Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

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Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros

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los lujosos juegos de cuberterías y vajillas, hasta la cantidad de víveres que llenaban su despensa.

      Apenas hubo terminado y apartado el plato vacío escuchó la desagradable voz de la Urraca desde el otro lado de la estancia.

      —¿Tú qué haces aquí?

      Carmina se había adelantado un poco a la comitiva familiar y entró con paso firme en la cocina donde Tomasa llevaba ya un buen rato trabajando sin descanso. Vestía de luto riguroso y en su rostro pétreo, siempre tan serio, se vislumbraba apenas un ápice de emoción por la tragedia. Apareció llevando en brazos al pequeño Salvador y no podía ocultar la aversión total que le producían los niños. El sentimiento era mutuo, la criatura también estaba haciendo esfuerzos por librarse de ella.

      Fineta estaba meditando si iba a contestarle algo, pero ella pasó de largo como un rayo y se fue directamente a la vera de su madre.

      —Buenos días Tomasa.

      —Buenos días nos dé Dios, señora Carmina.

      Carmina se acercó un poco a los pucheros e hizo como que supervisaba los guisos. En realidad ella era más bien profana en los artes culinarios y rara vez corregía a Tomasa en este terreno. Su piel fina y excesivamente blanca contrastaba con la más tostada y encallecida de Tomasa y revelaba a cuál de las dos le había tratado mejor la vida en los últimos años.

      —Hoy has de preparar más cantidad —le dijo—, aparte de los Barona vendrán a comer el nuevo párroco y unos señores nobles de Valencia muy importantes.

      —¿Cuántos van a ser, señora?

      —Calculo que unos veinte, niños aparte, claro.

      Tomasa fue tomando notas mentales de todo lo que le iba a hacer falta, asintió y siguió repasando mentalmente cómo iba a organizarse la mañana. Carmina iba a dar ya por concluida la charla, pero antes dejó al pequeño Salvador sentado en el banco azulejado de la cocina, entre unas verduras.

      —Este niño debe tener hambre, dale algo de comer. Y luego me traes a mí una taza de caldo que no hay quien entre en calor —le espetó antes de irse con tanta prisa como había venido.

      —Ya tienes trabajo Fineta, ya le has oído —le dijo en cuanto vio a la Urraca saliendo por la puerta.

      —¿Yo? ¿Darle de comer al hijo de los condes?

      —¿No querías ayudar? Yo no tengo cuatro manos.

      Fineta fue rápidamente a coger al niño, que ya se había puesto a gatear, y no le pareció muy seguro que anduviera por allí encima.

      —Cuando haya desayunado le cambias el pañal y lo dejas en el comedor, en su cuna, cerca de la lumbre —le dijo su madre.

      —¿Y qué le doy de comer? —preguntó Fineta desubicada.

      —Pues sí que eres tú buena ayuda, sí.

      A pesar del frío húmedo que atenazaba los huesos aquella mañana, Tomasa ya estaba sudando por el ajetreo continuo que llevaba desde primera hora y el calor de los fuegos de la cocina. Dejó un momento el guiso en el que estaba concentrada, tomó aire y se puso a calentar un poco de leche para prepararle una papilla.

      En ese momento apareció Pasqual por la misma puerta por la que había entrado Fineta, la que daba al patio y los corrales de la planta baja. Llevaba en una mano una cesta con huevos y en la otra unos alambres ensartados con dos patos de caza y dos enormes capones que acababa de desplumar. Pasqual era el contrapunto exacto a su mujer; ella tan fría y distante y él tan mundano y dicharachero. Dejó los huevos y las presas encima de la mesa, amontonados con el resto de la comida, y se fijó en el niño con el que Fineta jugaba dulcemente entre sus brazos. El bendito parecía feliz, ajeno a la tristeza y pesadumbre que se había adueñado de todos en la casa.

      —¿Qué hace este aquí? —preguntó.

      —Calla, que me tenéis contenta —replicó Tomasa—. Lo dejó aquí tu mujer, que quiere que le dé de desayunar al niño y a ella, y haga comida para veinte.

      —No protestes tanto mujer, que ya descansarás mañana.

      Tomasa reprimió el impulso de contestar a esa necedad y siguió trabajando.

      —Anda, llévale esta taza de caldo caliente a ver si se tranquiliza —le dijo en tono conciliador.

      Pasqual puso el tazón humeante y un trozo de bizcocho en una bandeja de plata y se dispuso a salir por la otra puerta en dirección a la parte noble de la casa.

      —Por cierto —le dijo a Tomasa cuando se iba—, ¿sabe Carmina que está tu hija aquí?

      —Sí —le contestó ella secamente.

      —¿Te dijo la señora que le hicieras venir? —dijo Pasqual no muy convencido mientras engullía un trozo del bizcocho.

      Tomasa se cruzó de brazos en medio del caótico panorama que tenía en la cocina y dirigió la mirada a Pasqual.

      —¿Acaso me ibas a ayudar tú?

      —No, si a mí me parece bien, lo decía por… —dijo él excusándose—. Bueno, es igual, nadie tiene por qué enterarse —remató saliendo por la puerta.

      Al poco se escuchó un estruendo provocado por el sonido de un carruaje entrando en las caballerizas. Era el señor don Pedro que acababa de llegar con su hermano Luis, su suegro y sus cuñados. La historia del conde, el personaje que había irrumpido con fuerza en la tranquila vida de Benimaclet, era digna de mencionar.

      Don Pedro-Henrique Martín, el conde de la Espuña, era natural de Alhama de Murcia, y aunque fingía ya no acordarse mucho de ello, tuvo unos orígenes muy humildes. Siendo joven se inició en la carrera militar, y aunque empezó desde muy abajo, fue algo que se le dio bastante bien. Primero fue ascendiendo poco a poco y después su carrera se lanzó fulgurantemente tras participar en la guerra de Hungría contra los otomanos con el ejército imperial. Tuvo la mala fortuna de acabar herido en la pierna en una batalla, lo cual le dejó una cojera permanente y fuertes dolores de por vida. Sin embargo, este desgraciado accidente iba a ser lo que finalmente le reportaría la gloria definitiva, pues tras unos brillantes informes, a su regreso a España fue ascendido a capitán y retirado del ejercicio con todos los honores. Merced a su probada entrega y coraje, el rey Carlos II le premió por sus servicios con el condado de la Espuña, un título más bien simbólico porque venía acompañado de escasas rentas y unas pocas tierras baldías.

      Por suerte para don Pedro, a su vuelta contaría también con la astucia y talento de su hermano Luis. El reencuentro se produjo en Valencia, a dónde Luis había emigrado también en su juventud para iniciarse en el noble oficio de la seda, que tanto nombre y fama tenía en la capital del Turia. Trabajó siempre mucho y demostró buenas dotes, teniendo la suerte además de tener buenos maestros. En poco tiempo había pasado de aprendiz a encargado en diversos talleres. Al regreso de Pedro de la guerra ya ostentaba el cargo de maestro tejedor, contaba con el reconocimiento del importante gremio de los velluters, los artesanos terciopeleros de la seda de Valencia, y se había ganado cierta reputación en la ciudad. Luis propuso a su hermano que pusieran todos sus recursos en común para alcanzar así mayores aspiraciones. La ambición de ambos hermanos no tenía límites, malvendieron todo lo que tenían en Murcia, incluida la casa de sus padres, y lo pusieron todo a disposición de la habilidad con

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