Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros страница 7

Автор:
Серия:
Издательство:
Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros

Скачать книгу

      —¿Me ha parecido oír que hablabais de la excelente factura de sus tejidos? Señores, no escatimen en halagos, he oído que tenéis un encargo del mismísimo rey —dijo el conde de Cardona entrando de lleno en la conversación.

      —Es cierto, su majestad nos ha encargado unas telas para un fabuloso vestido de la reina —contestó don Pedro con orgullo—. He de decir que su diseño es uno de los secretos mejor guardados de España.

      Varios enarcaron las cejas al escuchar el comentario al tiempo que sorbían sus copas de vino, su suegro Paco se quedó totalmente impresionado.

      —En fin, ¿qué se dice de la corte de Madrid, tú que te prodigas mucho últimamente por allí? —le preguntó don Pedro al conde de Cardona cambiando de tema.

      —Pues lo de siempre, que el rey es muy bueno y noble pero muy simple y lo manejan unos y otros, ya sabéis.

      —Cuéntanos, ¿de dónde soplan los vientos ahora? —preguntó Marcos, el primogénito de los Barona, interesándose en la conversación.

      —El que hace y deshace es el conde de Oropesa, se dice que el pobre infeliz está intentando poner orden en la economía y la hacienda real, aunque dudo que pueda hacer mucho. Entretanto a la reina francesa le achacan que no pueda engendrar herederos y han puesto el asunto en manos de autoridades eclesiásticas para ver si se “alumbra” el milagro.

      Esto último lo soltó con algo de mofa y todos se rieron de buena gana. Las miserias de aquel rey inútil e inválido eran la comidilla de todo el reino.

      Alrededor de la una y media de la tarde los comensales estaban ya dispuestos en sus asientos y empezaron a desfilar las bandejas con capón asado y embutidos que iban a degustarse como primer plato para abrir el apetito. Después seguirían con un tradicional arroz caldoso con pato, legumbres y verduras que llevaba bullendo en el fuego toda la mañana.

      Pero ni siquiera cuando sacó la última cazuela de la lumbre Tomasa pudo descansar, aquello no había hecho nada más que empezar. Los cacharros sucios se habían ido amontonando durante la mañana, y empezaba a llegar de vuelta la vajilla que ya había sido utilizada. Fineta nunca hubiera imaginado que el trabajo de su madre fuera tan terrible, a ella empezaban a dolerle ya todos los huesos y llevaba allí apenas unas horas a un ritmo mucho menor. Por supuesto no había tiempo para comer, para eso tenían que esperar a tener todo el trabajo terminado.

      —¡Cuidado con esos platos! —le gritó de súbito su madre poniendo el grito en el cielo—. ¿Sabes lo que pasaría si se rompiera uno solo de ellos?

      Fineta se quedó quieta y muy pálida y no dijo nada, no quería ni imaginárselo.

      —Yo solo quería ayudar.

      —Deja eso que me vas a matar del disgusto. Mira, hazme este favor, acércate al comedor y vigila que no le falte de nada al hijo de los condes, solo nos faltaba que empezara otra vez a llorar.

      Fineta no opuso problema alguno a escabullirse de nuevo, le entusiasmaba la idea de poder asistir de cerca a la importante comida que ofrecían los condes con tantos invitados de excepción. Nadie, salvo la Urraca que le clavó su típica mirada de reprobación, reparó en ella tampoco esta vez mientras dirigía sus pasos en silencio hacia la zona infantil. Cada vez que regresaba a la compañía de Salvador, más se encariñaba del pequeño hijo de los condes. Bueno, dócil, juguetón y tan agradecido, ¿cómo no iba a hacerlo?

      —Hola Salvador, ¿tienes hambre? —le preguntó en voz baja.

      El pequeño le dedicó unos indescifrables gorgoritos y alargó sus manitas reclamando su atención.

      —Qué suerte tienen los señores de que hoy esté yo aquí, ¿verdad? —le dijo al pequeño mientras lo cogía de nuevo en brazos.

      A los niños los habían sentado aparte en un rincón en una mesa más pequeña, y también les fueron llenando los platos con abundancia. Eran todos sobrinos de los condes por la rama familiar de doña Vicenta y formaban un grupo bastante numeroso puesto que el patriarca Paco, el conde de Barona, había tenido cuatro hijos y dos hijas y todos ellos habían traído ya niños al mundo. Fineta se olvidó de ellos y centró toda su atención en Salvador. Se situó en una esquina y empezó a darle pequeñas cucharaditas de sopa. El niño no puso reparos, acababa de salir del destete y ya comía de todo con avidez, viéndolo tan sano y robusto no pudo evitar pensar en lo poco que se parecía a su hermano pequeño Guillem, que a sus siete años seguía siendo un flacucho enclenque. Poco a poco empezó a tomarse más y más confianzas con el niño, le hacía carantoñas, le besaba y le abrazaba mientras sus primos le miraban de vez en cuando de reojo con altivez y desprecio. Sabía que quizás se estuviera excediendo, pero ese día nadie iba a decirle nada porque nadie reparaba en ella ni en los demás niños.

      Entretanto, se entretuvo escuchando los retazos de conversación que le llegaban de la mesa de los adultos. El tema del día no era otro que la desgraciada muerte de la pequeña María Asunción. El sacerdote Ramón Ceres, un hombre muy voluntarioso, llevaba casi siempre el peso de la conversación y se hartó de pronunciar discursos. Era muy joven y llevaba muy poco tiempo en la recién fundada parroquia de Benimaclet, pero estaba decidido a involucrarse activamente en todos los asuntos de sus feligreses, especialmente tratándose del caso de la hija de don Pedro y doña Vicenta.

      —He oído, padre, que tiene grandes proyectos de futuro para la parroquia —le decía Marcos, el hermano de Vicenta.

      —Así es, quiero remodelar por completo la pequeña ermita y construir una verdadera iglesia con su campanario.

      —¡Virgen Santa! Con perdón padre —exclamó la condesa de Cardona—. En un pueblo tan pequeño eso debe ser costosísimo.

      —Desde luego, pero estoy seguro de que contaremos con mucha ayuda para llevar la empresa adelante.

      —Diga que sí padre, gente como usted es la que hace falta para agrandar la obra de Dios en este mundo corrupto. Cuente con una donación generosa de nuestra parte —dijo la condesa de Cardona animándole con brío.

      Era una mujer que casi siempre gritaba mucho cuando hablaba y hacía grandes gestos grandilocuentes con las manos, Fineta observó cómo doña Vicenta se iba poniendo más y más nerviosa cada vez que la oía decir algo.

      —Nosotros haremos una aportación mucho más que generosa para la causa, ¿verdad, querido? —soltó por sorpresa dirigiendo la mirada a su esposo.

      Don Pedro estuvo a punto de atragantarse con el vino al escuchar semejante afirmación, pero evidentemente no era el momento de contradecir a su esposa.

      —Por supuesto, por supuesto, cuente con ello padre —dijo con fingida sonrisa.

      —Magnífico, su generosidad me tiene abrumado —les decía el cura agradecido—. Se dirán muchas misas en su honor cuando el templo esté terminado, ténganlo por seguro.

      —Y quiero que se diga una cada cabo de año como homenaje a mi hija pequeña, a la que asistirá todo el pueblo —añadió Vicenta.

      —Así se hará señora.

      Entre alborotos y discusiones y muchos ruegos y plegarias, cuando ya todos estaban terminando el almuerzo, Salvador se había quedado dormido en los brazos de Fineta. Ella lo volvió a dejar discretamente en la cuna y regresó a la cocina para ayudar a su madre a terminar de recogerlo todo.

      Los

Скачать книгу