Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

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Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros

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le agarró muy fuerte de la mano y siguió avanzando con paso decidido sin parar de sonreírle.

      —Ya está, ya hemos llegado —le dijo poco después.

      —¿Este es el sitio al que me querías llevar? ¿A la playa?

      —Sí —contestó él—, no me dirás que no es bonita.

      —Sí pero… ¿a qué se supone que hemos venido? —le preguntó ella algo decepcionada.

      —Ahora lo verás —le dijo Pinyol.

      Y acto seguido empezó a despojarse de las alpargatas y de su vieja camisa gris de hilo grueso.

      —¿Qué estás haciendo? —le preguntó.

      —Quitarme la ropa, ¿no lo ves?

      —¿Estás loco?

      —Venga Fineta, ¿es que ya no te acuerdas de cuando veníamos aquí a bañarnos desnudos cuando éramos críos?

      —Sí, pero es que ya no somos unos niños —le recordó ella.

      Pero él prosiguió quitándose el saragüell, el típico calzón corto de retorta que se usaba para trabajar la huerta, hasta quedarse en paños menores. Fineta se tapó los ojos haciéndose la ofendida.

      —¡Pinyol! No seas indecente por favor, que me da mucha vergüenza —le dijo acalorada.

      —¡Pero si es de noche y no se ve! —le dijo él mientras avanzaba desnudo hacia la orilla.

      —Venga, métete —le dijo mientras le salpicaba zambulléndose entre las olas.

      Fineta le miró divertida, no estaba muy convencida de querer hacerlo pero en el fondo le gustaban ese tipo de locuras.

      —Vale, pero espera, gírate. No mires.

      Fineta se despojó también de sus ropas, un sencillo vestido de paño, con excesivo pudor, y se metió en el agua rápidamente. Pinyol la buscó, la abrazó y la acarició.

      —Definitivamente estás loco —le dijo ella—. Mira qué cosas me haces hacer.

      —En realidad te había traído aquí para otra cosa —le confesó.

      —¿Qué cosa?

      —Llevo meses pensando en esto Fineta, y ya no sabía cómo decírtelo.

      —¿Decirme el qué? —le preguntó ella con una sonrisa en los labios.

      —¿Quieres casarte conmigo?

      —¡Serás bobo! ¿Para eso teníamos que meternos en el agua desnudos?

      —Aquí fue donde te lo pedí la primera vez, ¿ya no te acuerdas?

      —Claro que me acuerdo —le dijo ella después de besarle apasionadamente.

      —Pero esta vez va en serio —añadió Pinyol.

      —Ya lo sé —le dijo Fineta—. Ya lo sé.

      Aquel año, una intensa primavera muy generosa en luz, colores y matices había ido dando paso sin remedio a un largo y caluroso verano. Era bien entrado ya el mes de julio y la huerta estaba a pleno rendimiento. Siete años habían pasado ya desde que Fineta entrara a trabajar en casa de los condes, toda una eternidad, pero a ella el tiempo se le había pasado volando.

      Salvador era un niño sano y feliz. Tenía los ojos oscuros de su padre y el cabello rubio como su madre, seguía manteniendo ese carácter tan alegre y a su corta edad ya había dado muestras de estar dotado de una inteligencia sagaz. Sin embargo, en medio de aquel ambiente idílico, había una única cosa por la que Fineta se compadecía del pequeño hijo de los condes. Había crecido sin conocer lo que era el verdadero cariño materno. La condesa nunca llegó a superar la pérdida de su hija y desde entonces vivía encerrada en sí misma, casi dedicada a una vida monástica. Mandó construir una gran capilla en honor a la Virgen en una de las habitaciones de la casa y allí pasaba horas y horas rezando. Se dedicó en cuerpo y alma a las actividades de la parroquia y se volcó en la promoción de las obras de ampliación y reforma de la iglesia de Benimaclet, olvidándose totalmente de sus obligaciones como madre y esposa.

      Diferente era el caso de don Pedro, siempre preocupado por la educación de su hijo. Además de inculcarle una férrea disciplina, le transmitió el valor y la importancia que conllevaría ser el futuro conde. Quiso además convertirlo en el hombre bien instruido que él nunca había sido y siempre había deseado ser. Se preocupó de que desde pequeño tuviera acceso a los mejores maestros y el chico, con gran placer, dedicaba unas cuantas horas semanales a sus estudios. El último de sus profesores, el maestro Ciprià Belroig, le hacía continuas menciones de sus progresos y sus destacadas habilidades en matemáticas y en las letras.

      —¿Qué haces tú aquí? —le preguntó Tomasa a su hija Fineta al verla paseando despreocupada por la cocina.

      —He venido a verte madre, pensé que te alegrarías.

      —¿Es que no tienes nada que hacer?

      —El señorito Salvador está tomando clases con el nuevo maestro, creo que no me necesitará hasta dentro de un rato.

      —Pues podías emplearlo en algo útil en lugar de ir por ahí deambulando —le recriminó ella.

      Mientras hablaban se escucharon unos pasos firmes dirigiéndose a la puerta de la cocina, Fineta sabía perfectamente de quién eran.

      —Cuidado madre, la Urraca está al acecho —le susurró.

      Su madre le dirigió una mirada furibunda, reprendiéndola por su atrevimiento.

      —Le he oído señorita Fina —dijo Carmina mientras avanzaba hacia ellas.

      —Discúlpela señora Carmina, ella no quería decir eso —le dijo Tomasa avergonzada.

      —No sigas Tomasa, es inútil, a lo mejor ha llegado ya el momento de empezar a ser sinceros de una vez —le interrumpió.

      Le dirigió a Fineta una mirada fría, muy siniestra.

      —Sabes que si por mí fuera no estarías trabajando aquí, ¿verdad?

      —Ya, es una lástima que a usted no se le den tan bien los niños.

      —Yo que tú no me reiría tanto, ese descaro pronto te va a costar algún disgusto.

      Fineta le sostuvo la mirada, desafiante, pero no dijo nada.

      —Haga el favor de controlar a su hija Tomasa, sabe tan bien como yo que ese comportamiento no se puede tolerar en esta casa.

      Y una vez hecha la advertencia se dio media vuelta y se fue, sin siquiera decir para qué había entrado allí. En cuanto Carmina abandonó la cocina, Tomasa se encaró a su hija Fineta y le propinó una bofetada para reprenderla por su insolencia.

      —¡Madre! —exclamó ella sorprendida y dolida.

      —¡Niña!

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