rematados en oro imitando el retablo mayor de una iglesia. La colcha y el tapizado de las sillas y de los dos taburetes que estaban puestos a los pies de la cama eran, por supuesto, también de terciopelo rojo, a juego con todo lo demás. Coronando la cama, en la pared, había tres preciosos cuadros, dos más pequeños a los lados y uno más grande en el centro, con tres representaciones diferentes de la Virgen portando al niño en sus brazos.
Pero ahí no acababa todo, cada rincón que recorría con la vista le descubría más y más maravillas, en uno de los lados se hallaba una suntuosa mesa de madera con el complemento del lavamanos de reluciente oro y plata. En el otro lado el conjunto era no menos espectacular, con un precioso tocador trabajado todo en madera con relieves y detalles de recreación admirable. Por encima de él, en la pared, colgaba un enorme espejo que casi abarcaba un cuerpo entero y que estaba enmarcado todo en magníficos dorados. Fineta, al verse allí reflejada, no pudo por menos que sentir vergüenza de sí misma, su imagen no era merecedora de aquel marco de irreal fantasía. Por último, en la pared enfrentada al cabecero de la cama se hallaba la chimenea, cuya elegancia y proporciones solo rivalizaban con la imponente talla que presidía el comedor.
Una vez hubo recorrido todo, los ojos se le fueron al vestido de seda que la condesa iba a ponerse ese día y estaba preparado en un pequeño pedestal de madera. La tela tenía un tacto exquisito, intercalando los amarillos y azules con un laborioso bordado.
—¿Te imaginas que yo pudiera ponerme uno así Salvador? —dijo ella fantaseando.
Él no contestó, pero su simple sonrisa le bastó para satisfacerla. El niño se movía por allí como pez en el agua y sus ojos, como los de ella, eran el reflejo de la pura emoción. Pero Fineta tardó apenas un segundo en despertar de aquel sueño imposible y peligroso cuando vio cómo el niño iba demasiado lejos. De pronto, abrió con decisión uno de los cajones del tocador de su madre y sacó un cofrecillo de plata en el que sabía que tenía guardadas algunas joyas.
—¿Pero qué haces, estás loco? —le dijo Fineta al borde de la histeria.
—Mi madre me ha dado permiso —mintió—. Hablé con ella esta mañana y me dijo que podías coger alguna cosa prestada siempre y cuando lo devuelvas después de la boda.
—¿Estás seguro? —le preguntó ella turbada.
Fineta estaba desconcertada por la actitud del niño, pero nunca le había visto mentir ni obrar con maldad. Vaciló aún un poco antes de atreverse siquiera a acercarse a aquellas joyas.
—Salvador, por Dios, que no quiero que nos metamos en un lío —le dijo muy seria y preocupada.
Pero él demostraba una increíble naturalidad en todo lo que hacía.
—Sí, mira a ver qué es lo que más te gusta —le dijo mientras comenzaba a extraer algunas joyas del recipiente.
Se acercó dubitativa al magnífico cofre plateado rematado con piezas de oro en forma de rombos, tanto brillo y esplendor le había dejado tan anonadada que sintió de nuevo la llamada del precioso metal. Empezó a coger suavemente una de las piezas que le llamaron poderosamente la atención, nada menos que unos preciosos pendientes de finos encajes de oro que adornaban una perla rosada en el centro. Se atrevió a acercárselos a los lóbulos de sus orejas, simulando que los tenía puestos, y al verse reflejada en el gran espejo sintió toda la magia y el poder que irradiaban.
—Creo que estos me quedan realmente bien, ¿verdad?
Salvador asintió maravillado.
—¿Pero qué estamos haciendo? —dijo de pronto.
Los depositó de nuevo a toda prisa en el cofre como si le quemaran en las manos.
—Si tu madre quiere ofrecerme algo de esto prefiero que lo haga ella misma. Y además, aunque lo hiciera no puedo aceptarlo —suspiró.
—Imagínate la cara que pondría tu novio al verte con ellos puestos —le dijo Salvador arrancándole de nuevo una sonrisa.
Fineta siguió fantaseando un rato con la idea de poder llevarlos alguna vez puestos, pero poco a poco la sensatez fue volviendo a su cabeza, sabía que era una locura haberse atrevido siquiera a acercarse al dormitorio privado de la condesa y había que salir cuanto antes de allí.
—Muchas gracias Salvador, ha sido un detalle precioso, pero ya te he dicho que no puedo aceptarlo. Y no insistas más por favor, tenemos que irnos.
Le ayudó a cerrar el cofrecillo y lo dejó con cuidado en el mismo sitio en el que estaba, cerrando el cajón con precaución. Pero con la emoción del momento ninguno de los dos se había percatado de que la Urraca y doña Vicenta les estaban mirando desde el marco de la puerta, cuando llegaron aún tenía el valioso cofre entre sus manos. La expresión de Carmina era una mezcla de su habitual gesto de severa reprobación y una interna satisfacción, mientras que doña Vicenta estaba totalmente boquiabierta y petrificada, como si acabara de encontrarse frente a frente con el mismísimo satanás.
—¡Lo sabía! Maldita desgraciada, querías robarme en mi propia casa, delante de mis narices —le dijo escandalizada.